La hermenéutica de la anticontinuidad del papa Francisco

El discurso navideño pronunciado por el Papa el pasado 21 de diciembre, festividad en que tradicionalmente se conmemora a Santo Tomás Apóstol y sábado de temporas de Adviento, fue ni más ni menos la antítesis del famoso discurso de hermenéutica de la continuidad pronunciado por Benedicto XVI el 22 de diciembre de 2005. En el mencionado discurso, Ratzinger intentó –que lo consiguiera o no es otra historia– hacer encajar el experimento postconcliar en los 3000 años de historia de la Iglesia como Israel de Dios.

Lo que Francisco viene a decir es: «Pues no; no va a pasar. En realidad, lo que hay que hacer es redoblar esfuerzos en la modernización y dejar atrás el rígido y rancio pasado. Si queremos que sobreviva la Cristiandad, hay que cambiarlo todo».

Tras sacar a colación la lamentable cita del cardenal Newman que más les gusta sacar de contexto a los jesuitas –«Aquí sobre la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas transformaciones»–, Francisco prosigue:

«La historia del pueblo de Dios —la historia de la Iglesia— está marcada siempre por partidas, desplazamientos, cambios. El camino, obviamente, no es puramente geográfico, sino sobre todo simbólico: es una invitación a descubrir el movimiento del corazón que, paradójicamente, necesita partir para poder permanecer, cambiar para poder ser fiel. […] Todo esto tiene una particular importancia en nuestro tiempo, porque no estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época. Por tanto, estamos en uno de esos momentos en que los cambios no son más lineales, sino de profunda transformación; constituyen elecciones que transforman velozmente el modo de vivir, de interactuar, de comunicar y elaborar el pensamiento, de relacionarse entre las generaciones humanas, y de comprender y vivir la fe y la ciencia. A menudo sucede que se vive el cambio limitándose a usar un nuevo vestuario, y después en realidad se queda como era antes. Recuerdo la expresión enigmática, que se lee en una famosa novela italiana: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”» (en El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa).

Insiste en que no se refiere a un cambio casual ni accidental:

«El cambio, en este caso, asumiría otro aspecto: de elemento de contorno, de contexto o de pretexto, de paisaje externo… se volvería cada vez más humano, y también más cristiano. Sería siempre un cambio externo, pero realizado a partir del centro mismo del hombre, es decir, una conversión antropológica».

Teniendo en cuenta el transhumanismo y el movimiento LGBT , da miedo oír hablar de conversión antropológica. ¿A qué puede referirse sino a un cambio en la forma de entender al hombre mismo y a la manera de predicarle y administrarle los sacramentos? Estas palabras revelan la fidelidad con que Francisco se ajusta al plan de la quinta columna  revolucionaria enquistada en el Vaticano, que consideraba la modernidad un periodo único en la historia, desconectado del pasado, que exige una nueva liturgia, una nueva catequesis y una nueva teología –en resumidas cuentas, una nueva Iglesia– para el hombre moderno.

Mientras trataba de sacar conclusiones de este discurso, deduje que la clave para entender a Francisco está en darse cuenta de que confunde los conceptos tradicionales de la vejez espiritual (pecado) y la novedad espiritual (renovación por la gracia de Dios) con, respectivamente, la tradición y el cambio, y por consiguiente con la rigidez y la flexibilidad, con el legalismo y la vida según el Espíritu. Así pues, del mismo modo que la Iglesia ve en Cristo al Nuevo Adán y reza en Navidad para transformarse mediante esa generación a fin de purgar en nosotros el hombre viejo del pecado –proceso de conversión que dura toda la vida, y para el que la propia tradición de la Iglesia, desarrollada mediante la guía de la Divina Providencia, brinda eficaz asistencia–, Francisco, ve por el contrario en la Tradición al viejo Adán y al fariseo y en la   evolución creativa al Nuevo Adán y al hombre del Evangelio.

Prosigue el Papa:

«Apelar a la memoria no quiere decir anclarse en la autoconservación, sino señalar la vida y la vitalidad de un recorrido en continuo desarrollo. La memoria no es estática, es dinámica. Por su naturaleza, implica movimiento. Y la tradición no es estática, es dinámica, como dijo ese gran hombre [G. Mahler, tomando una metáfora de Jean Jaurès]: la tradición es la garantía del futuro y no la custodia de las cenizas.»

Ahora cita erróneamente a Mahler, que en realidad dijo algo más profundo y hermoso: «La tradición no es el culto del fuego, sino la conservación del fuego». Es decir, que Mahler ve en el contenido de la Tradición un potente fuego que se debe conservar, en tanto que Francisco lo ve como un puntal en que apoyar  futuras novedades.

Después de afirmar que el hombre moderno ya no es cristiano, exclama:

«En las grandes ciudades necesitamos otros “mapas”, otros paradigmas que nos ayuden a reposicionar nuestros modos de pensar y nuestras actitudes. Hermanos y hermanas: ¡No estamos más en la cristiandad!».

