El Acto Moral

Por el hecho de que el hombre es un ser racional y libre, es responsable de sus actos; responsable ante el Creador y ante los mismos hombres.

Entre los actos realizados por el hombre, hemos de distinguir los “actos del hombre”, los “actos humanos” y los “actos morales”:

  • Actos del hombre son aquellos en los que falta el conocimiento (niños pequeños, distracción total, locura) o la voluntad (amenaza física) o ambas (el que duerme). Son también actos del hombre aquellos en los que el hombre no tiene control voluntario. Ej. La digestión, la respiración, la percepción visual o de los otros sentidos, etc.
  • Acto humano es aquél que el hombre realiza consciente y libremente y que por ello es responsable del mismo. Primero interviene el entendimiento; es decir, con la razón el hombre conoce el objeto y delibera si puede o debe tender hacia él o no. Una vez que lo conoce, la voluntad se inclina hacia él o lo rechaza. El hombre es dueño de sus actos solamente cuando intervienen el conocimiento y la voluntad libre, lo que lo hace responsable de ellos y al mismo tiempo, se puede hacer una valoración moral de los mismos.
  • Acto moral es el mismo acto humano deliberado, que además atiende a su relación con la norma de moralidad. El acto moral, subjetiva y formalmente considerado, consiste en la relación trascendental de conveniencia (acto bueno), o disconveniencia (acto malo), o irrelevancia (acto indiferente, si existe) que presenta el proceder del hombre respecto de su último fin.

Esta norma que constituye la moralidad de los actos humanos se manifiesta próximamente por medio de la recta razón iluminada por la fe, y, remotamente, por la ley eterna de Dios.

Etiquetamos una acción como acto moral, cuando el hombre la realiza libremente y con advertencia de la norma moral. La advertencia debe ser doble, conocer el acto en sí y su moralidad. Se dice que un acto moral es libre cuando es un acto consciente y querido.

Estructura del acto moral

El acto moral es, decíamos, el acto humano en cuanto que situado en la perspectiva de la moralidad, o como lo define Santo Tomás el que procede de un principio intrínseco (es decir, de la inteligencia y la voluntad) con conocimiento del fin[1].

Los elementos constitutivos de un acto moral son la advertencia en la inteligencia y el consentimiento en la voluntad. Solamente los aspectos conocidos de la acción son morales. El conocimiento no debe ser únicamente teórico, hay que percibir la obligatoriedad moral que el acto conlleva.

Una vez conocido, el acto debe ser voluntario; es decir, que haya posibilidad de actuar de otra forma. El consentimiento lleva a querer realizar el acto que se conoce buscando un fin. El acto voluntario puede ser perfecto o imperfecto, según sea con pleno o semipleno consentimiento.

Implica, pues, una estructura psicológica, que, reducida a sus líneas generales, puede resumirse así:

  • Un momento cognoscitivo, caracterizado por la percepción por parte de la inteligencia de la realidad y cualidades del acto, y precisamente en cuanto que relacionado con la moralidad y, por tanto, como bueno, y que, por ello, puede o debe ser hecho, o como malo, y que, por tanto, debe ser evitado.
  • Un momento volitivo, es decir, una decisión de la voluntad, que quiere o rechaza la acción conocida por la inteligencia. Es este el momento determinante, desde la perspectiva de la moralidad, ya que la bondad (o maldad) está propiamente en la voluntad, como potencia por la que el hombre es dueño de sus actos, que serán buenos si el hombre sigue con su voluntad el dictamen de su conciencia y malos si se separa de él.
  • Un momento ejecutivo, en virtud del cual las potencias interiores y motoras del hombre se ponen en movimiento para realizar la acción decidida. Este tercer momento no se da en aquellos actos que se consuman en la pura interioridad humana (complacerse en un pensamiento o deseo, etc.

Cualificación específica de los actos morales

En razón de su conformidad, repugnancia o ambigüedad respecto de la norma de moralidad, de su relación u ordenación al fin último del hombre, los actos morales se dividen en buenos y malos.

