Hoy se ha difundido un escrito del actual Card. Víctor Manuel Fernández llamado “La pasión mística: espiritualidad y sensualidad”, publicado en México, en el año 1998. Fue escrito, por ende, antes de su ordenación episcopal, ocurrida en el año 2013.
El texto está entero en pdf, en español, y traducidos los peores capítulos (que son los últimos) tanto al inglés como al francés.
Todo en el libro es una gran sorpresa, por confundir el amor natural con el sobrenatural; por ignorar verdades elementales de la Fe católica (tales como la distinción entre la Fe verdadera y las experiencias religiosas de otros grupos; la auténtica vida mística y la existencia del pecado original); y por incentivar las acciones más bajas y soeces bajo pretexto de que “fue la mentalidad griega la que influyó negativamente en el cristianismo, transmitiéndole un cierto desprecio del cuerpo” (p. 89).
Todo el escrito parece destinado a confundir la relación sobrenatural personal con Dios con el acto de apareamiento, sin importar ni siquiera la distinción de los sexos; pues no sólo habla continuamente de “parejas”, sino que incluso dice expresamente que “esto tampoco significa necesariamente que esa experiencia gozosa del amor divino, si la alcanzo, me liberará de todas mis debilidades psicológicas. No significa, por ejemplo, que un homosexual necesariamente dejará de serlo. Recordemos que la gracia de Dios puede coexistir con debilidades y también con pecados, cuando hay un condicionamiento muy fuerte.” (p. 80).
El autor en cuestión no distingue entre la auténtica vida espiritual, que se da sólo en la Fe católica, con supuestas experiencias en otras religiones, tales como entre los musulmanes (p. 91) y en el shivaísmo (p. 91). Por lo mismo, no es posible que exista la vida de la gracia en quien voluntariamente ignora el misterio de Cristo y de la Iglesia Católica. Por ende, en las falsas religiones tampoco puede darse la vida mística. También utiliza en su argumentación la inspiración de cualquier poeta, tal como Pablo Neruda (p. 32. 92) e incluso de tipos psicológicamente desquiciados, tales como W. Reich, presentados como “científicos” (p. 70). Este último personaje, en realidad, es uno de quienes aportan el sustento teórico a la ideología de género, actualmente imperante.
El texto adolece además de la noción analógica de amor, de gozo y de felicidad. No todo amor y gozo son igualmente encomiables para llegar a la felicidad auténtica, que es solamente la santidad. Ignora que lo inferior ha de servir a lo superior. De este modo, así como el hombre debe servir a Dios, así lo más bajo de su ser (sentimientos o pasiones) debe someterse a la recta razón, y ésta a Dios. Por eso Tucho sostiene: “Dios ama la felicidad del hombre, por lo tanto, también es un acto de culto a Dios vivir un momento de felicidad.” (p. 86); y “Podemos, pues, decir que estamos agradando a Dios y rindiéndole culto cuando somos capaces de gozar de los pequeños placeres legítimos de la vida.” (pp. 86-87). En esta mentalidad, lo único que iría contra la Voluntad de Dios sería la falta de estabilidad de la pareja: “Para que el sexo no sea sólo una forma de usarse y consumirse mutuamente, es indispensable que en la pareja haya otras inquietudes y, sobre todo, que el amor mutuo se abra para buscar juntos la felicidad de los demás. Luchar juntos por algo.” (p. 90).
De este modo, el autor, aunque hable de la vida de la gracia y de la vida mística, cae en un naturalismo radical, en el que cualquier experiencia religiosa, o incluso placer humano, podría ser de orden sobrenatural. Carece aquí de lo más elemental de la vida interior. Para dejarlo en claro, citemos las palabras de Santa Teresa: “El intento de quien hace un pecado mortal no es contentarle [a Dios], sino hacer placer al demonio, que como es las mismas tinieblas, así la pobre alma queda hecha una misma tiniebla.” (Las Moradas, Moradas Primeras, Cap. 2, n. 1); “La puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración” (Idem, Cap. 1, n. 7). Por el contrario, siempre siguiendo a la misma Santa: “Decíame poco ha un gran letrado que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía o tullido, que aunque tiene pies y manos no los puede mandar; que así son, que hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí; porque ya la costumbre la tiene tal de haber siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi está hecha como ellas, y con ser de natural tan rica y poder tener su conversación no menos que con Dios, no hay remedio.” (Idem, Cap. 1, n. 6)
Es verdad que el texto sostiene la existencia de experiencias místicas tales como el desposorio místico (por ejemplo, p. 41), la vía negativa (p. 55), del toque divino a las almas (por ejemplo, p. 37-38. 49), etc. Pero carece de fuerza al no sostener más claramente la necesidad de purificarse que tienen las almas para elevarse al orden sobrenatural.
