Sordomudos de nacimiento y sordomudos de conveniencia (II)

Empeñarse en cerrar los oídos a la verdad es la actitud normal adoptada por la Moderna Iglesia, secundada por una gran cantidad de católicos, conocidos como papólatras y neocatólicos, los cuales se niegan a admitir una realidad que les entra por los ojos, y a los que resulta inútil, por no decir imposible, poner frente a las mayores evidencias. Algunos de ellos incluso se esfuerzan hasta lo inaudito por presentar como blanco lo que es negro y como negro lo que es blanco, de tal manera que así como no hay peor sordo que el que no quiere oír, así también no hay peor ciego que el que no quiere ver. En el fondo se trata de católicos cuyos fundamentos de Fe, generalmente poco sólidos, les provocan sentimientos inconscientes que los inducen a no reconocer el pánico que les ocasionaría aceptar la realidad de una situación deprimente. Actitud que los conduce a buscar maestros que les halaguen los oídos y que les hablen de lo que desean oír, y solamente de lo que desean oír. Y por supuesto que no les faltan falsarios dispuestos a contarles las fábulas de las que hablaba San Pablo, tan abundantes como son tales maestros en una Moderna Iglesia en la que resulta bastante difícil encontrar un Pastor honrado.

Estos católicos cuya índole extremista les induce a defender y justificar lo que ni se puede defender ni se puede justificar,[1] olvidan una grave circunstancia adicional que debieran tener en cuenta, dado que está en juego nada menos que su salvación. Se trata de que aquellos que cierran sus oídos a la verdad se buscan maestros que les halaguen los oídos, cosa que hacen —añade el Apóstol— a la medida de sus pasiones. ¿Estamos, por lo tanto, ante una actitud de cobardía, o más bien ante otra más adecuada y conforme con las apetencias de una vida fácil?

Soy como un sordo, no quiero oír,

como un mudo, no abro la boca.

(Salmo 38:14)

Los Pastores mudos son aquellos que, faltando al deber del cumplimiento de su misión, no proclaman la Palabra de Dios.

Se pueden dividir en dos grandes grupos: En primer lugar, los que hablan sin decir nada o, en todo caso, solamente se pronuncian sobre banalidades, trivialidades, frivolidades, o acerca de temas sin interés alguno y que no importan para nada a los fieles. En segundo lugar hay que señalar a los que predican o escriben doctrinas ajenas a la Fe de la Iglesia, incluso claramente heterodoxas y hasta aberrantes.

Y aunque sería difícil determinar cual de los dos grupos resulta más dañino para los fieles, puede asegurarse con certeza que tanto los unos como los otros destruyen por completo el rebaño que les había sido encomendado.

La tarea de determinar límites históricos a la Pastoral de la Iglesia contemporánea supondría la existencia previa de una Historia seria de la Iglesia que abarcara los siglos XX y XXI. Labor extraordinariamente difícil, imposible seguramente de llevar a cabo hasta pasados varios siglos y en la que hasta cabe contemplar la posibilidad de que no se haga nunca.

No obstante, simplificando el tema hasta el límite —lo cual es suficiente para una disquisición como la presente, que no tiene carácter histórico—, podría decirse que la época de los Pastores mudos ocupa principalmente la segunda mitad del siglo XX, una vez pasado el tiempo en que los Pastores sociales dejaron de estar de moda. Los cuales habían dedicado una infinidad de tiempo y de energías a la que llamaroncuestión social, que era en realidad el único problema, según ellos, que podía impedir las justas relaciones de convivencia entre los hombres.

Y a decir verdad, también los Pastores sociales pudieron haber sido considerados —al menos en un sentido amplio— como una subespecie de los Pastores mudos. Puesto que en realidad, y aunque esto para algunos pueda sonar a escándalo, a los efectos de la proclamación de la Palabra de Dios y de la salud de las almas, su ingente y voluminosa Doctrina Social en definitiva no acabó aportando demasiado.

El fenómeno de la cuestión social y de la pertinente Pastoral social en la Iglesia alcanzó su punto culminante, con efectos de aparente epidemia, hacia la mitad del pasado siglo XX. Tal vez resulte imposible explicar el hecho de que se difundiera en la Iglesia la idea de que la doctrina evangélica solamente podía ser proclamada a través y desde la óptica de la cuestión social, e incluso resuelta definitivamente —así se mantuvo por muchos años y se sigue manteniendo por algunos— a través de un océano de teorías agrupadas bajo el nombre de Doctrina Social de la Iglesia. La Dogmática vino a reducirse a la Ética, la cual solamente reconocía como problemas capaces de preocupar a los cristianos los referentes a sus relaciones sociales.

