Homilía Padre Cipolla: Ver, Creer y No Creer

SERMÓN PARA EL TERCER DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

Los evangelios del Tiempo Pascual tratan todos de la fe,  de la fe específicamente Pascual, pero también en la fe en Dios, lo que ella significa y cómo se ve exteriormente. Una vez más, hacemos referencia a la singularidad de las apariciones post-resurrección de Cristo, y su naturaleza sorprendente, así como la comprensión por parte de cada uno de los autores de los Evangelios de que las palabras sencillamente no pueden transmitir lo que pasó, lo que vieron los discípulos. Es como si las palabras no pudieran servir de puente a la realidad de Jesús resucitado. Y parte de estas apariciones incluyen a Jesús recriminando a sus discípulos por su falta de fe, por su negativa inicial a ver lo que realmente está allí: «No soy un fantasma. Mirad mis manos y mi costado». En el Evangelio de Mateo: «Pero más tarde, mientras los once estaban a la mesa, se les apareció y les echó en cara su incredulidad». Y según Lucas en el camino a Emaús: «¡Oh, cuán insensatos sois! Cuán tardos de corazón para creer..!»

Esto tiene que hacernos reflexionar, esto tiene que hacernos formular la pregunta: ¿qué es la fe en el Cristo resucitado, y cómo se llega al punto de tener fe en Él? Y yendo más allá con esta pregunta, sin duda llegamos a la cuestión de la creencia en Dios, cuál es su naturaleza, qué implica en lo que se refiere a la persona individual. Conocemos el viejo adagio: ver para creer. Bueno, obviamente los discípulos y María Magdalena no equiparan el ver con el creer, al menos en los evangelios sinópticos. Pero es por eso que estas apariciones del Señor resucitado parecen tan extrañas para nosotros. Un poco, si se me permite la expresión, incompletas, poco claras, como si nos dejaran con ganas algo más. Podríamos quizás decir que los discípulos no eran tan inteligentes y por eso que tuvieron dificultades para entender las cosas. Pero esto no es una cuestión de inteligencia. Esta es una cuestión de ver pero no creer. Y esa duda persiste hasta la Ascensión: al final del Evangelio de Mateo leemos: «Y cuando le vieron, le adoraron, pero dudaban.»

Percibimos la respuesta a estas afirmaciones y actos cuasi paradójicos si recordamos las palabras de Juan, cuando Pedro y Juan en Pascua mañana miran dentro de la tumba vacía: «Él vio y creyó». ¿Es entonces éste un caso positivo de ver y creer en oposición a los casos negativos aludidos anteriormente? No. Porque no vieron al Señor resucitado en esa tumba. Vieron el sudario doblado cuidadosamente y colocado en la piedra, y vieron la tumba vacía sin ningún cuerpo. Ellos vieron y creyeron. Y aquí tenemos la esencia de la fe en el Señor resucitado. No puede depender de apariciones y visiones. Pues si así fuera, no podríamos creer. La fe en Cristo no es el resultado de una comunicación especial, o un acontecimiento espiritual especial en la vivencia de cada uno. La fe es creer en las cosas visibles e invisibles como dice el Credo. La fe es una decisión de creer, después de haber considerado la evidencia de que está ante nosotros.

La gente habla de un salto de fe. Siempre lo he encontrado romántico y engañoso. La decisión de creer debe basarse en un examen racional de las pruebas, en cualquier forma que se presente esa evidencia. La evidencia que lleva a la fe es siempre incompleta. Pero uno ve lo suficiente del esquema, uno ve lo suficiente del significado, y este «suficiente» es la base de la decisión de creer. De modo que la fe siempre acepta que la oscuridad y la sombra son parte de la creencia. La fe sin duda implica una decisión que se asienta en la voluntad. La fe nunca puede ser general. Nunca puede ser transcripta y puesta en un libro como un catecismo. El contenido teológico de la fe no es la fe. Siempre es el individuo el que quiere creer y no sólo el contenido de la fe, sino que para el católico implica siempre la voluntad de creer en la Iglesia y en última instancia, en Jesucristo como Señor y Salvador del mundo. Y creer en Cristo es creer en Aquel que lo envió. De nuevo aquel versículo de Juan: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito.» Y esto nos lleva al meollo de la cuestión. Hablar de la fe como un acto de la voluntad es exacto. Pero no es en absoluto como acurrucarte en tí mismo y decir: «Yo voy a creer, voy a creer.» No es como Dorothy cerrando los ojos y haciendo clic en sus zapatos rojos y creyendo que puede regresar a Kansas.

Una vez más, volvemos a esa escena en el Evangelio de Juan con Pedro y Juan a la tumba. Él vio y creyó, porque amaba. Juan amaba a Jesús y ante la evidencia de la tumba vacía, creyó. Creyó porque amaba. Al final es el amor el que hace que la fe sea posible. Nadie puede creer en Dios si no ama a Dios. Es por eso que muchas personas, personas racionales, inteligentes, no creen en Dios, al menos no de una manera real que tenga alguna influencia en sus vidas. Porque no lo aman. Muchos católicos no creen en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Y a pesar de conocer la doctrina de la Iglesia y por qué es esa la enseñanza, no creen, porque no aman a la Iglesia y no aman el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Pero no podemos poner fin a nuestro examen de la fe sin hablar un poco sobre el problema de la credulidad. Ésta consiste en creer todo tipo de cosas por responder emocionalmente a los acontecimientos y fenómenos que se ven, de algún modo, como religiosos. Hay católicos que salen corriendo hacia allí cada vez que aparece un rumor de que la Virgen se apareció a alguien en Queens o Tuscaloosa. Esos que se emocionan de ver el rostro de Jesús en un patrón sobre un tronco de árbol, o quienes equiparan emoción desbordante con la presencia del Espíritu Santo. Hay quienes ponen tanto énfasis en escapularios y medallas -buenas, por supuesto- que las «cosas» religiosas se convierten en el foco de su vida en lugar de la persona de Jesucristo. Incluso he oído de algunas personas en una parroquia que estaban haciendo circular una fotografía que mostraba lo que parecía un halo de luz que rodeaba la hostia a la elevación por un sacerdote y ofrecían esto como evidencia de un milagro, cuando en realidad lo que parecía un nimbo era en realidad el resplandor tomado al fotografiar una fotografía exhibida en un tablón de anuncios. Esto es lo contrario de la fe, pues todo este tipo de cosas no se contenta con ver la tumba vacía y creer. No. Tienen que ver algún resplandor milagroso o escuchar voces u oler el aroma de las rosas. Por supuesto que Dios puede conceder una gracia especial para una persona que permanece abierta a lo invisible y lo incognoscible, como una verdadera experiencia religiosa. Miren a San Pablo, a San Agustín y a su madre Santa Mónica. Pero estas experiencias no son el basamento de la fe. Cuando una de las monjas de Santa Teresa de Ávila se le acercó y le dijo que había tenido una visión extática, esa mujer con los pies maravillosamente sobre la tierra, que sin duda tuvo su cuota de éxtasis, dijo a la monja con aspereza que esto puede provenir del diablo, y si es de Dios ella debía conservarlo para sí misma y tal vez contarle a su confesor.

¡Oh, qué regalo de Dios es nuestra fe católica! Que podamos profundizar la fe mediante un fortalecimiento constante de nuestra voluntad de creer, y es posible que nunca olvidemos que podemos creer solamente si amamos y esto es posible solo porque Dios nos amó primero.

Padre Richard Cipolla

[Traducido por GM. Artículo original]

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