El Sacramento de la Confirmación

(Capítulo 3)

  1. Naturaleza del sacramento de la Confirmación
    • Materia del sacramento.
    • Forma del sacramento.
    • Sujeto apto para ser confirmado.
    • Ministro del sacramento.
    • Padrinos del sacramento.
  2. Historia del sacramento de la Confirmación
    • El día de Pentecostés.
    • La Confirmación y la iniciación cristiana.
    • Sacramento instituido por Jesucristo.
    • La Confirmación en la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.
    • La Confirmación a lo largo de los siglos.
    • La necesidad de este sacramento en orden a la salvación.
  3. Efectos del sacramento de la Confirmación
    • Confirmarnos en la fe.
    • El carácter sacramental
    • Dones del Espíritu Santo.
    • Frutos del Espíritu Santo.
  4. Los “manipuladores” del Espíritu Santo

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Naturaleza del sacramento de la Confirmación

(Sac 3.1)

La Confirmación es el verdadero y propio sacramento por el que Dios confirma en nosotros la obra que comenzó en el Bautismo, y nos conduce a la consolidación de la fortaleza cristiana.

La Confirmación, junto con el Bautismo que le precede, y la Eucaristía, forman lo que se conoce con el nombre de los “sacramentos de la iniciación cristiana”. Cuando la Confirmación se celebra separadamente del Bautismo, como es el caso en el rito romano, la liturgia del sacramento comienza con la renovación de las promesas del Bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. Así aparece claramente que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo. Cuando es bautizado un adulto, recibe inmediatamente la Confirmación y participa en la Eucaristía.

El sacramento de la Confirmación nos une más íntimamente a la Iglesia y nos enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma quedamos obligados aún más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras

En algunas ocasiones se oye decir a catequistas poco preparados –e incluso a sacerdotes que no han recibido una adecuada formación – que la Confirmación es el sacramento en que el bautizado confirma su fe y renueva sus promesas a Dios; lo cual no es correcto. No es que nosotros confirmemos nuestra fe; para ello no hace falta sacramento alguno, sino que es Dios quien nos confirma a nosotros, nos da en plenitud su Espíritu y nos transforma en soldados de Cristo para poder defender y proclamar valientemente nuestra fe.

Tal como nos dice el Catecismo de la Iglesia católica: “La Confirmación perfecciona la gracia bautismal; es el sacramento que da el Espíritu Santo para enraizarnos más profundamente en la filiación divina, incorporarnos más firmemente a Cristo, hacer más sólido nuestro vínculo con la Iglesia, asociarnos todavía más a su misión y ayudarnos a dar testimonio de la fe cristiana por la palabra acompañada de las obras.” (CEC nº 1316).

El Nuevo Testamento nos narra cómo los apóstoles, en cumplimiento de la voluntad de Cristo, iban imponiendo las manos, comunicando el Don del Espíritu Santo, destinado a complementar la gracia del Bautismo:

“Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran al Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían al Espíritu Santo”. (Hech 8: 15-17; 19: 5-6).

Esto explica por qué en la carta a los Hebreos se recuerda, entre los primeros elementos de la formación cristiana, la doctrina del Bautismo y de la imposición de las manos (Heb 6:2). Es esta imposición de las manos la que ha sido con toda razón considerada por la tradición católica como el primitivo origen del sacramento de la Confirmación, el cual perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia, la gracia de Pentecostés.

Muy pronto, para mejor significar el don del Espíritu Santo, se añadió a la imposición de las manos una unción con óleo perfumado (crisma)[1]. Esta unción ilustra el nombre de «cristiano» que significa «ungido» y que tiene su origen en el nombre de Cristo, al que «Dios ungió con el Espíritu Santo» (Hech 10:38). Y este rito de la unción existe hasta nuestros días tanto en Oriente como en Occidente. Por eso, en Oriente se llama a este sacramento crismación, unción con el crisma. En Occidente el nombre de Confirmación sugiere que este sacramento al mismo tiempo confirma el Bautismo y robustece la gracia bautismal.

Tal como nos dice la Sagrada Congregación para la Propaganda de la Fe en su decreto del 6 de agosto del 1840: “La imposición de manos constituye la materia esencial del sacramento, no sin embargo aquella que precede la unción, sino la que tiene lugar al momento de la aplicación del crisma”.[2] Dato que está claramente recogido por el Código de Derecho Canónico cuando dice: “El sacramento de la Confirmación se administra por la unción con el crisma en la frente, que se hace con imposición de la mano, y por las palabras prescritas en los libros litúrgicos aprobados” (c. 880 § 1).

