(Sac 3.2)
El día de Pentecostés
Jesucristo, cuando todavía estaba entre nosotros en este mundo, prometió a sus Apóstoles que les mandaría el Espíritu Santo; el cual se encargaría de recordarles todas las cosas que Él les había enseñado:
“Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Jn 14: 25-26).
Esta promesa se hizo realidad para ellos y para la Virgen María el día de Pentecostés:
“Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse” (Hech 2: 1-4).
Sacramento instituido por Jesucristo
El Concilio de Trento declaró que la Confirmación era un sacramento instituido por Cristo[1]. Los protestantes lo rechazaron porque – según ellos – no aparecía el momento preciso de su institución. Sabemos que fue instituido por Cristo, porque sólo Dios puede unir la gracia a un signo externo.
Además, encontramos en el Antiguo Testamento, numerosas referencias por parte de los profetas, acerca de la acción del Espíritu en la época mesiánica y también está recogido en las Sagradas Escrituras el anuncio de Cristo de la venida del Espíritu Santo para completar su obra. Estos anuncios nos indican un sacramento distinto al Bautismo.
Jesucristo no instituyó este sacramento administrándolo Él, sino prometiéndolo, pues leemos: «Si yo no me fuera, el Espíritu Santo no vendrá a vosotros; pero, si me voy os lo enviaré» (Jn 16:7). Y ello porque en este sacramento se recibe la plenitud del Espíritu Santo, que no debía conferirse hasta después de la resurrección y ascensión de Cristo.
El Nuevo Testamento nos narra cómo los Apóstoles, en cumplimiento de la voluntad de Cristo, iban imponiendo las manos comunicando el Don del Espíritu Santo para complementar la gracia del Bautismo.
“Al enterarse los Apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran al Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían al Espíritu Santo”. (Hech. 8: 15-17;19: 5-6).
Santo Tomás de Aquino reconoce la institución del sacramento de la Confirmación por Cristo, sólo prometiendo, pero no mostrándolo, pues no tenemos ningún relato bíblico en el que se narre su institución por Cristo. Sin embargo, lo sugieren cuatro hechos:
- Cristo no quiso consumar su obra por sí mismo, sino mediante el Espíritu enviado por Él y por el Padre, como lo demuestran claramente las promesas del Espíritu en sus discursos de despedida (Jn 16:13;15:26), así como la exhortación del Resucitado de que esperaran la fuerza de arriba (Lc 24:48; Hech 1:8).
- El acontecimiento de Pentecostés es el inicio de la consumación de la obra de Cristo y la hora del nacimiento de su Iglesia. Los Apóstoles no emprendieron nada antes de Pentecostés.
- Los Apóstoles y con ellos la Iglesia primitiva, entendieron la novedad de la misión del Espíritu en Pentecostés (Hech 2:2) como don y misión de naturaleza tan decisiva, que predicaron este “don del Espíritu” junto al perdón de los pecados en el baño de agua del Bautismo, (Hech 2:38) y comunicaron este don del Espíritu mediante la Imposición de manos (Hech 8:17).
- Esta acción de los Apóstoles, debido a la clara idea que los Apóstoles tenían de sí mismos como “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4:1) no debe entenderse como una novedad introducida por los ellos, sino como una acción por la que trataron de cumplir un encargo de Cristo.
La Confirmación es un sacramento distinto al Bautismo
Santo Tomás estudia el sacramento de la Confirmación en la Summa Theologica, III, q. 72, a.1 y ss., y comienza proponiéndose él mismo una dificultad acerca de la distinción entre los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación:
«De lo que pedíais mi parecer, dice, sobre cuál es mayor sacramento, si el Bautismo o la Imposición de manos del obispo, os respondo que ambos son sacramentos importantes”.
