I. En el Misal Romano (ed. 1962) este primer domingo después de Pascua recibe el nombre de «Domingo “in albis” en la Octava de Pascua».
Los liturgistas explican el origen de esta denominación en referencia a los ritos de la Iglesia romana en los primeros siglos de la cristianización del Imperio. A los que habían recibido el bautismo en la noche de Pascua, se les entregaba una vestidura blanca y un cirio encendido, signos de la inocencia y de la gracia que habían de conservar hasta la vida eterna con sus buenas obras. Ambos ritos se mantienen en la administración del Sacramento del Bautismo y van acompañados de estas palabras:
– «Recibe la vestidura blanca que puedas llevar inmaculada ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo, para que obtengas la vida eterna»
– «Recibe esta candela encendida, y guarda irreprensiblemente tu Bautismo; observa los mandamientos divinos, para que, cuando el Señor viniere a las celestiales bodas, puedas salir a su encuentro juntamente con todos los Santos en el cielo, y vivas por los siglos de los siglos»[1].
Durante toda la semana, los neófitos asistían a Misa vestidos de blanco y por la tarde organizaban una procesión a la pila bautismal. El sábado después de Pascua dejaban allí sus vestiduras y al día siguiente asistían por primera vez a los oficios litúrgicos con sus trajes ordinarios: «lo cual significaba que en adelante se los consideraba cristianos mayores que habían prometido guardar las promesas del bautismo fielmente hasta la muerte»[2]. A ello alude la antífona del introito de la Misa: «Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada, [para que con ella vayáis progresando en la salvación]» (1Pe 2, 2). El cristiano ha renacido en las aguas bautismales y necesita un alimento espiritual en el seno de la Iglesia que es la Eucaristía. Ella nos sostiene en la peregrinación por este mundo y nos permite llegar a la plenitud de la vida eterna como prenda que es de la resurrección y de la vida. En la Epístola (1Jn 5, 4-10) vemos significados los tres sacramentos de la noche pascual: el bautismo (el agua), la Eucaristía (la sangre) y la Confirmación (el Espíritu). «En esta frase “Cristo no vino sólo por el agua, sino también por el agua y por la sangre”, la Iglesia quiere expresar su tema predilecto: el bautismo solo no hace al cristiano completo, sino el bautismo y la Eucaristía»[3].
II. El Evangelio (Jn 20, 19-31) nos relata dos apariciones de Jesús resucitado que se ubican con precisión en el tiempo: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana», que nosotros llamamos “día del Señor” o “domingo” (= “dies domini”) y, nuevamente en el mismo lugar: «a los ocho días».
El domingo, día de la Resurrección, desde los tiempos apostólicos sustituyó entre los cristianos al sábado, día santo del Antiguo Testamento. Ya en el sal 117, 24 se habla del «día que hizo el Señor» que en sentido acomodaticio se aplica a la Pascua y en Ap 1, 10 la visión de san Juan se sitúa en el «día del Señor»[4], primera mención expresa del domingo cristiano. La Didajé afirma que los cristianos se reunían el domingo para la fracción del pan. Y san Ignacio de Antioquía invita a vivir: «no sabatizando, sino según el día dominical»[5].
El domingo es, por tanto, la forma original de la celebración periódica del misterio de la Resurrección del Señor, incluso históricamente anterior a la fiesta anual de Pascua que dará origen a la estructura del Año Litúrgico. En realidad, la celebración del domingo en la semana viene a ser lo que es la celebración de la fiesta de Pascua en el año litúrgico.
«Como la Pascua, el domingo es también una teofanía, una manifestación del Señor a los suyos (Jn 20,1.19.26). Cada domingo, el Señor resucitado se aparece a los suyos in mysterio, bajo el velo del sacramento. Él se manifiesta auténticamente a la asamblea de los fieles y les otorga sus gracias pascuales»[6].
Celebrar el domingo, santificar el día del Señor, es comenzar a vivir verdaderamente la vida del cielo en contacto vivificante con Cristo mediante la celebración Eucarística que es fundamentalmente un “encuentro” con el Señor resucitado.
Y ese encuentro es posible porque después de su Resurrección, Jesucristo vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo está realmente presente en medio de nosotros y nos invita a participar en la nueva vida de la gracia que Él nos mereció y alcanzó con su muerte. No es una figura que pasó, que tuvo un lugar en el tiempo y en el espacio pero se fue, dejándonos a lo sumo un recuerdo cada vez más desdibujado sino que sigue siendo aquel «Dios-con-nosotros» anunciado por los profetas (Mt 1, 23).
– Ante todo, presente en la Eucaristía, sacramento en el cual se contiene verdadera, real y sustancialmente su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo las especies del pan y del vino, para nuestro alimento espiritual.
– Presente en su Iglesia. Permanece en los sacramentos, en la predicación, en su obra de santificación… Al enviar a sus once apóstoles a anunciar el Evangelio y establecer la Iglesia en todo el mundo, les garantiza «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20).
– Presente en el cristiano en estado de gracia. Por medio del Bautismo, se nos ha comunicado una nueva vida que nos hace hijos de Dios mediante nuestra unión con Cristo. Y esa unión vital (que Jesús compara con la vid y los sarmientos: Jn 15, 5) es obra de la gracia santificante que hace de nosotros miembros de su Cuerpo místico. De manera que podemos decir, como san Pablo: «es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
Es la fe la que nos lleva a reconocer esta presencia de Cristo como Dios, a verle como nuestro Salvador, a identificarnos con Él, actuando como Él. Después de mostrar sus llagas al apóstol santo Tomás y de escuchar su profesión de fe («¡Señor mío y Dios mío!»), Jesús resucitado le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Esta última sentencia se refiere también a nosotros «que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Sí, en ella se nos designa a nosotros, pero con tal que nuestras obras se conformen a nuestra fe, pues quien cumple en la práctica lo que cree, ése es el que cree de verdad»[7].
La Resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra esperanza. Unidos a Él por la gracia, confiamos estar para siempre en la Gloria en compañía de Aquel a quien hemos conocido, hemos amado y de cuya vida divina hemos empezado a participar desde el día de nuestro bautismo por su obra en nuestras almas.
[1] Cfr. Agustín ROJO DEL POZO, Los sacramentos y su liturgia. Explicación histórica, teológica y mística, Madrid: Editorial Luz, 1946, 135-138.
[2] Pius PARSCH, El Año Litúrgico, Barcelona: Herder, 1964, 282.
[3] Ibíd. 283.
[4] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in loc. cit.
[5] Cfr. José SALGUERO, Biblia comentada, vol. 8, Epístolas católicas. Apocalipsis, Madrid: BAC, 1965, 335-336.
[6] Manuel GARRIDO BOÑANO, Curso de Liturgia romana, Madrid: BAC, 1961, 495.
[7] SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 26.