Las claves de la Antigua Alianza

Los dos Testamentos dan testimonio de la salvación humana como obra de Dios. En sus dimensiones más profundas, a pesar de su casi inabarcable diversidad, la teología de la Biblia es básicamente unitaria; no hay ruptura entre ambos Testamentos.[1]

En este artículo y en el siguiente buscaremos, en apretada síntesis, las claves del mensaje bíblico de salvación, como preparación en la Antigua Alianza, y como cumplimiento en la Nueva. Los libros del AT, aunque contengan elementos imperfectos y pasajeros, dan testimonio de la maravillosa pedagogía del amor salvífico de Dios, cuyo fin principal es la preparación de la venida de Jesucristo

La historia sagrada es una historia de salvación

Los cristianos veneramos el AT como verdadera Palabra de Dios; es una parte de la Sagrada Escritura. La Antigua Alianza no ha sido revocada, porque sus libros divinamente inspirados conservan un valor permanente. Nos trasmiten enseñanzas sublimes sobre Dios, una sabiduría salvadora acerca del hombre, verdaderos tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación.

La religión del AT -como la del NT- es una religión histórica. Los cinco primeros libros de la Biblia son el fundamento de la religión judaica y se han convertido en su libro canónico por antonomasia, la Ley (o Torah). En el Pentateuco, en efecto, encontramos la historia de los orígenes, de las relaciones de Dios con el mundo y de las revelaciones de Dios al hombre.no ha sido revocada, porque sus libros divinamente inspirados conservan un valor permanente. Nos trasmiten enseñanzas sublimes sobre Dios, una sabiduría salvadora acerca del hombre, verdaderos tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación.

Dios tiene sus designios e interviene con un plan en la historia humana. Abrahán, el primero de los patriarcas hebreos, que vivió en torno al siglo XIX a.C., marca el comienzo de lo que podemos llamar, en sentido estricto, la historia sagrada, si bien ésta viene precedida por una etapa difícil de datar que comienza con la creación de la primera pareja humana. El plan divino consiste, entre otras cosas, en la elección de unos protagonistas -Abrahán, Isaac, Jacob­ para iniciar, por medio de ellos y de su descendencia carnal, la salvación de la humanidad. En esta historia de salvación el suceso tiene un carácter salvífico. No es una historia que pueda ser comprobada hasta en sus detalles más menudos por las fuentes documentales y en la que sólo interese la descripción del puro acontecimiento. Es más bien una historia que, pudiendo ser o no comprobada, según los casos, va unida a un significado.

Los libros del AT narran, en general, las relaciones mantenidas por Dios con determinados hombres, en determinados lugares y en circunstancias también concretas. En particular, los libros de la Torah presentan la legislación mosaica en situaciones y experiencias vividas por el pueblo desde sus orígenes hasta la época del destierro babilónico.

Pedagogía divina y preparación evangélica

Desde las primeras páginas del Génesis se da respuesta a los problemas que se plantea todo ser humano sobre el mundo y la existencia, el gozo y el sufrimiento, la vida y la muerte. Además, el creyente judío encuentra la respuesta a su problema particular y a sus preguntas esenciales: ¿Por qué Yahwéh, el Único, es el Dios de Israel? o ¿por qué Israel es su pueblo entre todas las naciones de la tierra? En el desarrollo de la historia humana contada en los libros del AT se observa un proceso de selección en su relato de sucesos, que nos descubren la admirable pedagogía del amor salvífica de Dios.

El Pentateuco narra la primera etapa y las claves fundamentales de esta historia: los orígenes y constitución de Israel como pueblo de Dios fundado en la Alianza y en la Ley, si bien por los hechos narrados y por las leyes que presenta, deja entrever el designio divino de la salvación de la humanidad. Es una obra histórica que ofrece, a  la vez, pautas de comportamiento a los hombres.

El Génesis, comienza teniendo presente a toda la humanidad en la creación, en el drama del primer pecado, en la propagación de la humanidad por toda la tierra y en la expansión del mal que trae como castigo el diluvio. Con Noé se da un nuevo comienzo de la humanidad; pero la atención del autor sagrado se centra en los descendientes de Sem -uno de los hijos de Noé- cuya línea va siguiendo hasta llegar a Abrahán, a quien Dios bendice, promete la tierra de Canaán y una descendencia numerosa.