“Los sacramentos de nueva ley confieren especiales efectos de la gracia, de tal forma que a cada efecto distinto de la gracia corresponde un sacramento especial. Y, puesto que lo sensible y material sirve de semejanza para lo espiritual e inteligible, el proceso de la vida corporal nos puede indicar los distintos modos de la vida espiritual. Es evidente que en la vida corporal hay una perfección especial cuando el hombre llega al pleno desarrollo y realiza las acciones perfectas del hombre. En la vida espiritual, el Bautismo es el que da la regeneración espiritual; en la Confirmación llega el hombre al pleno desarrollo de esta vida espiritual”.
La distinción entre la Confirmación y el Bautismo, aparece clara en el hecho de que el Señor resucitado manda a sus discípulos a predicar y bautizar (Mt 28:19); y antes de su Ascensión al cielo les exhorta a que no se vayan de Jerusalén, sino que esperen la promesa del Padre (el Espíritu Santo) (Lc 24:48), pues sólo Él los capacitará para cumplir su misión apostólica de testigos (Jn 14: 25-26).
Cuando Pedro y Juan fueron enviados a los recién bautizados de Samaría, el libro de los Hechos dice:
“Descendieron y oraron sobre ellos, para que recibieran el Espíritu Santo; porque todavía no había descendido sobre ninguno de ellos, porque sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús” (Hech 8: 15-16).
La Confirmación es el Pentecostés de cada uno de los bautizados
En este sacramento se fortalece y se completa la obra del Bautismo. Se logra un arraigo más profundo a la filiación divina, se une más íntimamente con la Iglesia. Por él, el cristiano, es capaz de defender su fe y de transmitirla. Es el sacramento de la madurez cristiana y que nos hace capaces de ser testigos de Cristo.
El día de Pentecostés – cuando se funda la Iglesia – los Apóstoles y discípulos se encontraban reunidos junto a la Virgen. Estaban temerosos, no entendían lo que había pasado, se encontraban tristes. De repente, descendió el Espíritu Santo sobre ellos –quedaron transformados – y a partir de ese momento entendieron todo lo que había sucedido, dejaron de tener miedo, se lanzaron a predicar y a bautizar. Dios procedió por grados sucesivos en la comunicación de sus dones. Los Apóstoles tenían ya el Espíritu Santo (Jn 20:22), pero aún no habían recibido el poder que los hacía capaces de manifestar la fuerza del amor de Cristo: éste lo recibieron el día de Pentecostés.
También nosotros recibimos por primera vez al Espíritu Santo en el Bautismo, pero es en la Confirmación cuando recibimos la plenitud de sus dones. La Confirmación es para nosotros lo que Pentecostés fue para los Apóstoles.
El sacramento de la Confirmación nos confiere una gracia y un poder especiales. Igual que el Bautismo nos hace participar en el Sacerdocio de Cristo dándonos la capacidad de unirnos a Él en el culto a su Padre, la Confirmación hace que participemos con Cristo en su misión de implantar su Reino. Este sacramento nos impulsa a trabajar con Él en su tarea de añadir nuevos miembros a su Cuerpo Místico, y de hacer más fervorosos a los que ya lo son.
Todos los sacramentos son de algún modo necesarios para la salvación. Unos son medios imprescindibles (Bautismo), otros cooperan a conseguirla más perfectamente. De este segundo modo es como la Confirmación resulta necesaria para la salvación, que puede obtenerse sin ella, con tal que no deje de recibirse por desprecio del sacramento.
La presencia del Espíritu Santo en la Historia de la Salvación
Aunque la revelación del Espíritu Santo, como tercera persona de la Santísima Trinidad, no aparece claramente manifiesta hasta el Nuevo Testamento, en el Antiguo Testamento, los profetas ya anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado (Is 11:2) para realizar su misión salvífica (Lc 4:16-22; Is 61:1). Ahí el “espíritu” o “pneuma” aparece como fuerza de Dios, que proporciona a los enviados la fuerza, como a Sansón: (Jue 15,14); a los profetas, a Samuel, (1 Sam 19:20), a Moisés y a sus ancianos (Num 11:17), el don de la profecía; y llenará con su plenitud al Mesías.