El marxismo había comenzado a introducirse en la Iglesia, aunque nadie pareció darse por enterado del problema, cuando ya apuntaba la época que precedió a la aparición de la Teología de la Liberación. La cuestión obrera, el socialismo cristiano, el capitalismo opresor, los sindicatos, y todo un mundo de cuestiones relacionadas ocuparon durante años la atención y el tiempo de teólogos, estudiosos de la Pastoral, Obispos y, por extensión, de millares de párrocos y de otros sacerdotes que se dedicaron con entusiasmo a la tarea de encaminar a las almas por el único camino que consideraban de salvación: un socialismo de corte humano que en realidad tenía muy poco de sobrenatural. Los Documentos y Cartas Pastorales de la Jerarquía de toda la Iglesia, junto a un aluvión de estudios de comentaristas y expertos, llenaron las bibliotecas de la época… y las cabezas de los curas ingenuos y de los pobres fieles. La Acción Católica se convirtió en Socialista y Obrera, cambiando sus denominaciones por las de HOAC, JOC y similares, donde la índole y el carácter de obrero y de social predominaba indudablemente sobre el decatólico. Las cuales Asociaciones, como cualquiera hubiera podido esperar, acabaron convirtiéndose en influyentes Sindicatos comunistas. La predicación normal de las Misas dominicales se limitaba casi exclusivamente a proclamar las maldades del capitalismo y la opresión que sufría el Pueblo cristiano; y más especialmente la clase obrera, a la que se consideraba explotada por la clase burguesa y capitalista. La misma expresión de clase burguesa se convirtió durante bastantes años en una especie de logotipo que condensaba a todos los demonios enemigos del Cristianismo y que fue, durante mucho tiempo, el anatemacon el que millares de ingenuos sacerdotes, víctimas inconscientes de la infiltración que ya había llevado a cabo el marxismo dentro de la Iglesia, condenaron sin compasión a la despreciada clase burguesa opresora.

Incluso alguien tan extraordinario e inteligente como el Papa Pío XII, víctima al fin y al cabo del clima organizado por la oleada de doctrinas de la época, autorizó la creación de la llamada Misión de París de la que formaron parte los que fueron conocidos como Sacerdotes obreros. Los cuales, como cualquiera con algo de visión podía haber esperado, acabaron siendo suprimidos por el mismo Pontífice en 1954, una vez que casi todos ellos se habían hecho comunistas.

Cuando, quizá pasado mucho tiempo, la Historia analice serenamente el acontecimiento, es posible que todavía quede por explicar el misterio de la autorización por Roma de semejantes hechos. Resulta difícil imaginar que alguien pudiera pensar que un sacerdote cumpliría mejor su misión dejando de ser sacerdote, en el ejercicio de sus funciones al menos. O en todo caso, dar un testimonio de su sacerdocio y de Jesucristo sin manifestarse como sacerdote ni como testigo de Jesucristo. Decían los Antiguos que los dioses vuelven locos a los hombres cuando quieren perderlos; y efectivamente fue aquella una época en la que todo parecía dar a entender que Dios había decidido abandonar a su Iglesia, una vez que la Iglesia ya había comenzado a abandonarlo a Él.

Con respecto al tema de los Sacerdotes obreros la polémica quedaba bien servida. Tanto los creadores de la institución como sus numerosos partidarios (la realidad histórica demuestra que no hubo detractores) estaban convencidos de que un sacerdote que abandonara su ministerio, trabajando como obrero como uno más entre otros obreros marxistas, estaría mejor capacitado para dar testimonio de su sacerdocio y de la verdad del Cristianismo. Los resultados, sin embargo, no respondieron a tales esperanzas. La verdad es que los obreros marxistas no vieron en estos sacerdotes sino a obreros trabajando como obreros; o en todo caso, a unos curas que se habían desengañado de su oficio y habían preferido ser obreros. Lo cual, si bien se examina, parece una consecuencia lógica. Pues testimoniar no es otra cosa que mostrar una realidad a la vista de todos a fin de dejar clara una evidencia, donde lo que realmente queda patente es aquello que se ve. Si consiste en mostrar algo para que se vea, eso es precisamente —lo que se ve, y no otra cosa— lo percibido por los que contemplan.

