Uno de los actos de piedad y devoción más destacados que pueden realizar los católicos en su vida diaria es quedarse en el banco una vez terminada la Misa para dar gracias a Dios.
Está costumbre no tardó en surgir entre el pueblo cristiano, que era consciente del Huésped tan importante al que acababa de recibir en su cuerpo y su alma con el regalo del pan y el vino consagrados; no un alimento mundano común y corriente sino el alimento de la inmortalidad, el propio Jesucristo, «la resurrección y la vida» (Jn.11, 25). ¿Puede haber honor mayor que para el bautizado que acercarse a tan tremendo banquete en estado de gracia y acoger al Señor del Cielo y de la Tierra, que se ha dignado hacerse carne y poner su morada entre nosotros (cf. Jn.1,14).
Con el paso del tiempo, recibir la Sagrada Comunión se entendió como algo íntimamente ligado a la acción de gracias a Nuestro Señor, verdadera y sustancialmente presente en la Santísima Eucaristía, palabra que, como se nos suele recordar, significa precisamente acción de gracias. ¿No sería bien extraño que dedicáramos mucho tiempo a preparar la llegada de Alguien que es a la vez un dignatario importante y el mejor de los amigos, como hacemos desde el comienzo de la Misa hasta la Comunión, y luego, una vez que lo viéramos, saliésemos disparados a ocuparnos de asuntos de mucha menor importancia?
Lógicamente, no siempre es posible quedarse después de la Misa. A veces los niños protestan, o bien la Misa ha durado más de lo que se esperaba, o estamos constreñidos por un apretado horario laboral. De todos modos, siempre que podamos quedarnos un poco de tiempo después de la Misa, deberíamos hacerlo; ciertamente es un requisito para progresar en la santidad, la gratitud y la virtud, para superar el pecado y cultivar la amistad con Dios. Por eso el decreto Sacra Tridentina Synodus de 1905, publicado a pedido de Su Santidad San Pío X, especifica la importancia de la suficiente preparación y de la acción de gracias como condiciones para la recepción frecuente y fructífera de la Sagrada Comunión (en ese artículo de LifeSiteNews se encontrarán más detalles).
Que yo sepa, nadie ha escrito de forma más conmovedora sobre este deber de amor y este verdadero privilegio de intimidad que Santo Tomás Moro, que padeció mucho por su fidelidad a la Iglesia Católica, y por supuesto no habría sido capaz de soportar su prolongado encarcelamiento ni las numerosas tentaciones a las que constantemente se lo sometía de no haber tenido una profunda unión espiritual con Cristo Eucaristía, a quien había recibido con inmensa devoción. Veamos un pasaje de su obra Tratado del Cuerpo Santo:
Cuando hemos recibido la Santa Comunión y tenemos al Señor en el cuerpo, no lo dejemos solo. No nos vayamos simplemente a ocuparnos de otras cosas, olvidándonos de Él. Si uno atendiera de esa manera a un invitado especial sería un pésimo anfitrión. Démosle al Señor la atención y el amor que merece. Hablémosle con una oración sincera y conversemos con Él en una devota meditación. Digamos con el profeta: «Audiam quid loquatur in me Dominus», «Yo escucho lo que dice Dios» (Salmo 85, 9). Ciertamente, si dejamos todo lo demás de la lado para atenderlo a Él, no dejará de inspirarnos hablándonos al corazón cosas buenas que serán de gran provecho y consuelo espiritual para nuestra alma.
Seamos como Marta, para que toda nuestra actividad exterior esté dedicada a Él, a darle la bienvenida con amor y, por amor a Él, también a quienes lo acompañan, vale decir, los pobres. El Señor considera que cada uno de ellos es no sólo su discípulo, sino Él mismo. Por eso dice: «Os aseguro que todo lo que hicisteis por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicisteis» (Mateo 25,40). Y sentémonos también con María, la hermana de Marta, haciendo meditación devota y escuchando con atención lo que nos dice el Señor, nuestro santo Huésped.