Después, la historia bíblica selecciona la descendencia de Abrahán, primero a Isaac y luego a Jacob, dejando al margen a Ismael primero y a Esaú después. La atención del relato se fija más tarde en los doce hijos de Jacob, de los que surgirán las doce tribus que han de formar el pueblo de Israel, y, entre éstos, se selecciona a Judá y a José.

El libro del Éxodo sitúa en primer plano a Moisés -y a su hermano Aarón-, descendiente de Leví, pero a partir de este momento el protagonista principal será ya el pueblo de Israel. El autor sagrado siguiendo un proceso selectivo nos presenta el final de esta historia con un cambio de escenario: considerando al principio a toda la humanidad, acaba por fijarse en un solo pueblo, el pueblo elegido de Dios.

Esta selección nos permite descubrir las principales claves del AT para la preparación evangélica. Por una parte, la elección, las promesas, la alianza y la Ley son hilos que se entrecruzan en la trama del Pentateuco y que atraviesan de arriba abajo todo el AT. Por otra parte, la tierra prometida, la institución de la monarquía, la construcción del Templo y la predicación profética son nuevos hilos que se entrecruzan con los anteriores en la trama de las narraciones de los demás libros históricos y proféticos del AT. Finalmente, la reflexión de los sabios en los libros sapienciales, vienen a enriquecer y completar el cuadro de la preparación evangélica.

La Elección

Yahwéh, el Dios uno y único, actúa en la historia humana eligiendo a un pueblo para ser instrumento de salvación de los demás pueblos. Las promesas se irán después realizando conforme a este plan divino de elección. En efecto, tras la creación de nuestros primeros padres, Dios escoge primero a Noé y después a Abrahán y esta elección se extiende a todo el pueblo de Israel bajo la mediación de otro elegido, Moisés. Tal elección llega a su cumplimiento en Jesucristo -su Hijo amado, el Elegido– y en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios.

Las Promesas

La elección va acompañada de las promesas. Las promesas, en un principio, se refieren directamente a la posesión del país en el que vivieron los Patriarcas -la Tierra Prometida-, pero implican mucho más: significan que existe entre Israel y el Dios de los padres relaciones singulares, únicas. Porque Yahvéh ha llamado a Abrahán a una misión peculiar. Yahwéh ha hecho de su descendencia un pueblo y le ha tomado como su pueblo, por una elección gratuita, por un designio amoroso, concebido desde la creación y continuado en el tiempo, a pesar de las infidelidades de los hombres. Ya desde los orígenes, a todos los descendientes de Adán les promete la liberación y la victoria frente al mal (cfr Gen 3:15); después a Noé, tras el Diluvio, se le garantiza y promete un nuevo orden en el mundo. Sigue la promesa divina al patriarca Abrahán, renovada en sus descendientes Isaac y Jacob, que llega a alcanzar a todo el pueblo nacido de ellos. Conducido por Moisés y rescatado de Egipto, vuelve a prometer al pueblo, la tierra de los padres: Israel es el pueblo de Dios entre las naciones, sencillamente porque Dios así lo ha querido y sólo por eso Israel ha recibido la Promesa, que encontrará su cumplimiento definitivo en Cristo.

La Alianza

La elección y las promesas están garantizadas y ratificadas por una Alianza. El centro del Pentateuco lo constituye la Alianza de Dios con su pueblo por mediación de Moisés. Pero esa Alianza es un eslabón más de una cadena de alianzas que co­ mienza con Noé -impropiamente con Adán y Eva en el Paraíso- y continúa con los patriarcas hasta Moisés. Israel se considerará desde entonces, y con razón, el pueblo de la Alianza. No se trata de un pacto entre iguales, porque Dios no lo necesita y es quien toma la iniciativa. Sin embargo, se compromete por un pacto en el que exige como contrapartida la fidelidad de su pueblo. La falta de correspondencia de Israel a esta alianza pudo romper el vínculo que el amor de Dios había formado, pero no fue así. De hecho, Josué renovará la alianza mosaica en Siquem una vez que ha conquistado la tierra prometida; y de nuevo se ratificará en la misma tierra de Canaán a la vuelta del exilio babilónico. Los profetas anunciarán una nueva alianza., que culminará en Jesús de Nazaret.