La materia de este sacramento

Dijimos que la materia del Bautismo, el agua, tiene el significado de limpieza; en este sacramento, la materia significa fuerza y plenitud.

En el rito de este sacramento conviene considerar el signo de la unción y lo que la unción designa e imprime: el sello espiritual.

La materia del sacramento de la Confirmación es el “santo crisma”; aceite de oliva mezclado con bálsamo, que es consagrado por el Obispo el día del Jueves Santo[3]. La unción debe ser en la frente.

Así pues, la materia remota sería el crisma consagrado por el obispo y compuesto de aceite de oliva y bálsamo. Y la materia próxima del sacramento sería la unción a modo de cruz con el santo crisma en la frente del confirmando hecha por el ministro del sacramento.

El aceite, que significa el brillo de la conciencia, tiende por naturaleza a extenderse, lo cual expresa la plenitud desbordante que fluye de nuestra Cabeza, Jesucristo (Sal 132:2), y se difunde sobre todos los cristianos por la acción del Espíritu Santo (Jn 1:16).

El bálsamo, perfume suavísimo, que significa la fragancia de las virtudes que adornan al alma, cuando se recibe este sacramento, tiene además la propiedad de preservar de corrupción, de modo que manifiesta bien los efectos de la Confirmación.

Tal como nos dice Santo Tomás de Aquino, “Era conveniente que la materia de este sacramento fuera compuesta, pues en él se da la plenitud del Espíritu Santo en sus múltiples dones”[4].

La unción, en el simbolismo bíblico y antiguo, posee numerosas significaciones: el aceite es signo de abundancia (Deut 11:14) y de alegría (Sal 23:5; 104:15); purifica (unción antes y después del baño) y da agilidad (la unción de los atletas y de los luchadores); es signo de curación, pues suaviza las contusiones y las heridas (Is 1:6; Lc 10:34) y el ungido irradia belleza, santidad y fuerza (CEC, nº 1293).

Todas estas significaciones de la unción con aceite se encuentran en la vida sacramental. La unción antes del Bautismo con el óleo de los catecúmenos significa purificación y fortaleza; la unción de los enfermos expresa curación y consuelo. La unción del santo crisma después del Bautismo, en la Confirmación y en la Ordenación, es el signo de una consagración. Por la Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda «el buen olor de Cristo» (2 Cor 2:15).

Por medio de esta unción, el confirmando recibe «la marca», el sello del Espíritu Santo. El sello es el símbolo de la persona (Gen 38:18; CC 8:9), signo de su autoridad (Gen 41:42), de su propiedad sobre un objeto (Deut 32:34) —por eso se marcaba a los soldados con el sello de su jefe y a los esclavos con el de su señor—; autentifica un acto jurídico (1 Re 21:8) o un documento (Jer 32:10) y lo hace, si es preciso, secreto (Is 29:11) (CEC nº 1295).

Cristo mismo se declara marcado con el sello de su Padre (Jn 6:27). El cristiano también está marcado con un sello: «Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1:22). Este sello del Espíritu Santo, marca la pertenencia total a Cristo, la puesta a su servicio para siempre, pero indica también la promesa de la protección divina en la gran prueba escatológica ( Ap 7:2-3; 9:4; Ez 9:4-6) (CEC 1296).

La forma de este sacramento

La forma del sacramento de la Confirmación son las palabras que acompañan a la unción y a la imposición individual de la mano que hace la cruz sobre la frente diciendo: “Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo” (Catec. Nº. 1300). La cruz es el arma con que cuenta un cristiano para defender su fe.

Las palabras de la forma manifiestan los dos efectos principales de la Confirmación: el carácter, que se imprime indeleblemente en el alma del confirmando, y la gracia de la comunicación del Espíritu Santo.

En el rito latino, «el sacramento de la Confirmación es conferido por la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano, y pronunciando estas palabras: «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo»[5] . En las Iglesias orientales de rito bizantino, la unción del confirmando se hace después de una oración de epíclesis, sobre las partes más significativas del cuerpo: la frente, los ojos, la nariz, los oídos, los labios, el pecho, la espalda, las manos y los pies, y cada unción va acompañada de la fórmula: «Sello del don que es el Espíritu Santo»[6].