En efecto, jamás aparece mencionada la existencia del pecado original, y de sus consecuencias en el alma. Más aún, parece que todo placer estaría justificado, salvo el solitario, tal como la masturbación (p. 80. 90). Por esta razón sostiene expresiones como “el placer que no sólo produce una descarga momentánea, sino que planifica y da felicidad, es el que está unido al amor, y el amor es la verdadera santidad.” (p. 90) y “Separar a Dios del placer es renunciar a vivir una experiencia liberadora del amor divino.” (p. 92).
También se olvida el autor que el alma debe purificarse para llegar a la plena unión extática con Dios. Aunque se explica la purificación que hizo la gracia divina en el alma de Santa Ángela (p. 45), por ejemplo, y nombra al pasar la aridez afectiva (p. 78); sin embargo eso no lo aplica a todas las almas que deseen la unión transformante con las tres Divinas Personas. Se olvida del verdadero ascenso al Monte Carmelo, para expresarlo con las palabras del Doctor Místico, San Juan de la Cruz: “Para cuya inteligencia es de saber que, para que una alma llegue al estado de perfección, ordinariamente ha de pasar primero por dos maneras principales de noches, que los espirituales llaman purgaciones o purificaciones del alma, y aquí las llamamos noches, porque el alma, así en la una como en la otra, camina como de noche, a oscuras.” (Subida al Monte Carmelo, Cap. 1, Canción 1º, n. 1).
Por último, como si la carencia del texto fuera ya poca, en él se sostiene el uso de la genitalidad más baja, hasta tal punto que es desaconsejable que muchos lean el mismo texto. Por ejemplo, cuando describe el orgasmo masculino y el femenino (pp. 65-67). Incluso aconseja el desear estos encuentros místicos, que en el autor son deseos sensuales y orgasmos: “Si esa experiencia amorosa y apasionada de la presencia de Dios es algo plenificante, algo que armoniza y serena maravillosamente nuestra afectividad y nuestra sensualidad, entonces todos tenemos al menos el derecho de desearlo.” (p. 76); “ese orgasmo, vivido en la presencia de Dios, puede ser también un sublime acto de culto a Dios” (p. 85); “ninguna persona verdaderamente enamorada sería capaz de pasarse ochenta años probando otros placeres y dejando para después el maravilloso abrazo de la amada. Simplemente, no soportaría la espera, esos años se le harían eternos.” (p. 79). Sin embargo, el más elemental catecismo nos enseña que no sólo se peca por acciones exteriores no ordenadas según la recta razón, dada por la naturaleza humana bien entendida, sino también por la falta de ordenación al fin sobrenatural, que es Dios. Y que, además, existen pecados de pensamiento, tales como el desear indebidamente el placer sexual, fuera del matrimonio, o incluso en éste sin apertura a la vida. Si esto último sucediera, se cometería una falta contra el noveno mandamiento del Decálogo. Y aunque pueda haber cierta excusa de pecado, como dice el autor citando al Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1735, en la página 80), lo cierto es que no podemos decir que alguien que practique algo gravemente desordenado según la ley natural y divina positiva (Diez Mandamientos) esté en gracia de Dios, como dice el autor (p. 80). Menos aún que ese sea el camino para la unión mística y esponsal entre Dios y cada alma.
En contra de todo esto, Santa Teresa nos dice: “Pasaba una vida trabajosísima, porque en la oración entendía más mis faltas. Por una parte me llamaba Dios; por otra, yo seguía al mundo. Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios -tan enemigo uno de otro- como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales. En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración) sin encerrar conmigo mil vanidades.” (Vida, Cap. 7, n. 17)
Por todo esto no podemos sino afirmar que si el Señor ha dicho en el Evangelio que “de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc. 6, 45), el corazón del Sr. Cardenal ha estado muy lejos de la Voluntad de Dios. Esperemos que el Señor le conceda la conversión (si aún no lo ha hecho) y la retractación pública de este escrito, para que su alma se salve. Mientras tanto, que todos se prevengan de este libelo, y que evitemos que caiga en manos de los neófitos y de los niños y jóvenes, para que el escándalo no sea aún mayor.
Fr. Esteban Kriegerisch, op.