La Ley

La Alianza lleva consigo la Ley, que viene a ser la normativa que el pueblo, por su parte, ha de cumplir para mantener su pacto con Dios. En la etapa mosaica los libros del Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio aportan los datos básicos. Dios revela entonces a Moisés su nombre: YHWH. Es el llamado “tetragrama sagrado”, se lee Yahwéh y significa “El que es”. En adelante el monoteísmo será la primera verdad de la fe de Israel.

Los hechos más importantes de este período son: el episodio de la zarza ardiente, la vocación de Moisés como nuevo guía de Israel, la revelación del nombre de Dios y la nueva relación de amistad entre Yahwéh-Dios y el pueblo escogido, fundamentada en la Alianza del Sinaí. En este contexto, la Ley adquiere un profundo significado: el pueblo acepta agradecido la elección, y sabe que de su cumplimiento depende la promesa. La ley de Dios aparece así como un don. La Ley enseña, pues, al pueblo sus deberes, regula su conducta conforme al querer divino y, manteniendo su Alianza, prepara la realización de las Promesas.

La Tierra prometida

Terminada la etapa mosaica, los libros del AT nos cuentan una historia que es también historia salvífica. Desde la muerte de Moisés -a finales del siglo XIII a.C.- el elegido es Josué, primer protagonista de una larga historia que llega hasta la monarquía de los Macabeos. La historia contada en los libros históricos -Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Crónicas, Esdras, Nehemías y Macabeos- es una historia santa, marcada por la continua intervención de Dios en las vicisitudes de su pueblo. Cada uno de estos libros narra un periodo de la historia sagrada, a través de los más variados géneros literarios: histórico, profético, poético, didáctico o midrásico y hasta el popular.

La fe en la elección divina gratuita y en la Alianza, marcó para siempre la unión entre Dios y el pueblo de Israel. Todo cuanto se relata en estos libros ha de enmarcarse, para su debida comprensión, en una visión teológica de la Historia, que culmina en la llegada del Mesías, anunciado por Dios desde el principio y esperado por Israel como verdadero Salvador.

El Reino o reinado de Dios

La promesa de la posesión de la tierra, apunta veladamente a la posesión del Reino. La noción de Reino o Reinado de Dios es otra de las «claves tipológicas» de la Antigua Ley. En los escritos del AT, se destacan dos ideas: la Soberanía de Dios sobre la creación entera, y de modo especial sobre un pueblo que elige para sí entre todas las naciones. En el AT, y particularmente en los Salmos, se nos revela la soberanía universal de Dios. Es decir, el Reino de Dios hay que entenderlo como ejercicio del poder divino y de su providencia sobre los hombres, Reinado de Dios en el que se realiza su plan de salvación.

A través de toda la historia de la salvación vemos a Dios actuar con total dominio y soberanía, con libertad plena sin condicionamiento alguno. Él toma siempre la iniciativa para llamar o elegir a los hombres que van a colaborar en sus designios: Noé, Abrahán, Moisés, Saúl, David, etc. Yahwéh es el rey de su pueblo, el que le guía y le protege siempre, llevado por su bondad y fidelidad, el que le propone y concede un pacto o Alianza.

Yahwéh unía a las tribus, vivía en medio de ellos y daba instrucciones concretas. En la etapa de los jueces, se siente tan fuerte la soberanía única de Dios que el juez Gedeón rechaza la dignidad de soberano hereditario por deferencia a la suprema grandeza de Dios (cfr Jue 8:23), y el profeta Samuel se irrita contra el pueblo cuando éste le pide un rey terreno (cfr 1 Sam 8:7; 12:12).

