El engaño de la muerte cerebral es revelado en el congreso científico de la Academia Juan Pablo II por la vida y la familia

La llamada muerte cerebral es un criterio de definición pseudo-científico de la muerte cerebral, que permite el homicidio de las personas moribundas y la extracción de sus órganos vitales. El criterio clásico de definición de la muerte, es decir el cese de todas las funciones vitales de un organismo humano, es el único válido en razón de que aprovecha la esencia de un fenómeno que se verifica siempre con la misma modalidad y que tiene siempre las mismas características.

Esta es, muy resumidamente, la tesis puesta de manifiesto durante los trabajos de un congreso titulado «Brain death», A medicolegal construct: Scientific & Philosophical Evidence -«Muerte cerebral», Una construcción médico-legal: Evidencias Científicas y Filosóficas) que tuvo lugar el 20 y 21 de mayo en el hotel Massimo D’Azeglio de Roma. En el congreso, organizado por la John Paul II Academy for human life and the family, participaron figuras de alto nivel del mundo científico y académico, entre las cuales el Prof. Josef Seifert, el Dr. Thomas Zabiega, el Dr. Cicero Coimbra, el Dr. Paul Byrne y la Prof. Doyen Nguyen. Todas las intervenciones fueron de altísimo nivel e irrefutables las pruebas presentadas a favor del carácter no científico del criterio de la muerte cerebral. En efecto, el comité de Harvard que en 1968 definió la noción de muerte encefálica o cerebral no aportó ninguna prueba científica seria a favor de la nueva definición ni la fundamentó en ninguna base filosófica sino que, por el contrario, la estableció únicamente con el propósito de resolver la cuestión ética-legal referente a la práctica de los trasplantes de órganos. La comisión estaba compuesta por 30 miembros, entre los cuales un abogado, un historiador y varios profesionales, ninguno de los cuales era favorable a la concepción tradicional de muerte. Fueron los mismos miembros de la comisión quienes cándidamente admitieron cual era su verdadero objetivo: «Criterios obsoletos de muerte pueden llevar a controversias en la obtención de órganos a efectos de trasplantes«.

En la base de la nueva definición hay una presunción según la cual el cerebro funcionaría como integrador somático central y por tanto la pérdida irreversible o presumida como tal de sus funciones equivaldría al fin del organismo humano como un todo, un conjunto integrado. Sin embargo, para desmentir dicha tesis es suficiente aportar los ejemplos de numerosos casos de mujeres encintas declaradas cerebralmente muertas que han podido llevar adelante el embarazo y dieron a luz su niño: ¿como puede un cuerpo sin vida, un mero aglomerado de órganos privados de una coordinación central gestionar un acontecimiento tan complejo como el desarrollo y el nacimiento de otro ser humano? Por lo demás, como reiteró el Prof. Seifert, en el desarrollo embrional el encéfalo se forma en una etapa posterior. ¿Cómo puede entonces únicamente la pérdida irreversible de las funciones cerebrales determinar el cese de la vida del organismo, si ellas no lo precedieron en el desarrollo? Además, la no respuesta a los estímulos, típica del paciente con grave insuficiencia cerebral, no significa necesariamente que su cerebro esté muerto sino que está silencioso: lo demuestra la capacidad del organismo de mantener las funciones cerebrales como la circulación sanguínea y la respiración. Al respecto, la incapacidad de respirar autónomamente, uno de los principales indicios que determinan el diagnóstico de muerte cerebral, es engañoso: el respirador de hecho permite simplemente al aire entrar mientras la tarea de distribuir el oxígeno a las células y a los tejidos es desarrollado por el individuo (un cadáver no puede hacerlo).

