Homilía: la Eucaristía y el Sacerdocio

Homilía de Jueves Santo (2 abril 2015)

Jesús, después de unos años conviviendo con sus apóstoles se prepara ahora para marcharse. Antes de ello se despide y abre su corazón: “Con gran deseo he deseado celebrar con vosotros esta Pascua…”. Esta despedida de Jesús es única, íntima, dolorosa e importante. ¿Qué vamos a hacer sin el Señor, pues Él se nos va?

Jesús ya les había entregado su amor, su corazón.., sólo le faltaba lo que les iba a entregar ahora: La Eucaristía. De ese modo se quedaría con nosotros para siempre. Y así cumpliría su promesa: “Yo estaré con vosotros para siempre hasta el fin del mundo”. El Señor se va y al mismo tiempo se queda con nosotros. Él sabía que tenía que morir: “Os conviene que yo me vaya”, pues su muerte nos iba a traer a nosotros la salvación; pero al mismo tiempo se quería quedar con nosotros.  De ahí la importancia de esta despedida, se va porque tiene que hacerlo, pero no nos deja huérfanos.

Desde ese momento sus apóstoles, y también nosotros, lo percibiremos no ya a través de los sentidos sino de un modo más perfecto, a través de la fe. Los sentidos nos pueden engañar, pero la fe, nunca.

A partir de ahora lo veremos sólo a través de la fe. Jesús muere por nosotros y nos capacita a nosotros, por amor, a morir también por Él. Nosotros, por fe, prestamos asentimiento voluntario e intelectual a lo que Dios nos revela, y por eso creemos que Él está presente en la Eucaristía, y con ello morimos también a nosotros mismos, pues los ojos nos dicen una cosa, pero la fe nos dice que Él está allí. En la Eucaristía morimos con Cristo al prestar nuestro asentimiento, nuestra fe, a lo que Él nos dice.

Jesús muere por nosotros y morimos con Él, una muerte mística, pero real. San Pablo decía: “Cada vez que coméis su Cuerpo y bebéis su Sangre anunciáis su muerte hasta que Él venga”. Cada vez que comulgamos nos hacemos testigos de su muerte; hacemos realidad en nuestra propia vida la muerte de Jesús.

La comunión no es un acto piadoso. A mí me da pena cómo se acercan las personas a recibir el Cuerpo del Señor. No saben que en este momento estamos compartiendo la muerte del Señor. “Si vivimos, vivimos con El; y si morimos, morimos con Él…” Cuando dos personas se aman hasta la locura, viven y mueren juntos.

De ahí la trascendencia de la Eucaristía. La Eucaristía es bajo las especies de pan y de vino, para prefigurar su muerte, la muerte real de Cristo en la cruz. En el altar su muerte no se repite, sino que se actualiza.

En la Eucaristía nos da la oportunidad de amarlo del mismo modo como Él nos ama.

Y además en nuestra propia muerte, también Cristo nos acompañará, por eso no hemos de tener miedo a la muerte, pues el Señor estará con nosotros.

Pero todo esto no lo pueden entender quienes no han amado nunca.

Mirad su cariño: Me voy pero os dejo un recuerdo, mi propia persona. Me voy porque voy a prepararos un lugar. Luego vendré para llevarme conmigo.

El Señor dispuso que algunos hombres continuaran su labor. Estos hombres no deberían ser meros propagandistas, maestros o representantes suyos. Cada uno sería elegido por Él personalmente continuarán su misión. Son Cristo mismo en persona, porque el sacerdote, a través del sacramento del orden, queda transformado en “alter Christus” para toda la eternidad. Del mismo modo que el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros.

La misión del sacerdote es presentarse a las gentes como el mismo Cristo; por eso, a quienes a vosotros escucha a mí me escucha… “Esto es mi cuerpo”, “Yo te absuelvo los pecados” dice el sacerdote. Es por ello que el sacerdote ha de ser un reflejo fiel del mismo Jesús. “Ya no soy yo el que vive, sino Cristo en mí”. Cuando la gente ve en el sacerdote un mero hombre, está viendo una profanación de Cristo. Las gentes han de ver en el sacerdote a otro Cristo. Si ese sacerdote ama a Cristo, convertirá a las gentes. De ahí la importancia que el sacerdote no sea mundano.