La Monarquía davídica

Es razonable que el pueblo ya asentado en la tierra de Canaán, por influjo de los pueblos vecinos, desee tener un rey que unifique a las doce tribus. Yahwéh considera este deseo como un rechazo de su soberanía y, a través de Samuel, les hace ver los inconvenientes de la Monarquía. Pero el pueblo sigue suplicando un rey y, finalmente, Dios accede a su petición. El rey en Israel es sólo un «lugarteniente» de Dios, no es una encarnación de Dios como en Egipto y Babilonia con la divinización del faraón o del monarca. Yahwéh es el rey de Israel, y rey universal, Señor de cielos y tierra. En la narración de la elección del rey se aprecia la libertad y soberanía de Dios que escoge a quien le parece. Ya la elección del primer rey (cfr 1 Sam 10: 1-2) tiene lugar mediante una unción religiosa, que significa la efusión del Espíritu divino a quien la recibe. El rey, como Ungido de Yahwéh, se convierte en una persona sagrada e inviolable.

David es el fundador de la nación israelita unida e independiente. Es verdad que esta situación no sobrevivió mucho tiempo a su fundador y a su hijo Salomón, pero David será siempre recordado como el rey ideal de los israelitas, referente principal del monarca mesiánico y uno de los grandes protagonistas de la historia de la salvación, como Jacob, Moisés o Josué (cfr Gen 49, Deut 33 y Jos 24 respectivamente). Sus sucesores en el trono serán también los ungidos de Yahwéh y su trono el trono de Yáhwéh. Los Salmos que se cantaban en la ceremonia de entronización real aluden con claridad a la realeza de Dios, de la que participa el nuevo rey. En la vida del rey David merece destacarse como gran acontecimiento, la promesa mesiánica del profeta Natán. David decide edificar un Templo a Yahwéh en Jerusalén y Dios le promete a través del profeta que de su estirpe saldrá el Mesías (cfr 2 Sam 7: 12-16).

El Templo

Salomón, hijo de David, llevó a término el proyecto de su padre e inició la construcción del Templo hacia el año 970 a.C. Dios había ordenado a Moisés en el desierto, camino de la tierra de Canaán, la fabricación del antiguo Santuario portátil -donde se guardaban las Tablas de la Ley-. Allí se manifestaba, de modo particular, la presencia de Yahwéh en medio del pueblo, y se le tributaba el culto debido. Durante la conquista de la tierra prometida, el Santuario fue colocado en varios lugares -Guilgal, Siquem y Silo-, porque era desmontable conforme a la situación nómada del pueblo. Sólo después que David establece la capital en Jerusalén, el rey concibe la idea de trasladar allí el Santuario y albergarlo en un gran templo de piedra (cfr 2 Sam 7: 1-4).

El Templo de Salomón -orgullo del pueblo judío- fue destruido completamente por las tropas de Nabucodonosor en el año 586 a.C. cuando la deportación de los hebreos a Babilonia (cfr 2 Rey 24:13 y 25:13 ss). Con su habitual pedagogía, Dios irá desvelando, por medio de los profetas, el «misterio» de la figura del Templo, haciéndoles ver que el edificio de piedra es ante todo un signo para alcanzar una clara conciencia de la presencia de Dios. La destrucción del Templo es señal de un castigo que Dios permite para que el pueblo comprenda el valor instrumental y relativo del Templo de Jerusalén frente la primacía del culto del corazón (cfr Deut 6:4; Jer 31:31).

Después del destierro, de vuelta a Palestina, se iniciaron las tareas de reconstrucción que, tras numerosas dificultades, finalizaron en el 515 a.C.(cfr Esd 4:24-6:22). Este segundo Templo fue llamado también de Zorobabel, por ser este rey davídico el principal impulsor de las obras. En sus líneas generales era el mismo que el de Salomón, pero mucho más pobre en su ornamentación y construcción. En el exilio han aprendido la lección: Ezequiel ve la gloria de Dios en el destierro y comprende que Dios está presente en toda la tierra y que recibe complacido el culto que sale del corazón humano; el «templo» de la tierra no es sino una imagen imperfecta del «trono» de Dios en los cielos (cfr Ez 1: 11.16; Is 66:2).