Tiene razón, Santidad: muchos católicos con fe estarán de acuerdo en que hace falta un cambio de paradigma para alejarnos de la trillada estrategia que se lleva a cabo desde hace cincuenta años a raíz del Concilio, que ha supuesto un estrepitoso fracaso en cuanto a que el mundo católico siga siendo católico. ¡Se podría intentar –soy consciente de que es un gran desafío– restablecer la Tradición! La experiencia ha demostrado que atrae a la juventud, ¿sabe? Nosotros también reconocemos que la Cristiandad se ha venido abajo. Pero los que somos católicos debemos tratar de reconstruirla en vez de aceptar su defunción con actitud nihilista dándola por un hecho consumado. Al fin y al cabo, la Cristiandad no es otra cosa que la Fe plenamente vivida, plenamente encarnada en la cultura.

Entonces, la clave para interpretar la reforma está en la humanidad. La humanidad  nos llama y estimula; en una palabra, nos exhorta a avanzar sin temor a los cambios.

Es el típico lenguaje montiniano de los años sesenta y setenta: tomar genéricamente a la humanidad como punto de referencia en vez a Dios hecho hombre, a Jesucristo y su Revelación.

«Vinculada a este difícil proceso histórico, siempre está la tentación de replegarse en el pasado —incluso utilizando nuevas formulaciones—, porque es más tranquilizador, conocido y, seguramente, menos conflictivo. Sin embargo, también esto forma parte del proceso y el riesgo de iniciar cambios significativos. Aquí es necesario alertar contra la tentación de asumir la actitud de la rigidez. La rigidez que proviene del miedo al cambio y termina diseminando con límites y obstáculos el terreno del bien común, convirtiéndolo en un campo minado de incomunicabilidad y odio. Recordemos siempre que detrás de toda rigidez hay un desequilibrio. La rigidez y el desequilibrio se alimentan entre sí, en un círculo vicioso. Y, en este momento, esta tentación de rigidez es muy actual.»

Llegamos ahora al clásico texto bergogliano, el que tiene su sello característico. Como sabe todo estudioso de la historia de la Iglesia, los movimientos reformistas siempre han buscado modelos e inspiración en el pasado. La regeneración se ha producido al redescubrir tesoros escondidos. Pero para este pontífice no. Para él, poner la vista en nuestro legado y en los santos es señal de miedo y de odio.

Estoy leyendo el texto de un libro aún no publicado, muy interesante, escrito por un filósofo británico, y la siguiente nota a pie de página me dio que pensar:

«Es sintomático que tanto en la historia del islam como en la del cristianismo se da la misma controversia sobre el origen de la Palabra de Dios: por un lado, si el Corán fue creado o existía desde la eternidad como expresión increada de las exigencias divinas, y por el otro, si el Hijo o Verbo de Dios participa verdaderamente de la sustancia divina o es tal vez la primera de las criaturas. En ambas esferas, la idea de ser algo creado era preferida por los gobernantes, al entenderse que lo que originalmente se había declarado palabra de Dios podía quedar desfasado y, analógicamente, las órdenes arbitrarias que ellos daban podían tener validez.»

Meditémoslo por un momento. Tanto los dirigentes cristianos como los musulmanes querían que la Palabra o Verbo de Dios (por muy diferente que fuese la forma en que lo entendieran) fueran algo creado, para que pudiera mejorarse, superarse o eliminarse a su antojo. En cambio, los creyentes, confesaban que las Escrituras estaban inspiradas por Dios, eran inmutables y tenían carácter normativo, por encima de lo que dijera cualquiera gobernante.

Aunque no soy muy partidario del diálogo interreligioso, esta interpretación histórica apunta a las claras a Francisco. Sus comentarios a Scalfari (que en realidad no ha negado), sus divagaciones semiarrianas en homilías, que no le importe contradecir las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre el adulterio, la pena capital, etc., son señales que dan a entender que ve la Palabra de Dios como una criatura sobre la que, teóricamente, el Papa tiene autoridad. El discurso de Navidad proporciona más fundamento en este sentido: no hay límite a los cambios, porque en la Cristiandad no hay nada inmutable («rígido»).

¿Qué más pruebas queremos de que hoy la Iglesia está gobernada por alguien que tiene poco o nada de católico? Ni siquiera sería un buen musulmán. En la conclusión de su discurso, el Papa ya no disimula y cita a uno de los mayores progresistas de nuestro tiempo:

«El Cardenal Martini, en la última entrevista concedida pocos días antes de su muerte, pronunció palabras que nos deben hacer pensar: «La Iglesia se ha quedado doscientos años atrás. ¿Por qué no se sacude? ¿Tenemos miedo? ¿Miedo en lugar de valentía?»»

Qué interesante, Eminencia, Santidad. Hará unos 200 años, en 1812, era un momento que todavía podemos relacionar con la Revolución Francesa y la larga y siniestra sombra que proyectó sobre Europa y el mundo. El racionalismo y el liberalismo iluministas estaban en su apogeo, y no tardarían en dar paso a la época del positivismo y el materialismo. Si verdaderamente la Iglesia estuviera atrasada más allá de esa época, ello sería señal de bendición y protección divinas. Si la Iglesia se «pone al día» en ese sentido, sabremos que se ha cumplido la profecía de Nuestro Señor: «Cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la Tierra?»

Es una perspectiva que debemos temer, porque supondría la pérdida de nuestras almas. «No temáis a los que matan el cuerpo, que no pueden matar el alma; mas temed a aquel que puede perder alma y cuerpo en la gehenna» (Mt.10,28). Ése es el santo temor para el que el Papa no tiene cabida, del mismo modo que el posadero no tenía lugar para la humilde Virgen y su esposo San José, que sí tenía temor de Dios.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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