Este tiempo de oración es una oportunidad privilegiada: Él, nuestro Creador, que nos dio el ser y a quien hemos ofendido con nuestros pecados y que puede condenarnos o salvarnos, es el mismo que ha venido a ser nuestro Huésped, por su inmensa bondad. Él está personalmente presente en nuestro interior con el único fin de que le pidamos perdón y así Él pueda salvarnos. No perdamos, pues, este momento ni dejemos que pase la ocasión. No podemos tener la absoluta seguridad de que volveremos a recibirlo en el futuro. Tratemos de que Él permanezca en nosotros y digámosle, como los dos discípulos de Emaús, «¡Quédate con nosotros, Señor!» (Lucas 24,29). Así estaremos seguros de que Él no se irá de nuestro lado a menos que nosotros mismos lo rechacemos.
Cabe añadir que también es conveniente quedarse un rato dando gracias aunque no hayamos recibido la Sagrada Comunión. Ya imagino el desconcierto del lector. En ese caso, ¿para qué quedarse a dar gracias?
Uno de los errores más extendidos en nuestro es que se va a Misa para comulgar. Hasta tal punto que se ve raro oír Misa y no comulgar. Esto, como es natural, ha dado lugar a una situación en la que casi todo el mundo comulga, y eso que no se puede dar por sentado que todo el mundo esté en gracia de Dios, habiendo hecho examen de conciencia y confesado.
Es indudable que la unión de los miembros del Cuerpo Místico con su Cabeza está incluida efectivamente en la finalidad de la Misa; Nuestro Señor entregó su Cuerpo y su Sangre para que tengamos una unión más íntima con Él. Pero también podemos comulgar sin asistir a Misa, como cuando se lleva la Comunión a un enfermo hospitalizado, o a los soldados que están en el campo de batalla. La finalidad principal e intrínseca de la Misa en sí es adorar, alabar, expiar y suplicar a la Santísima Trinidad. Es el acto perfecto de culto a Dios, gracias al cual el Padre se agrada del Hijo. Mediante ese sacrificio, la Iglesia militante recibe un derramamiento de gracia, la triunfante aumenta su alegría y la purgante alivia sus penas.
Antiguamente se entendía mejor el valor intrínseco de la Misa, cuando la gente hablaba de asistir a Misa*. Con nuestra presencia y nuestra oración personal unida al Santo Sacrificio, asistimos a un derramamiento de gracia, un aumento de gracia y un alivio de sufrimientos. Dicho de otra manera: ya es una gran bendición para nosotros estar presentes cuando se celebra tan augusto Misterio, tan dignísima Ofrenda. [*Nota del traductor.: Aunque en español no haya una expresión semejante que ya no se use (por eso la hemos traducido literalmente, aunque no sea raro decirlo de esa manera), el equivalente más apropiado en cuanto a un cambio de expresión sería tal vez la reciente costumbre de llamar Eucaristía a la Misa, que felizmente no ha arraigado mucho entre los fieles, pero es de uso muy frecuente hoy en día por parte de muchos sacerdotes y en los medios de difusión. Ciertamente la Eucaristía es una parte fundamental de la Misa, y uno de los cuatro fines de la Misa es el eucarístico (aunque el sentido en este caso es acción de gracias), pero también se puede oír Misa y no comulgar, y recibir la Eucaristía sin haber oído Misa.]
Aunque, por así decirlo, el Santo Sacrificio de la Misa no nos reportara ningún otro beneficio, ya nos daría de por sí motivo para una vida entera –no digamos una eternidad– de acción de gracias. La comunión que disfrutaremos con Dios en el Cielo será tan perfecta que no habrá más necesidad de sacramentos, y sin embargo el Cuerpo Místico seguirá existiendo: el Hijo sigue ofreciendo su divina humanidad y sus santas llagas al Padre mientras nosotros nos ofrecemos juntamente con Él.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)