Amoris Laetitia: “Un Ataque a la Santidad del Santísimo Sacramento”

Entonces Jesús dijo a los Doce: “¿Queréis iros también vosotros?” 68 Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iríamos? (Jn 6:67-68)

Mis Queridos Hermanos,

La Autoridad de Cristo

Cuando Jesús enseñaba, lo hacía con autoridad. Él tenía una autoridad por derecho porque Él era Dios. También tenía una autoridad natural porque decía la verdad y la decía de una manera admirable, incluso cuando era difícil de aceptar. Además hacía milagros para que fuera más fácil para sus oyentes creer la verdad que Él enseñaba; y Él vivió y finalmente murió de acuerdo con esa verdad. Simón Pedro reconoció esta autoridad y se quedó con Jesús cuando muchos otros se alejaron.

La autoridad de la Iglesia a lo largo del tiempo

Antes de su muerte, Cristo estableció Su Iglesia para continuar con Su misión de enseñar la verdad, gobernar y santificar. Él dio a Sus ministros la misma autoridad divina para enseñar la misma verdad. La gente creía en los ministros de la Iglesia primitiva, no solo por la belleza intrínseca de la verdad sino porque también su autoridad natural era respetada: algunas veces porque recibían gracias especiales para predicar elocuentemente, para predicar en distintos idiomas o para hacer milagros, otras veces por el ejemplo de sus vidas, y por último, muy frecuentemente por el ejemplo de sus muertes. Durante el Oscurantismo y la Edad Media, la llama de la verdad fue preservada y luego salió hacia afuera de los monasterios y conventos para iluminar a toda la sociedad. Los ministros de Cristo eran creíbles ya que eran los hombres más mortificados y más educados.

La belleza de sus vidas, su arte, su arquitectura y liturgia, les daba una autoridad natural que ayudaba a sus oyentes a creer en la verdad que ellos habían heredado. Tras el desastre de la Reforma que surgió de un mal uso de los frutos naturales de la Edad Meda  – la riqueza y el descubrimiento – los fieles ministros de Cristo continuaron llevando la verdad de Cristo incluso hasta los confines de la tierra. Sus oyentes les creían por su celo misionero. Y luego, en medio de las revoluciones seculares de los siglos XVIII, XIX y XX, los ministros de Cristo trabajaron para plantar nuevamente las semillas de la verdad de Cristo. Su resistencia a la persecución,  el saqueo y el exilio, y sus obras para establecer escuelas, seminarios, conventos, monasterios y obras de caridad – levantando la Iglesia a nuevo – les dio una autoridad humana más allá de la autoridad divina que recibieron a través de la Iglesia. Cuando enseñaban en las escuelas, predicaban desde los púlpitos y eran leídos en sus libros impresos, resultaban creíbles.

Pérdida de autoridad

Luego vino la revolución dentro de la Iglesia. Comenzó en el siglo XIX tras la Revolución Francesa de 1789, y a pesar de los esfuerzos heroicos de los Papas – especialmente San Pío X – la revolución se hizo más fuerte entre los mismos ministros de Cristo. Habían recibido una autoridad divina para predicar la verdad, pero tenían comezón de oídos en favor de la nueva doctrina. Los hombres del mundo, con su progreso científico y el poder mundano de su impío sistema económico, se convirtieron en dioses del orden material. Prometieron una utopía sin el Dios único y verdadero. En esa utopía, no había más Revelación restrictiva, no más servidumbre a una verdad absoluta, no más limitaciones según el orden natural. Habían caído en la misma tentación de nuestros primeros padres en el Jardín del Edén. La revolución en la Iglesia dio sus frutos en el Concilio Vaticano Segundo. La verdad de la Revelación fue escondida astutamente en los textos conciliares con una ambigüedad intencional para dar lugar a una interpretación errónea de la religión de Dios como religión del hombre.

La adhesión a los errores – jamás formulados explícitamente – fue impuesta a los fieles por el mal uso del poder de la Iglesia para gobernar (a través de las conferencias episcopales, la ley canónica, los sínodos, etc.) y el veneno de los errores fue suministrado a la fuerza por un abuso en su misión de santificar (con una liturgia nueva y deficiente). Muchos de los ministros de Cristo probaron el fruto prohibido, y al predicar se encontraron carentes de toda autoridad: sin autoridad divina porque ya no predicaban la verdad de Cristo; sin autoridad humana porque ya no vivían a imitación de Cristo. Ya no resistían a la persecución, el saqueo y el exilio, porque abrazaron al mundo pecador por un concepto equivocado de misericordia. Ya no había celo misionero por las almas, porque el proselitismo ahora se consideraba pecado. Ya no había belleza en su ascetismo, arte, arquitectura o liturgia, porque habían desnudado los altares del templo. Ya no hacían milagros, porque no recibían ninguna gracia para predicar una nueva doctrina.  Ya no había mártires, porque para ellos su respeto por el hombre moderno y sus vicios modernos era más preciado que el respeto por la verdad.