Una enorme cantidad de estudios, Documentos, Cartas Pastorales de Obispos, Encíclicas papales, conferencias, cursos y ponencias, etc., etc., acerca de la Doctrina Social de la Iglesia agotaron el ámbito de la Pastoral de la Iglesia durante la segunda mitad del siglo XX. Durante mucho tiempo la Doctrina Social de la Iglesia fue considerada como la única solución a los problemas sociales de la Humanidad; aunque en la actualidad, ya en la segunda década del siglo XXI, no está siendo objeto de más atención que la de algunas escasas alusiones que todavía aparecen por alguna parte.[2]

Pero el problema de la Doctrina Social de la Iglesia radica en su extraordinaria prolijidad y su inmensa complejidad. Todo un mar de obras y de publicaciones han tratado de explicarla mediante infinidad de teorías y de incontables Documentos ad casum. Incluso las Pastorales Episcopales, en un intento tal vez de rivalizar con las Encíclicas Papales, inundaron la Iglesia con las aportaciones con las que cada Obispo, o cada experto asesor o teólogo, creyeron haber encontrado la clave de la piedra filosofal como el gran remedio a las convulsiones sociales. Ni que decir tiene que las soluciones no siempre furon concordantes y sí a veces contradictorias; cosa esta última explicable si se tienen en cuenta, tanto el inmenso número de las publicaciones como la complejidad y variedad de las contribuciones. Todas las cuales consiguieron levantar el inmenso edificio de una Doctrina Social de la Iglesia que, en definitiva, muy pocos han logrado asumir en su totalidad y todavía menos conseguido entender.

Jesucristo fue requerido en cierta ocasión por un cierto individuo para que interviniera en un reparto de herencias. A lo que Él respondió: Hombre, ¿quién me ha constituido a mí juez o encargado de repartir entre vosotros?[3] Y en otra ocasión pronunció una clara y contundente sentencia: Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.[4]

Y tal como siempre sucede en los acontecimientos importantes de la Historia de la Iglesia, también aquí tendrán que pasar muchos años hasta que el largo período de excesiva atención a la cuestión social —hasta el punto de constituirla en el centro casi exclusivo de su Pastoral— pueda ser estudiado serenamente. Hoy día puede sonar a escándalo asegurar que tanta atención quizá pudo pecar de exagerada; o que la Iglesia en este caso erró el tiro al apuntar al objetivo, como el cazador que dispara y no logra hacerse con la pieza.

Pero a veces los hombres se equivocan cuando las cuestiones simples las convierten en complicadas o las cuestiones complicadas las convierten en simples. Con respecto a la cuestión social, resulta difícil imaginar que el problema que aborda no se encuentre suficientemente contemplado en el Evangelio. El cual contiene la Doctrina de Jesucristo, dirigida a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos y abarcando en ella, para quien quiera leer —el que lea, entienda, decía Jesucristo—, todos los problemas que pueden afectar a su conducta y convivencia, junto a las pertinentes soluciones. Es posible que sólo fuera necesario, a fin de encontrar la clave correcta de tan debatida cuestión, leer la Escritura y creer en ella como Palabra de Dios revelada.

Desgraciadamente, sin embargo, fueron muchos los que pensaron que el Evangelio era insuficiente. Por lo que creyeron necesario completarlo y atender así a las nuevas y complejas relaciones surgidas entre los hombres, tal como venían a exigirlo las nuevas corrientes de pensamiento.

Que la Historia es Maestra de la vida, o que la Historia se repite, son expresiones que están en la boca de todos pero a las que nadie atiende.

San Francisco de Asís, que vivió en la encrucijada de los siglos XII y XIII, tuvo que enfrentarse con este problema. Hombre fervoroso y enamorado de Jesucristo creyó firmemente en todas sus Palabras e intentó trasladarlas a su propia vida: así, sin más ni más y al pie de la letra. De ahí la redacción que hizo de la Regla para su Orden, para lo cual transcribió fielmente el Evangelio sin apenas otras explicaciones, que él hubiera considerado innecesarias convencido como estaba de que nada había que añadir ni suprimir a la Palabra de Dios. Como si el Evangelio fuera insuficiente en algo o, por el contrario, anduviera sobrado de elementos superfluos, reiterativos u obsoletos.

