El mundo se conmueve por los niños que mueren a causa de las bombas en Palestina, pero no derrama lágrimas por la pequeña Indi, condenada a muerte en Gran Bretaña por las autoridades estatales contraviniendo la voluntad de sus padres. ¿Cómo puede suceder algo así? Porque sólo se considera la vida en sus aspectos materiales y utilitaristas. Se olvida que todo hombre, aunque tenga una lesión cerebral, vive porque tiene alma, y en tanto que tiene alma posee una dignidad intocable a la que es inherente el derecho a la vida.
Una de las razones por las que un ser humano inocente puede ser condenado a muerte hay que atribuirla al concepto de muerte cerebral, surgido en 1968, cuando una universidad de EE.UU., la de Harvard, propuso una auténtica revolución antropológica.
Hasta aquella fecha, los médicos tenían la obligación de comprobar que se había producido la muerte, identificando las causas pero no el momento preciso. Se determinaba verificando que habían cesado las funciones vitales: respiración, circulación de la sangre y actividad del sistema nervioso.
En agosto de 1968, la facultad de medicina de Harvard propuso un nuevo criterio de certificación de la muerte basado en criterios exclusivamente neurológicos: el cese definitivo de las funciones del cerebro, al que denominó coma irreversible.
Existe una estrecha relación entre la definición de muerte cerebral propuesta por la facultad de medicina de Harvard en el verano de 1968 y el primer trasplante de corazón realizado por Christian Barnard en diciembre del año anterior.
Los trasplantes de corazón requerían que el corazón del donante no hubiera dejado de latir. Es decir, que según los cánones de la medicina tradicional aún estuviese vivo. En tal caso, trasplantar era equivalente a eliminar una vida humana, aunque fuera con una buena finalidad. La ciencia planteaba un dramático dilema a la moral: ¿era lícito eliminar a un enfermo, así estuviese desahuciado o fuera incurable, a fin de salvar una vida de más calidad?
Ante esta alternativa, que imponía un reñido enfrentamiento entre dos teorías morales, la tradicional y la neoultrautilitarista, la Universidad de Harvard asumió la tarea de redefinir el concepto de muerte a fin de abrir el camino a los trasplantes solventando el problema ético.
Si se quería superar el problema y continuar por la senda de los trasplantes, que salvaría muchas vidas humanas, pero también se auguraba sumamente lucrativa para la profesión médica y la industria farmacéutica, cabían dos posibilidades: o modificar la ley moral legalizando el asesinato de inocentes, o cambiar el criterio para verificar la defunción definiendo como muerto a quien hasta ese momento la ciencia consideraba vivo.
La primera opción consistía en alterar la ley moral tradicional, que no permite matar a un inocente, en nombre de una nueva ética utilitarista. La segunda, redefinía el concepto de vida al afirmar que la persona a la que se elimina no es un ser humano.
La nueva definición de la muerte propuesta por la Universidad de Harvard fue aceptada en casi todos los estados del país, y no tardaron en aceptarse también en la mayoría de los países supuestamente desarrollados. Aquí en Italia se efectuó esta revolución mediante la ley del 29 de diciembre de 1993, nº 578, cuyo artículo 1 reza: «Se determina la muerte por el cese irreversible de todas las funciones cerebrales».
Se trataba de una revolución antropológica, porque identificar la muerte con el cese de todas las funciones del cerebro equivale a negar la existencia de un alma espiritual como principio vital del cuerpo, así como a identificar la vida con la actividad fisiológica del cerebro. El hombre queda reducido a un organismo corpóreo, y el principio vital de dicho organismo se ubica en la actividad cerebral. Es ni más ni menos aquel concepto filosófico que reduce el pensamiento, la conciencia y toda actividad espiritual a meros productos del cerebro humano.
De ahí que hoy en día, para justificar la eliminación de una persona con daño cerebral irreversible se recurra a una ética utilitarista según la cual, si es conveniente para la sociedad, se puede eliminar a un ser humano. Dicho de otro modo: se niega la coexistencia del individuo biológico y el individuo humano, afirmando que dado que el hombre es un animal racional, o sea un animal de naturaleza racional, cuando falta la racionalidad –como es el caso de los embriones y de los fetos que aún no tienen autoconciencia, así como de los niños anancefálicos y las personas que padecen muerte cerebral, es lícito matar a un hombre ya que es un ser vivo que carece de racionalidad.
En realidad, tanto la ciencia como la filosofía demuestran que la irreversibilidad de la pérdida de las funciones cerebrales verificada por un encefalograma plano no prueba la muerte de la persona. Quien desee profundizar en tan importante cuestión puede leer el libro Finis Vitae. La morte cerebrale è ancora vita?, editado conjuntamente por el Consejo Nacional de Investigación de Italia y la editorial Rubettino (Soveria Mannelli 2008) con los aportes de dieciocho estudiosos de diversos países.
La vida y la muerte no son creaciones artificiales ni se producen en laboratorio. Da comienzo la vida cuando Dios infunde el alma en el cuerpo, y concluye cuando el cuerpo se separa del alma. El principio vital del cuerpo no es el cerebro, que está destinado a corromperse con el cuerpo, sino el alma, que es una realidad incorpórea, inmaterial, espiritual, y por tanto, incorruptible y eterna. El hombre tiene alma, y esa alma está destinada a la eternidad. Tengámoslo siempre presente.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)