Hoy, más que nunca, presenciamos un ataque desesperado tanto a la ley divina positiva (aquellas normas reveladas concernientes a la religión) como a la ley natural (aquellas normas escritas en la naturaleza humana) por parte de los que se ordenaron para defenderlas. La encíclica Amoris Laetitia es el ejemplo más reciente. Es un ataque a la santidad del Santísimo Sacramento, a la necesidad del sacramento de penitencia y a la santidad del sacramento del matrimonio y la familia. El adulterio y las relaciones homosexuales ya no son condenados como intrínsecamente malos, la gracia santificante es considerada insuficiente para cumplir con las leyes de Dios, y el estado de gracia es considerado como algo posible en quienes viven deliberadamente en estado de pecado mortal.

En sus conclusiones finales, los fragmentos ofensivos de la encíclica constituyen una negación de la ley moral.

Por otra parte, el divorcio por “nulidad” es prácticamente una realidad, el celibato del sacerdocio se encuentra bajo presión; se está llevando a cabo un plan cuidadosamente encubierto para introducir el diaconado femenino como un paso previo al sacerdocio femenino; el mal intrínseco de la anticoncepción está siendo debatido y el frente contra el aborto y la eutanasia está siendo debilitado con nombramientos y apoyos papales a instituciones mundanas – en especial la ONU. Pero mientras la revolución del clero moderno parece ser más intenso en el tiempo presente, la verdadera traición de la ciudadela sucedió hace cincuenta años, en el Concilio. Los tristes eventos que contemplamos hoy son las consecuencias inevitables de la negación efectiva de la distinción entre el orden natural y el orden sobrenatural que ocurrió en el Concilio. El hombre se puso a la altura de Dios y comenzó a adorarse a sí mismo en lugar de a Dios. ¿Por qué necesitamos una verdad absoluta impuesta cuando podemos decidir por nosotros mismos lo que es verdad? ¿Por qué necesitamos leyes si tenemos nuestras consciencias? ¿Por qué necesitamos a la Iglesia Católica para salvarnos si nuestra relación con Dios es personal? Estas son las preguntas de los infieles ministros de Cristo.

Los enemigos de la Iglesia vitorean, pero los fieles ya no los admiran. Cuando el mundo abrazó a la Iglesia primitiva en el siglo IV, las almas corrieron del mundo hacia la Iglesia, pero cuando la Iglesia abrazo el mundo en el Concilio Vaticano Segundo, las almas huyeron de la Iglesia hacia el mundo. Cristo está siendo escondido por sus propios ministros.

¿A quién iremos? ¿Hacia quién iremos en este tiempo de apostasía?

Tal como recuerda San Luis María de Montfort, cuando María se convirtió en la madre del Cuerpo Místico de Cristo ella se convirtió también en la madre de sus miembros.  Ella es la madre sobrenatural de las almas. Así como todos tenemos un padre y una madre en la vida natural, también los tenemos en la vida sobrenatural. Ella concibió a Cristo, ella continúa concibiendo las almas de los elegidos. Mientras Cristo está siendo escondido por sus santos ministros, es natural entonces que vayamos a nuestra madre María, quien jamás se esconderá de un alma fiel.

En las bodas de Caná, María estuvo ahí para ayudar al novio y a la novia. Después de la ascensión de Jesús al cielo, los apóstoles y discípulos se reunieron alrededor de María en la sala del piso superior. En tiempos de persecución y desolación, cuando la iglesia visible estaba siendo perseguida, María fue siempre un pilar al que las almas devotas se acercaron.

En estos tiempos oscuros, cuando la Iglesia está siendo perseguida por sus propios ministros, María apareció en Lourdes, La Salette y Fátima para enseñarnos a refugiarnos en Su Corazón Inmaculado. La liturgia tradicional de Adviento está llena de las perfecciones de María y de su rol en la obra de redención. Podría decirse que es el tiempo más bello del año litúrgico. En la liturgia de este tiempo – en las misas y el oficio divino – la encontrarán ahí como un pilar, un puerto, un lugar de descanso y fuente de esperanza. Vayamos hacia ella, y entonces ahí aprenderemos sobre su Hijo.

En Jesús y María,

Padre  Robert Brucciani , Fsspx

(Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original)

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