  • Actos buenos serán cuantos se conformen con las normas enumeradas y se ejecuten en conformidad con el fin último. Tales son todos los actos honestos que se practiquen en estado de gracia con intención al menos virtual implícita del fin último.
  • Actos malos serán los actos pecaminosos, es decir, aquellos cuyo contenido es contrario a la naturaleza de las cosas y al querer divino y haya sido percibido y conocido así por el sujeto; no obstante lo cual, éste ha decidido realizarlos. Dentro de la maldad caben grados, según que el contenido del acto sea más o menos grave, la advertencia y la voluntariedad más o menos
  • ¿Existen actos moralmente indiferentes? Actos moralmente indiferentes serían aquellos cuya índole fuera indeterminada: ni conforme, ni disconforme con el fin último del hombre. Objetivamente hablando se puede hablar de objetos en sí mismo amorales, o más bien aún “no moralizados” (p. ej., el hecho de pasear o de aspirar el aroma de una flor). Siguiendo a Santo Tomás diremos que al querer ejecutarlos, en concreto y en cada caso siempre concurre alguna circunstancia, o cuando menos se propone en ellos un fin (honesto, útil, con la debida subordinación a la operación honesta de la que se sigue; o los contrarios de éstos) que les quita la indiferencia que contiene su objeto, y que especifica la acción como digna o indigna del agente, en cuanto que éste se enriquece o rebaja al realizarla.
  • ¿Pueden existir actos simultáneamente buenos y malos? A la cuestión de si un acto puede ser en parte bueno y en parte malo, debemos responder que no. Si a una acción en sí buena se le añade una circunstancia ciertamente no recta, pero que, siendo leve o superficial, no corrompe la esencia misma del acto, entonces hablamos de una disminución de la bondad del acto moral, pero sin que llegue a hacerse malo.

Ej. El que movido realmente por la misericordia, pero impulsado al mismo tiempo por la vanidad, hace una limosna a un pobre no realiza una acción mala. Con mayor razón admitiremos como buenos aquellos actos cuyo objeto, fin y circunstancias generales son buenos, aunque en su ejecución se interfieran algunas faltas, p. ej., la oración que se haga entre distracciones en las que de algún modo se consiente o que no se rechazan con prontitud, etc.

Podría evocarse aquí también el llamado acto de doble efecto o voluntario indirecto que veremos más adelante.

La moralidad de los actos humanos

La moralidad de los actos humanos viene determinada por tres parámetros: el objeto, el fin y las circunstancias. El juicio moral de un acto debe tener en cuenta no sólo la conducta externa sino la intención oculta, así como el proceso misterioso que une a ambas.

1.- El objeto

El objeto es la materia de un acto humano. Si el objeto es malo, el acto será (objetivamente) malo; si el objeto es bueno, el acto será bueno dependiendo de las circunstancias y el fin. La acción de “hablar” puede tener varios objetos morales: se puede mentir, insultar, bendecir, alabar, difamar, calumniar, rezar, etc., puede ser un acto bueno o malo, dependiendo de lo que se diga.

Cualquier acto humano está siempre provisto de una moralidad intrínseca que le viene dada por la materia u objeto del acto. Hasta tal punto el objeto posee una moralidad intrínseca que a veces en virtud de ella el acto es de suyo malo cualesquiera que sean las intenciones. Hablamos entonces de actos intrínsecamente malos, por ejemplo el asesinato, la fornicación o el adulterio. Cabe por tanto realizar un juicio de un acto por la materia del mismo, aunque como es lógico sin conocer las intenciones de la persona este juicio nunca será perfecto.

Por consiguiente un acto moral es susceptible de dos juicios. El primero es sobre el objeto en sí mismo y el segundo, más completo, es sobre el objeto en sí mismo y sobre la totalidad del acto, incluyendo las intenciones.

2.- El fin o la intención

El fin o la intención es el propósito que la voluntad tiene al realizar un acto. Es un elemento esencial en la calificación moral de un acto. Ahora bien, el fin no justifica los medios. No es válido hacer un mal para obtener un bien. Cuando un acto es indiferente, es el fin el que lo convierte en bueno o en malo. Ej. Pasear, pero con idea de planear un robo. Un fin bueno nunca podrá convertir en bueno un acto malo. Ej. Robar al rico para darlo a los pobres; abortar por bien del matrimonio.