Merecen una mención aparte las problemáticas relacionadas con el test de apnea, que es el medio utilizado para verificar la incapacidad del individuo en coma de respirar de forma autónoma y durante un determinado lapso de tiempo: un estudio del año 1994 demostró que el 40 por ciento de los pacientes sometidos a dichos test sufrió una significativa reducción de la tensión arterial, por lo tanto un empeoramiento de las condiciones clínicas, mientras que en un cierto número de casos ha ocurrido hasta un paro cardíaco irreversible. En realidad, como ha precisado el Dr. Cicero Coimbra, los centros respiratorios de los pacientes con graves lesiones cerebrales propiamente no logran responder al test de apnea porque el flujo sanguíneo cerebral es bajo o casi nulo por causa del hipotiroidismo. Lo primero que se debe hacer con dichos pacientes es suministrarles hormonas tiroideas, pero en ninguna parte del mundo ello se verifica, a partir del momento en que los médicos siguen servilmente los protocolos. Por lo tanto en lugar de recibir el tratamiento adecuado a sus condiciones clínicas, las personas en estado de coma son sometidas a los invasivos test destinados a diagnosticar la muerte cerebral, que son ellos mismos causa de lesiones irreversibles.

Para invalidar una tesis científica solo basta un solo caso contrario: son en cambio numerosos los casos de pacientes declarados diagnosticados de muerte cerebral que han salido del coma gracias a la determinación de los parientes. Particularmente clamorosos son aquellos transmitidos a lo largo del congreso, entre los cuales el caso de Zack Dunlap, de 20 años, declarado cerebralmente muerto por causa de un accidente: los daños cerebrales eran considerados catastróficos y el desafortunado no tenía circulación sanguínea a tal punto que la resonancia magnética no revelaba ningún flujo de sangre al cerebro. Afortunadamente para Zack, su primo enfermero exigió otros test porque había observado movimientos del cuerpo. Ahora, aquél que anteriormente había sido considerado un cadáver, está casado y es padre de una niña.

Otro capítulo crítico es el del consentimiento a los trasplantes, una verdadera y auténtica industria gestionada, de hecho, por los gobiernos: los hospitales reciben cuantiosas subvenciones y si no pueden llegar a un cierto número de trasplantes pierden tales ingresos y no pueden ser más clasificados como centros de trasplantes. El consentimiento debe ser explícito, es decir, claramente expresado. ¿Pero qué sucede en realidad? En el test de apnea el paciente es privado del respirador durante 10 minutos. ¿Dónde está el consenso en este caso? Es más necesario que nunca que las personas se informen, que soliciten los cuidados adecuados para sus parientes, que tengamos la valentía de luchar por su vida, también porque la nueva definición de muerte toca muchos ámbitos, no solo aquel del trasplante de órganos vitales. En riesgo, de hecho, están muchos pacientes sin respuesta a los estímulos que están en estado de coma: la presunta pérdida irreversible tan solo de las funciones cerebrales, que para los partidarios de la muerte encefálica constituye la esencia vital del individuo, transformaría al hombre en un ser inanimado sin conciencia, una suerte de vegetal. Como lo ha destacado el Prof. Seifert en su intervención criticando a los autores norteamericanos Lee y Grisez favorables a la nueva definición, el cerebro no es la persona sino el alma que posee la naturaleza racional del hombre. ¿Cómo puede un ser espiritual transformarse mágicamente en un vegetal con la destrucción de un órgano? Si el alma precede la formación del cerebro, como admiten los mismos Lee y Grisez, ¿por qué entonces alguna vez debería dejar al cuerpo con la llamada muerte cerebral?

En conclusión, es posible afirmar sin temor a ser desmentidos que una persona realmente muerta, un cadáver, no puede suministrar un corazón apropiado para un trasplante, sino únicamente una persona viva con un corazón sano y funcionando perfectamente. Esa es la realidad de los hechos, la evidencia que la gran mayoría de la comunidad médica tiende a negar y que trabaja para que alrededor del tema de la muerte cerebral se desarrolle una suerte de consenso acrítico. Se trata de una cuestión de extrema importancia que tiene muchas repercusiones en la sociedad actual, dominada por el relativismo ético y moral, por la lógica del utilitarismo y del positivismo jurídico, que pretende fundamentar el derecho sobre la negación de la ley natural y, en definitiva, de la realidad.

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