El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús en su bautismo por Juan fue el signo de que Él era el que debía venir, el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 3: 13-17; Jn 1: 33-34). Toda su vida y toda su misión se realizan en una comunión total con el Espíritu Santo que el Padre le da «sin medida» (Jn 3:34). Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (Ez 36: 25-27).
En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (Lc 12:12; Jn 3: 5-8; 7: 37-39; 16: 7-15; Hech 1:8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20:22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (Hech 2: 1-4).
La recepción del Espíritu, tal como nos enseña el Nuevo Testamento, tiene una importancia decisiva para todos los que quieren ser cristianos; pues el cristiano ya no vive de la carne, sino del Espíritu (Rom 8; Gal 4). Este Espíritu nos da sus dones (1 Cor 12:8) y frutos (Gal 5:22; Ef 5:9).
Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar las maravillas de Dios (Hech 2:11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (Hech 2: 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (Hech 2:38).
Desde aquel tiempo, los Apóstoles, en cumplimiento de la voluntad de Cristo, comunicaban a los neófitos (recién bautizados), mediante la Imposición de las manos, el don del Espíritu Santo, destinado a completar la gracia del Bautismo (Hech 8: 15-17; 19: 5-6). Esto explica por qué en la carta a los Hebreos se recuerda, entre los primeros elementos de la formación cristiana, la doctrina del Bautismo y de la Imposición de las manos (Heb 6:2).
Es esta Imposición de las manos la que ha sido con toda razón considerada por la tradición católica como el primitivo origen del sacramento de la Confirmación, el cual perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia, la gracia de Pentecostés.[2]
Muy pronto, para mejor significar el don del Espíritu Santo, se añadió a la Imposición de las manos una unción con óleo perfumado (crisma). Esta unción se sigue haciendo en nuestros días tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente. Por eso, en Oriente se llama a este sacramento “Crismación”, unción con el crisma. En Occidente el nombre de Confirmación sugiere que este sacramento confirma el Bautismo y robustece la gracia bautismal.
Relación entre el Bautismo y la Confirmación
Con el Bautismo y la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación constituye lo que se conoce con el nombre de “los sacramentos de la Iniciación Cristiana». La unidad, si no en la recepción en el tiempo, al menos en la continuidad de su significado, debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal.[3]
Que la Confirmación sea una prolongación del Bautismo es un hecho que destaca y confirma la realidad de que el Bautismo es un proceso de crecimiento de la vida sobrenatural en el cristiano, y que no se reduce al solo rito bautismal del agua:
«Cuando la Confirmación se celebra separadamente del Bautismo, como es el caso en el rito romano, la Liturgia del sacramento comienza con la renovación de las promesas del Bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. Así aparece claramente que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo”.[4]
El Bautismo y la Confirmación guardan una profunda relación interna, como lo demuestra el hecho de que estos dos sacramentos se administran juntos en Oriente; y en el cristianismo primitivo resulta difícil separar los dos sacramentos en el ritual de celebración.
El Decreto de Graciano cita un texto del Pseudo-Melquíades que declara la Confirmación como el sacramento mayor, pero resalta que estos dos sacramentos están unidos. La relación interna y la diferencia fundamental de los dos sacramentos resulta clara.
El Bautismo y la Confirmación proporcionan a los cristianos la misión del Espíritu Santo concedida a la Iglesia en la Pascua y en Pentecostés. Si el Bautismo confiere ya la participación de la vida del Dios Trino al hacerle partícipe de su naturaleza (2 Pe 1:4), en la Confirmación hay que hablar de forma totalmente nueva del “don del Espíritu Santo” (Hech 2:38).
El Bautismo confiere la vida de la gracia para que sea vivida por el cristiano, aunque sea de una forma incipiente, de manera semejante a la vida humana que recibe el recién concebido en el vientre materno. La Confirmación, en cambio, aumenta la gracia para que el cristiano sea capaz de vivirla en plenitud.
