En el libro VII de La República, Platón expone la famosa alegoría de la caverna, mediante la cual trata de mostrar la condición del hombre y su relación con los diferentes grados de conocimiento. La lección en seguida nos enseña que la realidad no se circunscribe a lo que pueden captar los sentidos, y que gran parte de lo que el hombre asume es ilusión, propaganda y mentira. Pero todo mito remite a un héroe. Aquí, ése es el hombre que ha podido librarse de las cadenas que lo fijaban en lo más profundo de la cueva y asciende hasta la boca misma de la sima, descubriendo un mundo más rico que al principio lo ciega. Este hombre inmediatamente después de haber asimilado ciertas cosas, siente la necesidad de regresar y anunciar a sus antiguos compañeros que hasta ahora han vivido percibiendo apenas las sombras del mundo real. Existe un innegable compromiso ético por parte de ese hombre, pues considera como un deber volver a la caverna y sacar a sus amigos de la ignorancia que los tiraniza, de las densas tinieblas que no les dejan ver la realidad.
Podría decirse con toda tranquilidad que a este hombre la suerte de sus semejantes no le resulta indiferente.
Un papel similar juega el profeta en los libros sagrados. En Ezequiel vemos, por ejemplo, al centinela del pueblo. A él precisamente se dirige el Señor para comunicarle la importancia de que los centinelas permanezcan despiertos:
«Hijo de hombre, habla a los israelitas y diles: En caso de que yo haga venir la espada sobre un país dado, si la gente de este país toma a un hombre de entre los suyos y lo pone como centinela, y éste, viendo avanzar la espada sobre el país, toca la trompeta y da la alarma al pueblo, aquel que haya oído el sonido de la trompeta, si no hace caso y la espada, llegando, le sorprende, será él mismo responsable de su propia muerte. Oyó el sonido de la trompeta, pero no hizo caso. Por tanto, él es el culpable de su propia muerte, pues si hubiera hecho caso, habría salvado su vida. Si, por el contrario, el centinela, al ver que la espada se acerca, no da la alarma con la trompeta y el pueblo no es prevenido, y la espada, irrumpiendo, hiere a alguno, éste perecerá por su culpa, pero de su sangre pediré yo cuentas al centinela» (Ezequiel 33, 1-6).
Esta amenaza divina la tuvieron muy presente incluso los Papas del Renacimiento. Estos, a pesar del nepotismo del que hicieron gala, de las prebendas y beneficios acumulados, de sus manejos políticos y hasta de ser afectados por la oleada de espíritu mundano que se abatió sobre la sociedad occidental a fines del Medievo, se aferraron a la Tradición y velaron por el dogma católico como grandes militares, que es lo que en parte también fueron. Por eso a los evidentes deméritos del Papado renacentista hay que oponerle una serie de méritos cruciales.
«La intervención de los papas renacentistas en las querellas de la política italiana, no debe sin embargo hacer olvidar que el Pontificado, sobre todo en la segunda mitad del siglo XV fue casi la única voz que se alzo para alertar a la Cristiandad europea ante el peligro que suponía el creciente poderío turco»[1].
¡Ah, pero qué lejos queda esa lucidez en nuestros días! La curia romana, la jerarquía eclesiástica, y el personaje que asume ante los ojos del mundo las funciones de Vicario de Cristo, duermen, y duermen, inexplicablemente, con desidia. Para la mayor parte de ellos esta visión será quizá exagerada y pesimista. Si hubiesen leído El despertar de la señorita Prim, habrían conocido a la anciana de San Ireneo de Arnois, Lulú Thiberville, y hubieran comprendido entonces que a los que cumplen con el papel de centinelas no hay que valorarlos por su inclinación a ver las cosas de una determinada manera, pues no hay centinelas optimistas y pesimistas, sino que hay centinelas despiertos y centinelas dormidos.
Hubiera bastado con que hubiesen leído a Ezequiel.
Pero como no es el caso, y como Roma vive infectada de modernismo (al igual que el mundo, uña y carne de momento), nadie advierte el gran peligro que supone para la Cruz la invasión islámica de Occidente, principalmente de Europa. Comprobamos, por el contrario, que los centinelas duermen (autoridades y pastores), incluso advertimos, horrorizados, que hasta algunos de esos centinelas se han pasado al enemigo.
Luis Segura
[1] José Orlandis: El Pontificado Romano en la Historia, Palabra, 2003, p. 179.