El sujeto apto para ser confirmado

Según nos dice el Código de Derecho Canónico (c. 889,1): “Todo bautizado, aún no confirmado, puede y debe recibir el sacramento de la Confirmación”. Puesto que Bautismo, Confirmación y Eucaristía forman una unidad, si se recibiera sólo el Bautismo y a lo largo de la vida del fiel cristiano no se recibiera la Confirmación ni la Eucaristía, la iniciación cristiana quedaría incompleta; y además, se incurriría en pecado si hubiera sido por menosprecio del sacramento.

A lo largo de la historia de la Iglesia, la edad más adecuada para la recepción de este sacramento ha ido cambiando por razones principalmente de orden práctico y pastoral. Sabemos que, en los inicios de la cristiandad, cuando la mayoría de los bautizados eran adultos, éstos recibían simultáneamente los tres sacramentos de la iniciación cristiana.

Por lo que respecta a la liturgia romana, la Tradición Apostólica dice explícitamente que los tres sacramentos de la iniciación se confieren tanto a los adultos como a los niños, sean éstos de corta edad o lactantes. Esa praxis siguió vigente durante el tiempo en que la iniciación cristiana se realizaba en una única celebración litúrgica.

Con el paso de los siglos, y conforme se fue haciendo más común el Bautismo de los recién nacidos, se tendió a separar temporalmente la recepción de los mismos, y como consecuencia, a postergar la recepción de la Confirmación.

Hacia los siglos XIII-XIV, y con mayor intensidad en los siguientes, la Confirmación se difería hasta los siete años, época de la discreción, fuera del caso de necesidad. León XIII en 1894 insistió en que se recibiera hacia los siete años y antes de la Primera Comunión.

El Ordo Confirmationis recoge la praxis antigua y moderna, al establecer que los adultos, “a la vez que reciben el Bautismo, sean admitidos a la Confirmación y a la Eucaristía…, mientras que los niños serán confirmados hacia la edad de los siete años”, pero deja a las Conferencias Episcopales la determinación de una edad más tardía por motivos verdaderamente pastorales.

El Código de Derecho Canónico establece que la Confirmación se confiera al llegar la edad de la discreción, a no ser que la Conferencia Episcopal determine otra edad. (CIC cc. 891; 893,3).

Si a veces se habla de la Confirmación como del «sacramento de la madurez cristiana», es preciso, sin embargo, no confundir la edad adulta de la fe con la edad adulta del crecimiento natural, ni olvidar que la gracia bautismal es una gracia de elección gratuita e inmerecida que no necesita una «ratificación» para hacerse efectiva. Santo Tomás lo recuerda:

“La edad del cuerpo no prejuzga la del alma. Así, incluso en la infancia, el hombre puede recibir la perfección de la edad espiritual de que habla la Sabiduría (4:8):La vejez honorable no es la que dan los muchos días, no se mide por el número de los años’. Así numerosos niños, gracias a la fuerza del Espíritu Santo que habían recibido, lucharon valientemente y hasta la sangre por Cristo”.[7]

En los últimos 50 años, como solución pastoral para intentar que los jóvenes entre 11 y 15 años siguieran asistiendo a la Misa y practicando el culto, la Conferencias Episcopales de muchos países retrasaron hasta los 14 o 15 años la recepción de este sacramento. Pero últimamente, al haber comprobado que la gran mayoría de los jóvenes ya no recibían la Confirmación, se está lentamente volviendo a la práctica de confirmar en edades más tempranas; e incluso en algunos casos, previamente a la recepción de la Primera Comunión, tal como se hacía en los siglos precedentes.

Si coincidiesen la preparación al Matrimonio y a la Confirmación, permanece invariable el principio de que los confirmandos han de recibir fructuosamente el sacramento; de tal modo que, si se prevé que esto no va a ser posible, el Ordinario del lugar puede retrasar la Confirmación, si lo juzga oportuno. En caso de peligro de muerte, debe hacerse una conveniente preparación espiritual, en la medida de lo posible.