Cuenta el historiador judío Flavio Josefo que entre los años 20-19 a.C. Herodes el Grande, con el fin de granjearse la simpatía de los judíos, inició las obras de reconstrucción parcial y embellecimiento del Templo.[2] Tardaría diez años en esta tarea, si bien las cuestiones de detalle no se finalizaron hasta el 62 d.C. El tercer Templo mantuvo un gran parecido con el de Salomón, si bien las construcciones circundantes fueron notablemente modificadas y embellecidas. Este Templo fue visitado por Jesucristo, pero en el año 70 de nuestra era fue completamente destruido por las legiones de Tito y ya no volvió a ser reconstruido. En la actualidad sobre la antigua explanada se levanta una mezquita árabe, llamada mezquita de Ornar. Los cimientos ciclópeos de la muralla occidental que sostenían la explanada del Templo de Herodes constituyen lo que popularmente se denomina el muro de las lamentaciones.

El Exilio

Las previsiones de Dios sobre la elección del rey se fueron cumpliendo, pero los reyes davídicos se olvidaban de la Alianza y a menudo la incumplían; eran rebeldes a los mandatos de Yahwéh y se alejaban de Dios. Los profetas, movidos por el Espíritu de Yahwéh, se enfrentaron muchas veces contra la infidelidad de los reyes, con duras y enérgicas amenazas. Sus predicciones se cumplieron, y los reyes de Israel (Reino del Norte) y de Judá (Reino del Sur) serán deportados. El pueblo había rechazado la realeza de Yahwéh y en el Exilio sufrirá las consecuencias.

La misericordia de Yahwéh sigue en pie. Los profetas dejaron entrever siempre la luz de una esperanza de salvación y presentan con gran energía la futura venida del Reino de Dios. Después de las catástrofes nacionales, cuanto menor era su esperanza, tanto mayor era la expectación de una intervención divina. Todos piensan y desean la llegada de aquel que ha de venir, todos ansían la presencia salvadora del Mesías. En la mayoría de los judíos, sin embargo, tal expectación mesiánica es interpretada con un marcado sentido nacionalista y político. Soñaban con la vuelta del esplendor, de aquella edad de oro de la monarquía davídica.

El Mesías

El mesianismo es otra de las claves del AT para entender la pedagogía divina en la preparación evangélica. Los profetas surgen en tiempos de la Monarquía davídica y sobreviven al Exilio. Una gran parte de la lucha por mantener la fe monoteísta en el pueblo elegido, fue confiada por Dios a los profetas. Esta fe en el auxilio del único Dios fue una espléndida ayuda para fomentar y desarrollar la esperanza bíblica del Mesías, pero difícilmente pudo fundarla o crearla. Esta esperanza hay que buscarla, en último término, en la misma revelación divina.

El mesianismo es un fenómeno que surge en el seno del judaísmo, con anterioridad al cristianismo. Es indudable que a partir del exilio de Babilonia los escritores posteriores interpretan textos anteriores en sentido mesiánico: ante la catástrofe en la que se encontraban, «releyeron» antiguos textos para darles «otro alcance» de esperanza, centrada en el Mesías. Es, sin duda, coherente explicar la expectación mesiánica a través del método de relectura de los textos de la Biblia. Un texto escrito en una situación histórica y religiosa determinada puede ser posteriormente «releído» desde una actitud nueva, que encuentran en tal texto elementos que no se veían con tanto relieve en el momento originario de su redacción.

Todos los estudiosos serios admiten que la esperanza mesiánica -como hecho histórico- se encuentra en los libros sagrados escritos después del exilio. Entre los católicos y judíos observantes actuales, se admite la promesa mesiánica ya desde la profecía de Natán a David, hacia el año 1000 a.C. En estos ambientes se considera que el mesianismo es la columna vertebral del AT.

La Sabiduría

Los libros del AT que los judíos llamaron Escritos o Ketubim, y que nosotros llamamos sapienciales, vienen a completar la preparación de la llegada del Evangelio. En efecto, si la Ley pone en relación al hombre con Dios y a los hombres entre sí; y los Profetas vienen, sobre todo, a recordar el cumplimiento de la Ley y la fidelidad a la Alianza; los Escritos sapienciales van desarrollando los contenidos de la recta conducta del hombre ante Dios y con los demás hombres, no ya como normas morales, sino como reflexiones religiosas. Como los demás pueblos, Israel cultivó también un saber práctico, fundado en la experiencia de las leyes por las que se rige la vida del hombre. Tal experiencia de vida, nacida de la observación cotidiana, se acumula en un acervo cultural de sabiduría como doctrina, recogida en los libros sapienciales más antiguos -Proverbios y  Eclesiastés- y proclamada en forma sentenciosa, con frases enunciativas y consejos. Esta sabiduría se desarrolla en el pueblo de la Antigua Alianza al filo de las vicisitudes de la monarquía y de la predicación profética.