El Catecismo de la Iglesia católica nos dice (n. 1752):

“Frente al objeto, la intención se sitúa del lado del sujeto que actúa. La intención, por estar ligada a la fuente voluntaria de la acción y por determinarla en razón del fin, es un elemento esencial en la calificación moral de la acción. El fin es el término primero de la intención y designa el objetivo buscado en la acción. La intención es un movimiento de la voluntad hacia un fin; mira al término del obrar. Apunta al bien esperado de la acción emprendida. No se limita a la dirección de cada una de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el fin último. Por ejemplo, un servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último de todas nuestras acciones. Una misma acción puede, pues, estar inspirada por varias intenciones como hacer un servicio para obtener un favor o para satisfacer la vanidad.”

Y continúa en el n. 1753 añadiendo:

“Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no justifica los medios. Así no se puede justificar la condena de un inocente como un medio legítimo para salvar al pueblo. Por el contrario, una intención mala sobreañadida (como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna).”

Con frecuencia se invocan las “buenas intenciones” para justificar un acción objetivamente mala. Hay que notar que estas “intenciones” no sólo no vuelven bueno un acto intrínsecamente malo, sino que no son la verdadera intención que informa el acto”.

3.- Las circunstancias

Las circunstancias son aquellas condiciones accidentales que pueden modificar la moralidad substancial que sin ellas tenía ya el acto humano. Responden a la pregunta: ¿dónde?, ¿quién?, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿con qué medios?

Según nos dice el Catecismo de la Iglesia católica (n. 1754):

“Las circunstancias contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte). Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala.

Imputabilidad de un acto moral

No habiendo acto humano sin conocimiento, deliberación y consentimiento libre, se sigue que tampoco habrá acto moral perfecto y pleno, cuando alguno de esos elementos se encuentre sustancialmente coartado en su funcionamiento. Cuando afecte a cualquiera de esos elementos, dándole o restándole fuerza, afectará en el mismo sentido y en la misma proporción al acto moral. Y lo hará imperfecto, cuando falte un claro conocimiento, o una deliberación bastante serena, o un consentimiento suficientemente gobernado por el sujeto, o varios de estos elementos a la vez, puesto que su mengua o entorpecimiento no permite el dominio pleno de los actos ni, por consiguiente, una imputabilidad completa, del mismo modo que si se hubiese procedido con normal deliberación.

Puede ocurrir también que influencias e impedimentos procedentes del interior o del exterior de la persona, actúen de modo transitorio o permanente, en forma normal o patológica, sobre una u otra de las facultades del sujeto, restando perfección humana, y, por consiguiente, responsabilidad moral a sus actos.

Señalemos que para que el acto moral sea imputable no se requiere una perfección absoluta, sino que basta que la participación del entendimiento, de la voluntad y de las potencias ejecutivas en su realización existan en el grado mínimo necesario para que la persona que actúa sea realmente responsable de su acción, aunque no haya procedido con toda la plenitud de que es capaz al ejecutarlo.

Principios morales de tipo general

Enunciemos algunos de los principios morales más generales que han de dirigir todo acto humano. Estos principios nos servirán posteriormente para juzgar los actos morales concretos que se vayan presentando en las diferentes situaciones:

  • Nunca es lícito hacer directamente algo que es malo de suyo.
  • Principio del mal menor.
  • Principio de doble efecto.

1.- Nunca es lícito hacer una acción que es de suyo mala

Existe un principio en moral que dice: el fin no justifica los medios. Es decir, aunque el fin de una acción pueda ser bueno, si para conseguir ese fin tenemos que hacer una acción que es de suyo mala, el acto es pecaminoso. Dicho de modo más sencillo, nunca se puede hacer una obra mala con el pretexto de conseguir un fin bueno.

2.- El principio del “mal menor”[2]

Entre dos acciones que son malas, no se puede elegir hacer la que es menos mala con la excusa de que la otra es peor. El principio del mal menor ya estaría cubierto por el principio anteriormente enunciado: no se puede hacer ninguna acción que es de suyo mala aunque sea por un buen fin.

El “mal menor” no se puede hacer, aunque con ello se intente evitar un mal mayor. Habrá que buscar otras soluciones.

a.- Nunca es lícito realizar el mal menor moral. La razón es que el pecado nunca es moralmente lícito. Cuando se trata de males de tipo físico, si hay que elegir, se escoge razonablemente el menor. Pero entre males morales la alternativa no existe. Un mal moral no se convierte en bien porque se lo escoja en sustitución de otro mayor.