La preparación para la Confirmación debe tener como meta conducir al cristiano a una unión más íntima con Cristo, a una familiaridad más viva con el Espíritu Santo, su acción, sus dones y sus llamadas, a fin de poder asumir mejor las responsabilidades apostólicas de la vida cristiana. Por ello, la catequesis de la Confirmación se esforzará por suscitar el sentido de la pertenencia a la Iglesia de Jesucristo, tanto a la Iglesia universal como a la comunidad parroquial. Esta última tiene una responsabilidad particular en la preparación de los confirmandos.[8]

Para recibir la Confirmación es preciso hallarse en estado de gracia; por lo que se aconseja encarecidamente a los párrocos que “obliguen” a todos los confirmandos a confesarse previamente a la recepción de este sacramento. Y, además, hay que prepararse con una oración más intensa para recibir con docilidad y disponibilidad la fuerza y las gracias del Espíritu Santo tal como hicieron los Apóstoles en Pentecostés (Hech 1:14).

El ministro del sacramento de la Confirmación

En la Iglesia primitiva la confección de este sacramento estaba reservada a los Apóstoles (Hech 8: 14-18; 19: 1-7).

Durante los tres primeros siglos, era el obispo, como jefe de la iglesia local, a quien correspondía reconocer a los nuevos miembros de la comunidad y, como signo de la presencia apostólica en él, bautizaba e imponía las manos o ungía (segunda unción) a los bautizados, asistido por los presbíteros; y cuando éstos bautizaban y hacían la primera unción postbautismal, él se reservaba la imposición de manos y la crismación.

A partir del siglo III hay que distinguir entre la praxis de Oriente y Occidente:

En Oriente, la multiplicación de las iglesias rurales y la unidad de toda la iniciación cristiana motivó que los presbíteros confiriesen la Confirmación por delegación permanente de su obispo, por lo que eran considerados ministros ordinarios del sacramento.

En Occidente varía según épocas e iglesias locales:

En España, por ejemplo, el Concilio de Elvira (a. 300) determinó que confirmara el obispo; mientras que el Concilio de Toledo del año 400 estableció que los presbíteros podían conferir el sacramento en ausencia del obispo o estando él presente, si lo autorizaba.

En África y Roma, en cambio, el ministro ordinario era el obispo. Más aún, Roma intervino enérgicamente cuando los presbíteros intentaron confirmar.

Durante el siglo XIII, la Santa Sede concedió con facilidad a los presbíteros misioneros la facultad de confirmar a los neófitos, si resultaba difícil la presencia del Administrador Apostólico.

En 1946, Pío XII otorgó a los párrocos y otros sacerdotes, expresamente mencionados, la facultad de confirmar en peligro de muerte.

El Código de Derecho Canónico manifiesta que el obispo es el ministro ordinario y que pueden darse ministros extraordinarios por indulto apostólico si la necesidad lo requiere. De hecho, el CIC hace las siguientes precisiones que son dignas de destacar:

El ministro ordinario de la Confirmación es el Obispo; también administra válidamente este sacramento el presbítero dotado de facultad por el derecho universal o por concesión peculiar de la autoridad competente (c. 882).

Gozan ipso iure de la facultad de confirmar:

  • Dentro de los límites de su jurisdicción, quienes en el derecho se equiparan al Obispo diocesano.
  • Respecto a la persona de que se trata, el presbítero que, por razón de su oficio o por mandato del Obispo diocesano, bautiza a quien ha sobrepasado la infancia, o admite a uno ya bautizado en la comunión plena de la Iglesia católica.
  • Para los que se encuentran en peligro de muerte, el párroco, e incluso cualquier presbítero (c. 883).

El Obispo diocesano debe administrar por sí mismo la Confirmación, o cuidar de que la administre otro Obispo; pero si la necesidad lo requiere, puede conceder facultad a uno o varios presbíteros determinados, para que administren este sacramento.

Por causa grave, el Obispo, y asimismo el presbítero dotado de facultad de confirmar por el derecho o por concesión de la autoridad competente, pueden, en casos particulares, asociarse otros presbíteros, que administren también el sacramento (c. 884)

El Obispo diocesano tiene la obligación de procurar que se administre el sacramento de la Confirmación a sus súbditos que lo pidan debida y razonablemente. El presbítero que goza de esta facultad, debe utilizarla para con aquellos en cuyo favor se le ha concedido (c. 885).

