Guerra en el corazón humano

No consigo entender del todo, y la cabeza me la he roto meditando lo suyo acerca de estas cuestiones, la vertiente bélica de la vida humana, o más exactamente, el combate íntimo del hombre consigo mismo, su lidia con las pasiones y su afán por completarse.

Se me antoja incuestionable que vivir es pugna y lucha, pero se me escapan los motivos profundos de estas hostilidades.

Soy consciente de que la existencia es guerra, contienda y penumbra. Cualquier ascesis me resulta violenta y contranatura, al tiempo que el instinto me advierte que es mejor la mesura que la euforia y el exceso. ¿A qué se debe esta reyerta interna? ¿Cómo es que el hombre no encuentra equilibrio y se debate siempre entre fuerzas opuestas? Para mí estas cuestiones siguen suponiendo hoy un gran misterio.

De un lado los impulsos y apetitos, malcriados, mal gobernados y opresivos, amenazan con asaltar la voluntad y hacer al hombre prisionero del placer y los caprichos. Estos estímulos son los cantos de sirena que ofrece el mundo: pompas y brillos, promesas estériles y espejismos, guirnaldas fugaces, ruido, confusión e inigualable colorido. Del otro lado la tendencia a la renuncia, la abnegación, la privación, el sacrificio. El freno, la contención, la represión de los sentidos. Por un oído clama el Ángel Caído, que quiere al hombre pesado, enraizado en la tierra, ebrio por deseos que nunca acaban de satisfacerlo del todo; por el otro oído un mediador divino plantea una ascensión del espíritu, una expedición en apariencia inhumana donde el cuerpo sufre los rigores de la escalada, y pasa hambre, sed y frío.

Por eso el corazón humano equivale a un péndulo agitado por vehementes contradicciones. Unas veces movido por el soplo del espíritu, otras domado por el deseo del organismo.  ¿Se requiere, pues, el justo medio, el equilibrio, o es preferible la desproporción, vivir al máximo, al día, llevando al extremo el principio del carpe diem?

Con frecuencia me he ayudado de experiencias universales para tratar de dilucidar el sentido o sinsentido del existir humano. Y enseguida me he percatado de verdades que no tienen posible réplica. Una de ellas es que no se consigue nada elevado o importante en la vida sin esfuerzo o sacrificio. Inmediatamente después he comprendido que sólo una acción meritoria puede hacer que tengan valor las cosas. Esto significa que existe un modo recto de proceder y que vivir no carece de sentido. Pero nunca suelo llegar mucho más lejos. Sé, sin embargo, que con la luz de la Biblia se puede esclarecer en buena medida el misterio.

De acuerdo con la Sagrada Escritura la caída de Adán y Eva abrió un abismo entre Dios y su principal criatura. A partir del pecado de la primera pareja, el corazón humano sufrió un vuelco lamentable. Y de aquel oscuro acto, claro está, perduraron secuelas terribles.

Al romper su relación con Dios, el hombre vio cómo su brújula enloquecía; el hombre ya no tenía como referencia el inmenso faro de Dios para encontrar su rumbo. Quiso ir por libre, viajar solo, y acabó perdido. Y ese estado en efecto avinagró su carácter, ensombreció su mirada, endureció su corazón, lo aisló de los demás seres y lo convirtió en un animal rencoroso y agresivo.

Frutos de esta enemistad con Dios son la necedad, el sufrimiento y la muerte. Consecuencias que todo hombre padece, ya viva con la idea de que morir no es más que un trámite, ya con la seguridad de que la muerte todo lo vence. No es fácil determinar la justicia de estos efectos, en primer lugar porque no es posible valorar el alcance de la transgresión de los primeros padres. Y en última instancia porque la razón humana tiene sus propios límites. Sin embargo, sí enseñan las Escrituras que el Diablo fue condenado eternamente por un solo pecado. Uno sólo. El hombre, en cambio, corrió mejor suerte al ser por fin encontrado, pues estaba indudablemente perdido. Para eso Dios envió a su Hijo: para rescatar al hombre de su extravió mostrándole el camino de vuelta a casa. En fin, la Sagrada Escritura habla de un drama gigantesco, de una contienda que dura ya demasiado tiempo.

El hombre ciertamente ha sido invitado otra vez al hogar del que procedía. Ya conoce el camino. Sólo ha de querer transitarlo y llegar a la meta. Sin embargo, se le ha dicho que entre «por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y amplia es la senda que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella». Se abre paso una vez más la imagen del péndulo, o la idea de los dos caminos, señalando que el camino que lleva al Reino de Dios es costoso, y que las decisiones que tomamos en la vida nos sitúan en una u otra senda.

Pues bien, sólo en el marco de este drama gigantesco la opción de Dios se revela como una guerra del alma. Ya no será posible entender este desorden del corazón humano más allá de los márgenes bélicos de este marco teológico.

La felicidad eterna ha de ser pretendida. Y conseguirla exige, al parecer, una prueba perpetua. Se trata de librar un combate a solas con Dios. Como lo libró a solas Jacob con el ángel.

Por lo que sabemos Jacob peleó con Dios hasta el alba. Y no lo soltó hasta que el Señor lo bendijo. Jacob había superado la prueba. Pelear, saber sufrir, insistir, estar en presencia de Dios y anhelar que nos bendiga. Esa parece ser la idea. Para progresar por la senda estrecha, a pesar de los enemigos, no hay más alternativa que la bendición de Dios, única manera, pues, de superar una y otra vez las pruebas que nos llegan. Jacob al superar la suya fue transformado espiritualmente, y como consecuencia de ello sufrió un cambio de nombre. Ya no era Jacob sino Israel, el que lucha con Dios. El cristiano será aquél que ponga en Dios toda su confianza y dedique todas sus fuerzas a la consumación del Reino, lo que implicará necesariamente resistir las potencias hostiles.

Quizá el enigma que me planteaba al principio pueda despacharse después de todo con un refrán castellano: «Al que algo quiere, algo le cuesta». Por eso a la gloria eterna no le ha de corresponder una lucha cualquiera.

Luis Segura

Luis Segura
Luis Segurahttp://lacuevadeloslibros.blogspot.com
Escritor, entregado a las Artes y las Letras, de corazón cristiano y espíritu humanista, Licenciado en Humanidades y Máster en Humanidades Digitales. En estos momentos cursa estudios de Ciencias Religiosas y se especializa en varias ramas de la Teología. Ha publicado varios ensayos (Diseñados para amar, La cultura en las series de televisión, La hoguera de las humanidades, Antítesis: La vieja guerra entre Dios y el diablo, o El psicópata y sus demonios), una novela que inaugura una saga de misterio de corte realista (Mercenarios de un dios oscuro), aplaudida por escritores de prestigio como Pío Moa; o el volumen de relatos Todo se acaba. Además, sostiene desde hace años un blog literario, con comentarios luminosos y muy personales sobre toda clase de libros, literatura de viajes, arte e incluso cine, seguido a diario por personas de medio mundo: La Cueva de los Libros

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