La Esperanza, virtud de la alegría desbordante (PF 10.2)

Profundizando nuestra fe – Capítulo 10.2

La Esperanza, virtud de la alegría desbordante

La esperanza como actitud humana[1]

En el lenguaje corriente la esperanza es una actitud o estado de ánimo de quien aguarda un acontecimiento bueno. Los tres elementos básicos de esta actitud son: el deseo, la confianza y la paciencia.

Su objeto es un acontecimiento que aún no ha sucedido, difícil, pero que no es imposible ni seguro que suceda. El que espera, confía en el futuro y tiene paciencia para soportar el transcurrir del tiempo. Se trata de resistir la tribulación temporal, la prueba del tiempo que pasa mientras se aguarda el acontecimiento esperado. Los acontecimientos que se esperan son queridos, por lo que se excluye de la esperanza todo lo desfavorable.

El objeto de la esperanza no son los acontecimientos naturales, físicos, sino todo lo que depende de la decisión libre del hombre o de Dios. Se espera algo de una persona en la que tenemos confianza.

La esperanza como actitud religiosa, se refiere a esperar un acontecimiento que depende de la voluntad divina. El acontecimiento futuro que aguarda no depende primariamente de sus propias decisiones, sino de la intervención del Dios, en quien confía, por ser omnipotente, bondadoso y libre.

  • La omnipotencia de Dios garantiza la eficacia de su acción salvadora.
  • Su bondad justifica la confianza en que su gracia va a ser suficiente y sobreabundante.
  • La libertad de Dios hace que sea imprevisible el modo en que su acción salvadora va a ejercerse en favor del hombre.

 La esperanza en la Sagrada Escritura

En el Antiguo Testamento la distinción entre fe y esperanza no es siempre clara; la mayor parte de las veces una incluye la otra. La fe en las promesas de Dios sostiene la esperanza del pueblo elegido y lo empuja a observar todas las exigencias morales. Israel soporta con paciencia las pruebas del tiempo presente y permanece fiel a las promesas divinas que patriarcas y profetas trasmiten de generación en generación. Fe, confianza, fidelidad, paciencia, esperanza y amor son los diferentes aspectos del comportamiento espiritual del Pueblo de Dios ante las promesas mesiánicas.

Así pues, la fe y la esperanza están unidas entre sí y se apoyan en la Palabra de Dios; las dos tienden al bien particular del hombre, las dos pertenecen al tiempo. Pero se distinguen esencialmente:

  • Por su actividad: la fe es principalmente acto del entendimiento, la esperanza lo es de la voluntad.
  • Por su objeto: la fe se fija en Dios en cuanto Verdad, la esperanza en Dios en cuanto Bondad.[2]
  • Por la certeza del acto, que aunque en las dos es absoluta, sin embargo, en la esperanza no se tiene infabilidad de conseguir la salvación, pues pone condiciones morales para la eficacia de la redención (Fil 2:12; 1 Cor 4:4; 10:12).

La confianza en Dios es característica fundamental del hombre justo: “Será como árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces a la corriente, no teme que llegue el calor, y sus hojas permanecerán lozanas, no se inquietará en año de sequía, ni dejará de dar frutos”  (Jer 17, 7-8).

El Antiguo Testamento dirige al hombre hacia Dios con una pedagogía que poco a poco lo va conduciendo de lo terreno a lo eterno y que a su vez está unida a la profundización en la Revelación. No es extraño que en los textos más antiguos, la esperanza del israelita se dirija más bien a los bienes terrenos, y en primer término a los materiales, aunque tomados muchas veces como signo de los bienes morales y religiosos:

  • Una vida larga: «El temor de Yahwéh prolonga los días; los años de los malvados se abreviarán» (Prov 10:27).
  • Una posteridad numerosa, como en la promesa a Abraham de ser padre de un gran puebla (Gen 12:1).
  • Riquezas: «Si de verdad escuchas la voz de Yahwéh… serás bendito en la ciudad y serás bendito en el campo; benditos serán el fruto de tus entrañas y el producto de tu suelo, la cría de tus vacas y el aumento de tus ovejas; bendita será tu panera, y bendita tu artesa» (Deut 28: 1-35).
  • La victoria sobre los enemigos: «De los enemigos que se alcen contra ti, hará Yahwéh vencidos: salidos por un camino a tu encuentro, por siete caminos huirán delante de ti» (Deut 28:7).
  • Pero también, y con intensidad creciente, el israelita aspira a bienes morales y religiosos: el perdón de los pecados: «Si tú retienes las faltas, Señor Yahwéh, ¿quién subsistirá? Pero en ti se halla el perdón: por eso se te teme. Yo espero a Yahwéh, mi alma espera…» (Sal 130: 3-5).
  • En las más altas expresiones de la espiritualidad del Antiguo Testamento, los salmistas llegan a aspirar a una unión estable con Dios: «Mi alma tiene sed, sed del Dios vivo: ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42:3).

