Avisos de Dios a la Europa infiel

Las dos grandes catástrofes que en han azotado en estos últimos días el norte de África –primero el terremoto de Marruecos y luego el huracán que rompió dos embalses en Libia– han ocasionado millares de víctimas, luto y devastación de toda clase. En Occidente, los canales de TV e internet las escenas de dolor han servido de contrapunto a la voz de los expertos en meteorología, geología y climatología. Pero en ningún momento se ha oído pronunciar el nombre de Dios. Él ha sido el gran ausente en estos dramas, como si nombrarlo o asociar su nombre a estas desgracias fuese una blasfemia. Para la cultura dominante en Occidente, Dios no existe, y si existe le tiene sin cuidado el mundo. Ahora bien, si Dios es el Creador del universo, la causa primera de cuanto existe, nada puede escapar a su gobierno. Dios no se desentiende de sus criaturas. El interés de Dios por la creación, su gobierno de las criaturas, son lo que imprime orden al universo y es lo que llamamos   propiamente   Divina Providencia. Dios provee con amor y con fuerza en todos los ámbitos de la creación, hasta en los más mínimos detalles. Lo dice el Evangelio al afirmar que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados. (Lc, 12, 1-7).

Eso no disminuye a Dios; al contrario, constituye una prueba de su grandeza. Precisamente por ser infinito puede Dios hacerse cargo de los detalles más ínfimos de la creación sin la menor merma para Él. Si algo escapara a su acción creadora y conservadora, Él no sería Dios.

Quienes niegan a Dios, los ateos y los laicistas acérrimos, así como los que sin profesar el ateísmo viven en la práctica como ateos, son incapaces de concebir que haya una Providencia y la sustituyen por la ciencia. Las catástrofes obedecerían a fuerzas fatales, ya que dependerían de las leyes de la naturaleza. La interpretación de los sucesos la dejan en manos de los científicos: los médicos y virólogos en el caso de las pandemias, o los geólogos y climatólogos en lo relativo a terremotos y huracanes. Olvidan o desconocen que es Dios quien dispone el mecanismo de las fuerzas y leyes de la naturaleza a fin de producir fenómenos conforme a las exigencias de su justicia o su misericordia. Al igual que las epidemias, los terremotos se ajustan a las leyes de la naturaleza, que los científicos deben investigar, pero el autor de la naturaleza y de sus leyes es Dios, que mantiene en perfecto equilibrio el orden físico y natural y en sus misteriosos designios quiere a veces suspender ese equilibrio, pero siempre por un motivo.

Cuanto sucede en el universo es voluntad de Dios, con excepción del mal moral, que es el único mal verdadero, y que Dios permite porque el hombre fue creado con libertad para hacer el bien o el mal, para amar a Dios o rechazarlo. El mal moral, al que conocemos como pecado, no es otra cosa que nuestra negativa a reconocer a Dios como nuestro principio y fin último. En cuanto al mal moral, no consiste en otra cosa que en el misterio de la criatura que se rebela contra su Creador, que se proclama autosuficiente, independiente, cuando no tiene la menor posibilidad de hacer nada, porque todo lo que somos depende de Dios y sin Él no podemos hacer nada.

Los terremotos y todos los cataclismos, que son males físicos y no morales porque son ajenos a la voluntad humana, dependen de la voluntad de Dios, y como Él sólo desea el bien para sus criaturas, poseen un sentido que el hombre tiene que procurar entender.

La Iglesia y el pueblo cristiano siempre han atribuido un sentido a las calamidades naturales: son advertencias, avisos. ¿Qué dice Dios al hombre con estos sucesos? Quiere recordarle que todo puede terminar dramáticamente en un abrir y cerrar de ojos, porque el fin último de nuestra vida no es terreno sino inmortal. La tierra es un lugar de exilio, y con mucha facilidad olvidamos que nuestra verdadera patria es el Cielo. El mal, el dolor y el sufrimiento abren con frecuencia los ojos a los hombres y los conducen a Dios. Su razón última queda sintetizada en una frase de Santo Tomás de Aquino: «Los males que nos acosan en este mundo nos impulsan a dirigirnos a Dios» (Summa Theologica, I, q. 21 a. 4 ad 3).

Esto se puede aplicar al mal físico, independientemente de la voluntad de los hombres, pero también al mal moral que cometen con su libre albedrío. Cuando Dios castiga a los hombres en este mundo por sus pecados individuales o colectivos, lo hace para encaminarlos hacia Él. Ése es el objeto de los grandes castigos divinos que han acompañado siempre la historia de la humanidad. Debemos esforzarnos por descubrir tras los terremotos, enfermedades y guerras los designios de Dios ocultos bajo las ciegas fuerzas de la naturaleza. Quien no percibe la voz de Dios en todo lo que no depende de nuestra voluntad, empezando por las catástrofes naturales que nos rodean, es un frívolo. Y quien no cree en los castigos divinos, o no los teme, es frívolo e insensato, pues le falta el temor de Dios, que es el principio de toda sabiduría.

Las catástrofes que han azotado el Magreb en este mes de septiembre son la secuela del terrible sismo que sacudió Turquía en febrero de este año. Todo esto ha sucedido al otro lado del Mediterráneo, en los confines de Europa, mientras en su límite nororiental se libra una guerra destructiva entre Rusia y Ucrania. Se diría que un cerco de dolor ciñe la Europa infiel. Parece ser una de las últimas amonestaciones de Dios ante los ultrajes de que es objeto cada día en el mundo. Es hora de reflexionar. El castigo no es sólo la guerra que podría extenderse a toda Europa, sino una serie de devastadores desastres naturales que serían el dramático epílogo de una obstinación humana que el Soberano del Cielo y de la Tierra, de paciencia y misericordia infinita, pero también infaliblemente justo, lleva demasiado tiempo soportando.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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