Puede suceder que se presente un conflicto de conciencia, teniendo que elegir forzosamente entre dos cosas que parezcan igualmente ilícitas, o creyéndose equivocadamente en la necesidad de hacerlo. La perplejidad subjetiva en tal caso, por falta de formación suficiente para juzgar como es debido, no puede negarse. Pero en el orden objetivo, si ambas cosas son malas en sí mismas, aunque una peor que la otra, se debe evitar las dos ineludiblemente.

Hay una escala de valores tanto en el orden moral como en el físico; y los menores ceden ante los mayores, cuando no se pueden armonizar todos. Así, el cuidado de la salud y la asistencia a la Misa dominical obligan al fiel cristiano; pero algunas veces la enfermedad excusa de asistir a Misa, mientras que otras el deber de participar en este acto de culto y santificación exigirá que no se cuide con excesivos miramientos una salud precaria.

b.- ¿Se puede permitir o tolerar el mal menor?

En general se debe tener presente que ni los individuos ni la sociedad están obligados a evitar, con una actitud positiva, todos los males morales que materialmente pudieran evitar. Dios mismo los permite constantemente, como observó León XIII.[3]

Las personas particulares sólo están obligadas a actuar positivamente para evitar pecados ajenos, cuando por oficio, deber especial de caridad o de justicia, deben cuidar de las personas que van a pecar. Así sucede con los padres y educadores, respecto de los hijos y educandos.

La autoridad pública, obligada a promover el bien común en su labor legislativa y administrativa, ha de evitar los males dentro de las exigencias de ese bien común. Pero precisamente porque lo debe salvaguardar todo lo posible, tiene que tolerar muchos males de menor cuantía para no perjudicar intereses superiores del bien común.

c.- ¿Es lícito aconsejar el mal menor?

Se discute si es moralmente posible aconsejar el mal menor a una persona ya decidida a ejecutar otro pecado mayor. Algunos responden simplemente que jamás es lícito aconsejar un mal menor para evitar otro mayor, no encontrando justificación a semejante sugerencia, por lo mismo que el fin no justifica los medios. Pero la respuesta no es tan sencilla. En sí es correcto decir que no se puede “aconsejar” un mal menor; pero es necesario aclarar lo que se significa con esa frase.

Es en efecto lícito aconsejar la disminución del mal. Puede suceder que aconsejar el mal menor sea eso precisamente cuando, no se pueda impedir totalmente un mal. Por ejemplo, a quien tratara de vengarse de su enemigo quemándole la casa y matándole, se le podría proponer como venganza simplemente la de quemarle la casa. No se sugeriría nada pecaminoso que no hubiese aceptado previamente el malhechor; todo consistiría en hacer que su voluntad redujera la ya admitida malicia. El conjunto de circunstancias y la actitud del consejero indicarían suficientemente que no se aprueba la quema de la casa, sino que se intenta reducir el daño global.

3.- El principio del “doble efecto” o “voluntario indirecto”[4]

Se llama así cuando un acto humano tiene un doble efecto, uno bueno y otro malo. La acción puede ser moralmente lícita si cumple una serie de condiciones. A saber:

  • Que la acción en sí misma, prescindiendo de sus efectos, sea buena o al menos indiferente.
  • Que la consecuencia mala no se siga directamente de la acción que se realiza.
  • Que se actúe con buen fin.
  • Que exista proporción entre el efecto bueno y el malo.

Pongamos un ejemplo y así lo entenderemos mejor: Veamos el caso de una mujer que está embarazada y tiene un tumor intestinal que necesita operarse inmediatamente.

  • Que la acción en sí misma –prescindiendo de sus efectos- sea buena o al menos indiferente. En el ejemplo tipo, la operación quirúrgica necesaria es en sí buena.
  • Que el fin del agente sea obtener el efecto bueno y se limite a permitir el malo. La extirpación del tumor es el objeto de la operación; el riesgo del aborto se sigue como algo permitido o simplemente tolerado.
  • Que el efecto primero e inmediato que se sigue sea el bueno. En nuestro caso, la curación.
  • Que exista una causa proporcionalmente grave para actuar. La urgencia de la operación quirúrgica es causa proporcionada al efecto malo: el riesgo del aborto.

Padre Lucas Prados


[1] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-II, q. 6, a. 1.

[2] Zalba, M., voz “mal menor”, Gran Enciclopedia Rialp, Madrid.

[3] León XIII, Encíclica Libertas, n. 23.

[4] Fernández, A., El principio de la acción de doble efecto, (tesis doctoral), Pamplona, 1983.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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