Paralelamente a la predicación profética, y al abordar la vida del espíritu, surge otro desarrollo doctrinal de diferente estilo, menos sobrenatural y más natural. Los profetas hablan desde la Alianza y la historia de la salvación como portavoces de Dios y de los preceptos divinos; el sabio, en cambio, reflexiona racionalmente y dirige sus consejos y consideraciones pragmáticas a hombres y mujeres del pueblo, prescindiendo de toda vinculación histórica. Esta sabiduría hebrea no hay que entenderla como pura acumulación de conocimientos, sino que es un conocimiento salvífico, es decir, un conocer para vivir de manera recta y alcanzar la salvación. Por eso, la más antigua sabiduría positiva de Israel tiene un carácter universalmente válido. Todo forma parte, una vez más, de la maravillosa pedagogía divina: si un hombre no sabe cimentar su conducta moral en Dios no es sabio, es un necio, aunque acumule muchos conocimientos.

Ahora bien, desde comienzos del siglo VI a.C., con el exilio y la realeza prácticamente desaparecida, se da una clara evolución: aquella primera sabiduría empírica, que en sus orígenes subsistió como género literario independiente junto a la sabiduría religiosa, fue desplazada cada vez más por ésta. La sabiduría humana se enfrenta y se contrasta con la sabiduría divina. Este es precisamente el argumento del libro de Job; ahora la autocrítica de la sabiduría profundizará aún más las enseñanzas de los profetas. Termina reconociendo que la última palabra de la sabiduría está en Dios.

Se llega así a la conclusión de que la revelación divina del AT puede compendiarse en la noción de sabiduría. Un buen botón de muestra es la identificación que se da en el libro del Eclesiástico entre Ley y Sabiduría: la Ley es la plenitud de la Sabiduría. El sabio no extrae ya su doctrina de la experiencia y observación cotidianas, sino de los textos sagrados del AT. Y así llegamos al último de los libros sapienciales, donde el autor del libro de la Sabiduría incorpora también el saber profano a la sabiduría dada por la revelación de Dios.

La sabiduría-doctrina de los libros preexílicos del AT se ha convertido en una sabiduría-cualidad en su evolución postexílica. Pero también ahora se entiende esta sabiduría tanto como una cualidad sobrenatural comunicada a los hombres por el favor divino, como una cualidad natural, adquirida por la experiencia y trasmitida por la educación. Tal síntesis, pues, entre el saber profano y el religioso, bajo el concepto de sabiduría, fue un instrumento idóneo de Israel para el diálogo con los gentiles, porque esta noción ocupaba un puesto eminente en el mundo espiritual helenístico y servirá de puente para el encuentro de Israel con la cultura griega.

Conclusiones

El AT, leído a la luz de la fe cristiana, no sólo no pierde nada de su excelso sentido religioso, sino que se capta con mayor profundidad. Primero en los tiempos apostólicos, y después en su tradición, la Iglesia descubre y esclarece la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología. Los acontecimientos que vivió Israel, siendo reales y personales de aquel pueblo, son tipos o figuras de los nuestros. Como creemos que Dios actúa en la historia, reconocemos que esos sucesos existen también en función de las realidades venideras que son Cristo y la Iglesia.

El Dios que revela Jesucristo no es otro que el que se había dado a conocer a Moisés -el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob-, el Dios único, trascendente y misericordioso, que actúa en la historia humana. El NT revela que esa actuación divina ha alcanzado una cota insospechada: Dios se ha hecho hombre para salvar al hombre. Y en este hecho central de la historia, Dios se da a conocer como Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad de Personas en el Único Dios.


[1] Para la elaboración de este artículo he usado el libro de Josemaría Monforte, Conocer la Biblia, Ed Rialp.

[2] Cfr Flavio Josefo, Antigüedades Judaicas, XV,11,1.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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