Al sacerdote lo único que seduce su corazón es el mismo Cristo.  “Si creéis en mí haréis las mismas cosas que yo he hecho, e incluso mayores” “Es Cristo quien vive en mí”. Este es el secreto del fruto apostólico sacerdotal. De ahí el tremendo error cuando el sacerdote se dedica a realizar funciones mundanas y habla del desarme, de la paz, de los derechos humanos. La misión del sacerdote es amar del amor de Dios.

“Dios hizo a sus ministros fuego ardiente”. Por eso cuando un sacerdote se mundaniza pierde todo. De ser otro Cristo se transforma en un ser mundano.

Cristo quiso que hubiera personas que fueran otros cristos. El sacerdote piensa, ama, se comporta como Cristo.

Cuando el sacerdote vive con esa ilusión entonces es cuando produce fruto. Pues si “el grano de trigo no cae en la tierra y muere no da fruto”. “Nosotros somos misterios de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”. El sacerdote no habla de los misterios de los hombres, sino de Dios. Si llenamos a los hombres del amor a Jesús, entonces será cuando los hombres busquen por sí mismos la justicia social…

El sacerdocio no es una profesión, sino un morir a nosotros mismos a ejemplo de Jesús. El sacerdote es un hombre de gran corazón, bondad, siempre piensa que los demás son mejores que él. El sacerdote está lleno del Espíritu Santo. El sacerdote ama sin esperar recompensa. Sabe que ni la misma Iglesia se lo va a agradecer. Los verdaderos ministros de Jesús viven y mueren como Jesús.

El sacerdote no predica para que la gente le aplauda o para darle gusto a la gente. “Yo predico a Cristo crucificado”. El sacerdote no se fía de sus propias fuerzas, sino de las de Dios.

El sacerdote ama la justicia y la verdad, caiga quien caiga. Esa es la aventura de nuestra vida.

“Nos tomarán como impostores aunque en realidad seremos veraces; como desconocidos, aunque somos bien conocidos; … como tristes y sin embargo siempre estamos alegres…” ¿Quién conoce la perfecta alegría sino quien está cerca de Jesús?

“Como pobres, aunque enriqueciendo a muchos”.

El sacerdote, viviendo la vida de Cristo, llega al final de su vida terrena y lo único que le queda por dar es su propia vida. “He luchado un buen combate”, decía San Pablo.

En este día Jesús instituyó lo más bello, la Santa Misa, para morir con Él cada día. Cada día morimos con Él y el cada día nos alimenta. Pues somos humanos y cada día necesitamos de sus energías. ¿Dónde iríamos si no lo tuviéramos a Él cada día?

Cada día es un minicompendio de la vida entera. Cada día es una nueva posibilidad de empezar y acabar siendo santos. Cada día necesitamos morir con Él, porque cada día necesitamos vivir con Él. Necesitamos alimento para el cuerpo y alimento para el alma. A veces pensamos que el Señor nos ha dejado solos, por eso necesitamos la Misa cada día.

El gran triunfo de Satanás en los tiempos modernos en los que vivimos ha sido borrar de la Misa la idea del sacrificio expiatorio y convertirla en una comida de amistad. En la Misa yo muero con Él y Él conmigo. En cambio se ha convertido la Misa en una ceremonia que ha perdido su auténtico significado: la muerte de Jesús y la nuestra.  Nos han robado la muerte de Jesús y muchos cristianos no se han dado cuenta. Ya no se habla del amor de Dios, de la muerte de Cristo, de morir de amor por Él. Todo eso ha desaparecido.

La Misa del Novus Ordo ha perdido su dimensión vertical y mira sólo al hombre. Si se ha dejado de creer en el amor, por eso la nueva iglesia ha permitido el divorcio. Y es que cuando el hombre abandona a Dios, a dónde llegará.

Pensemos pues, en el significado de la despedida del Señor esta noche de Jueves Santo. “Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo”. Yo os enseñaré a amar. Vosotros prendisteis el corazón de Cristo y Él prendió el vuestro.

Muchas veces me da vergüenza decir la Misa. El Señor elige a los más pequeños y débiles, quizá para que brille así su fuerza.

El Señor es maravilloso. Después de una vida larga ya pienso con añoranza llegar pronto a la casa, al cielo. Deseo ya ver y abrazar a Cristo cara a cara.

Que Él y nuestra Madre del Cielo nos haga comprender todos estos misterios sublimes de nuestra vida.

 

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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