Dentro de su diócesis, el Obispo administra legítimamente el sacramento de la Confirmación también a aquellos fieles que no son súbditos suyos, a no ser que obste una prohibición expresa de su Ordinario propio. Para administrar lícitamente la Confirmación en una diócesis ajena, un Obispo necesita licencia del Obispo diocesano, al menos razonablemente presunta, a no ser que se trate de sus propios súbditos (c. 886)

Dentro del territorio que se le ha señalado, el presbítero que goza de la facultad de confirmar puede administrar lícitamente este sacramento también a los extraños, a no ser que obste una prohibición de su Ordinario propio; pero, quedando a salvo lo que prescribe el c. 883,3 no puede administrarlo a nadie válidamente en territorio ajeno (c. 887).

Así pues, en el rito latino, el ministro ordinario de la Conformación es el obispo. Aunque el obispo puede, en caso de necesidad, conceder a presbíteros la facultad de administrar el sacramento de la Confirmación, conviene que lo confiera él mismo, sin olvidar que por esta razón la celebración de la Confirmación fue temporalmente separada del Bautismo.

Los obispos son los sucesores de los Apóstoles y han recibido la plenitud del sacramento del Orden. Por esta razón, la administración de este sacramento por ellos mismos pone de relieve que la Confirmación tiene como efecto unir a los que la reciben más estrechamente a la Iglesia, a sus orígenes apostólicos y a su misión de dar testimonio de Cristo.

Desgraciadamente todos hemos podido comprobar que, sin haber razones suficientes que justifiquen acudir a sacerdotes para conferir este sacramento, se ha hecho cada vez más frecuente ver a vicarios episcopales e incluso a veces a párrocos, confiriendo este sacramento; lo cual ha ido en detrimento del valor que los fieles le dan a este sacramento.

Tal como dice el Código de Derecho Canónico se puede acudir a sacerdotes dotados de esa facultad, en casos excepcionales o urgentes, pero desgraciadamente, dado que el Obispo tiene que estar continuamente haciendo viajes a Roma…, o tiene que acudir a las fiestas de este o aquel pueblo, no le queda tiempo para hacer lo que es estrictamente su obligación.

El padrino de la Confirmación

Las primeras noticias sobre el padrinazgo aparecen en el siglo VIII-IX en donde se prohíbe ejercer como padrinos a los padres y pecadores públicos.

El Ordo Confirmationis dice que, si los confirmandos son niños, les acompañe uno de los padrinos o uno de los padres y que, en el momento de la crismación, el que presenta al confirmando coloca su mano derecha sobre el hombro de éste y diga al obispo el nombre del presentado.

En cuanto al número, la Iglesia prefirió siempre que cada confirmando tuviese su propio padrino y rechazó el abuso de que uno fuese padrino de muchos, tolerándolo únicamente en caso de verdadera necesidad.

El Código actual pone el acento en la responsabilidad postbautismal del padrino cuando afirma que, a él corresponde procurar que el confirmando se comporte como verdadero testigo de Jesucristo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al sacramento.

El sujeto hábil para ejercer el padrinazgo ha sufrido un cambio muy importante, pues, de la prohibición de ejercerlo quienes lo habían hecho en el Bautismo, se ha pasado a recomendar que el padrino del Bautismo sea también el de la Confirmación. Con este cambio se quiere destacar la íntima conexión existente entre Bautismo y Confirmación.

El Código de Derecho Canónico establece que para que alguien pueda ser admitido como padrino, es necesario que:

  • Haya sido elegido por quien va a confirmarse o por sus padres o por quienes ocupan su lugar, o a falta de éstos, por el párroco o ministro y que tenga capacidad para esta misión e intención de desempeñarla.
  • Haya cumplido 16 años, a no ser que el obispo diocesano establezca otra edad, o que, por causa justa, el ministro considere admisible una excepción.
  • Sea católico, esté confirmado, haya recibido ya el Santísimo Sacramento de la Eucaristía y lleve, al mismo tiempo, una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir.
  • No esté afectado por una pena canónica legítimamente impuesta o declarada.
  • No sea el padre o madre de quien se ha de confirmar.

Padre Lucas Prados

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1289.

[2] Sacra Congretatio de Propaganda Fide, Decreto del 6 de agosto de 1840.

[3] Concilio de Florencia, Bula Exsultate Deo, DS 1317.

[4] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, III, q. 72, a.3, ad 3.

[5] Pablo VI, Const. ap. Divinae consortium naturae

[6] Rituale per le Chiese orientali di rito bizantino in lingua greca, Pars I

[7] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, III, q. 72, a. 8, ad 2.

[8] Ritual de la Confirmación, Praenotandos 3

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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