Y como era de esperar, al pobre San Francisco se le vino el mundo encima. Le llovieron advertencias y numerosos avisos aconsejándole moderación. Empezando por los del mismo Papa y continuando por los de sus propios frailes. La vida monástica tal como él la había programado —le decían— era demasiado difícil y su adaptación a las posibilidades de un ser humano prácticamente imposible; dada la tremenda dureza y la excesiva austeridad que la acompañaban y que no la hacían aconsejable para las débiles fuerzas de la humana naturaleza. En cuanto a la copia demasiado literal de los preceptos evangélicos tal como habían sido trasladados a la Regula, todo era fruto de una interpretación exagerada y demasiado realista de las enseñanzas de Jesucristo.

El Santo se vio obligado a escribir repetidas redacciones de la primera Regla, cada vez más mitigadas y sin que ninguna de ellas lograra satisfacer los gustos del complicado entorno eclesiástico que lo rodeaba. La humildad del Santo soportó pacientemente todas las contradicciones, aunque la situación se hizo tan difícil que el Papa creyó conveniente nombrar al Cardenal Hugolino como Cardenal Protector de la Orden —eufemismo que encubría sus verdaderas funciones de vigilancia y moderación—. Queda para la Historia averiguar si el oficio del Cardenal consistía en proteger a San Francisco del curso de los acontecimientos…, o en proteger a los acontecimientos de los sueños de quien se había tomado en serio las palabras del Evangelio.

Es posible que nunca llegue a desentrañarse el misterio de esta historia. ¿Fue realmente el Santo tan radical en su interpretación del Evangelio…? Y la respuesta —si acaso es posible encontrar alguna— quizá solamente pueda hallarse a la luz de la oración, en la que la luz del Espíritu conduce a la serena meditación de las enseñanzas de Jesucristo. Solamente así se llegaría a comprender que las Palabras de Jesucristo, queson espíritu y son vida,[5] necesitan ser oídas con espíritu de fe y sin adiciones ni sustracciones humanas; las cuales no serían otra cosa que una interpretación de la voz de Dios según las apetencias de una naturaleza humana no siempre dispuesta a negarse a sí misma.

El inmenso mar de doctrinas del pantagruélico Cuerpo de la Doctrina Social de la Iglesia, incluso aceptando que estuvo animado por las mejores intenciones de unos y de otros, se convirtió en un farragosoapéndice a las Palabras de Jesucristo. ¿Es que acaso habían sido insuficientes tales Enseñanzas? Por supuesto que habrá quien diga que había necesidad de explicarlas, a fin de aplicarlas a las nuevas situaciones que se iban presentando y aportando para lo cual razones que podrán parecer más o menos convincentes. Aunque todavía existen cristianos que no dejan de alarmarse cuando oyen hablar de la necesidad de aplicar y adaptar a un determinado momento histórico las palabras de la Revelación. Y seguramente con sobrada razón, puesto que todo parece apuntar a los vientos que anuncian las doctrinas historicistas, recogidas definitivamente por la herejía modernista para extenderlas por toda la Iglesia.

Siempre ocurre lo mismo, una y otra vez. Cuando el ser humano cree haber descubierto que preocuparse de las relaciones entre los hombres es más importante que poner el cuidado en las relaciones de amor entre Dios y el hombre…, cuando eso efectivamente sucede, es que el fantasma del Desastre ha hecho su aparición anunciando el comienzo de los infortunios.

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez

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[1] Aunque parezca una paradoja, es la debilidad y falta de fundamentos de su Fe lo que los conduce a sus posiciones extremistas. Sucede que ciertas actitudes humanas equivocadas se caracterizan porque se sitúan a uno u otro extremo del término medio de la verdad; como la presunción y la desesperación, que son pecados contra la virtud de la esperanza: el uno por exceso y el otro por defecto. La verdadera devoción al Papa, por ejemplo, se encuentra en un punto equidistante entre dos opuestos: la de los papólatras y la de quienes niegan su adhesión al Vicario de Cristo, como los sedevacantistas u otros semejantes.

[2] Como las del Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si, fundamentada, según él, en la Doctrina Social de la Iglesia.

[3] Lc 12:14.

[4] Mt 6:33.

[5] Jn 6:63.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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