Existe también una semejanza en la marca o sello indeleble que dejan la Confirmación y el Bautismo. En el caso de la Confirmación -lo mismo que del Bautismo y del Orden Sacerdotal- esa marca o sello indeleble recibe el nombre de carácter sacramental, como puede apreciarse en el siguiente texto del Catecismo de la Iglesia católica (CEC, 1304):
«La Confirmación, como el Bautismo del que es la plenitud, sólo se da una vez. La Confirmación, en efecto, imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el «carácter» (DS 1609), que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para que sea su testigo” (Lc 24: 48-49).
Y también en Santo Tomás de Aquino:
El sello que se recibe en la Confirmación perfecciona el sacerdocio común de los fieles recibido en el Bautismo, de tal modo que el confirmado recibe el poder de confesar la fe en Cristo públicamente, y como en virtud de un cargo (quasi ex officio)”.[5]
Dos tradiciones: Oriente y Occidente
En los primeros siglos la Confirmación constituye generalmente una única celebración con el Bautismo, y forma con éste, según la expresión de san Cipriano un «sacramento doble».
Con el paso de los siglos, la mayor frecuencia del Bautismo de niños y el aumento del número de parroquias rurales, se dificultaba la presencia del obispo en todas las celebraciones bautismales. Es por estos motivos por lo que aparecen dos tradiciones distintas: En Occidente, por el deseo de reservar al obispo el acto de conferir la plenitud al Bautismo, desde el s. XIII se establece la separación temporal de ambos sacramentos. En cambio, en Oriente, se han conservado unidos los dos sacramentos, de modo que la Confirmación es dada por el presbítero que bautiza. Este, sin embargo, sólo puede hacerlo con el «crisma» consagrado por un obispo.
Según nos cuenta San Hipólito de Roma, una costumbre de la Iglesia de Roma facilitó el desarrollo de la práctica occidental. Había una doble unción con el santo crisma después del Bautismo: una primera, realizada por el presbítero al neófito al salir del baño bautismal, y una segunda unción hecha por el obispo en la frente de cada uno de los recién bautizados[6]. La primera unción con el santo crisma, la que daba el sacerdote, quedó unida al rito bautismal y significaba la participación del bautizado en las funciones profética, sacerdotal y real de Cristo. La segunda unción, realizada por el obispo en la frente, tenía como objeto culminar la iniciación y transformar al nuevo cristiano en apóstol y mensajero de Cristo.
Santo Tomás de Aquino recoge esta misma costumbre, cuando él a su vez cita a Rábano Mauro en su libro De Institut. Cleric. de Correpis:
“El sacerdote signa al bautizado con el crisma en la coronilla, pero el pontífice (obispo) lo signa en la frente, para significar con la primera unción el descenso sobre él del Espíritu Santo que quiere convertirlo en templo consagrado a Dios, y con la segunda para declarar que la gracia septiforme de este Espíritu Santo ha venido sobre este hombre con toda la plenitud de santidad, de ciencia y de virtud”. [7]
La práctica de la Iglesia de Oriente destaca más la unidad de la Iniciación Cristiana; la de la Iglesia latina, expresa más netamente la comunión del nuevo cristiano con su obispo, garante y servidor de la unidad de su Iglesia, de su catolicidad y su apostolicidad, y por ello, el vínculo con los orígenes apostólicos de la Iglesia.
Padre Lucas Prados
[1] Concilio de Trento: DS 1601, c 1: “Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no fueron instituidos todos por Jesucristo Nuestro Señor, o que son más o menos de siete, a saber, bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio, o también que alguno de éstos no es verdadera y propiamente sacramento, sea anatema”.
Y en el DS 1628, c. 1: “Si alguno dijere que la confirmación de los bautizados es ceremonia ociosa y no más bien verdadero y propio sacramento, o que antiguamente no fue otra cosa que una especie de catequesis, por la que los que estaban próximos a la adolescencia exponían ante la Iglesia la razón de su fe, sea anatema”.
[2] Pablo VI, Constitución Apostólica Divinae consortium naturae.
[3] Ritual de la Confirmación, Prenotandos 1.
[4] Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 71.
[5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, III, q. 72, a. 5, ad. 2.
[6] San Hipólito Romano, Traditio apostolica, 21
[7] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, III, q. 72, a. 11, ad. 3.