En el Nuevo Testamento,  esperar pertenece hasta tal punto a la esencia de la actitud cristiana ante la vida, que en la mayoría de los escritos se identifica con el ser cristiano y está vinculada a la fe. Sólo en San Pablo se enuncia la tríada de virtudes fe, esperanza y caridad (1 Tes 1:3; 5:8; 1 Cor 13:13).

El concepto neotestamentario del “esperar” presenta importantes novedades en relación con el del Antiguo Testamento:

  • La meta última de la esperanza cristiana se sitúa ya, sin ambigüedad alguna, en la vida eterna, y no en la vida presente, aunque de algún modo su realización tenga aquí su raíz y comienzo.
  • El objeto propio de la esperanza no es la felicidad, sino el encuentro con Dios «cara a cara», el cual vendrá acompañado de la felicidad, al satisfacer todas las ansias del hombre. En esta vida, por el contrario, el logro de la justicia, objeto inmediato de la esperanza, viene condicionado por el sacrificio y el dolor.
  • El fundamento de la esperanza cristiana no son sólo las promesas divinas, sino la realización de las mismas que ya ha tenido lugar en la Encarnación, Redención y Resurrección de Jesús, y en la comunicación del Espíritu divino que cada cristiano posee y que se manifestará plenamente al fin de los tiempos.
  • La dimensión comunitaria de la salvación esperada, que ocupaba el primer plano en el Antiguo Testamento (como Pueblo de Israel), pasa en el Nuevo a un segundo plano; aunque el individuo ha de alcanzar su propia salvación mediante la pertenencia a una comunidad, la Iglesia.

San Pablo hace un profundo desarrollo de esta virtud. Hasta tal punto considera San Pablo propio del cristiano la esperanza, que caracteriza a los paganos como los que «no tienen esperanza ni Dios en este mundo» (Ef 2:12). El carácter de expectación hacia un futuro aparece fuertemente subrayado; no sólo el hombre, sino la creación entera gimen anhelantes aguardando la liberación (Rom 8:18-23); pues si es cierto que hemos sido ya salvados, lo hemos sido aún sólo en esperanza (Rom 8:24); y esta situación presente del cristiano no puede compararse con la plenitud venidera: «el leve padecimiento transitorio nos prepara un peso incalculable de eterna gloria» (2 Cor 4:17); hasta el punto de que si la esperanza cristiana no hubiera de realizarse, seríamos hombres radicalmente frustrados: «si sólo para esta vida hemos puesto nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres» (2 Cor 15:19). El objeto último de la esperanza tiene, según el Apóstol, una doble vertiente: la visión directa de Dios (1 Cor 13:12) y la resurrección de la carne (1 Cor 15).

Tanto San Pablo como San Juan enseñan que si bien la realización plena de la esperanza ha de tener lugar en el futuro escatológico, sin embargo, el creyente ha comenzado a vivir ya desde ahora la vida eterna mediante la inhabitación del Espíritu Santo recibido por la fe y el bautismo (Rom 8:11.23; 2 Cor 5:5; Jn 6:54).

La vida eterna no es un mero «premio» a la buena conducta, sino la plenitud de lo que ya desde ahora es la existencia cristiana. Por eso en esta vida, en la que sólo se realiza el ideal cristiano en una primera etapa imperfecta, la esperanza ha de venir acompañada inseparablemente de otra virtud: la paciencia; es decir, la capacidad de soportar con ánimo las limitaciones de la existencia terrena sin desfallecer en la espera

«Nosotros nos gloriamos incluso con las tribulaciones, sabiendo bien que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no decepciona, porque el amor de Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5:3-5).

De aquí que San Pablo nos presente la fe de Abraham, modelo de la nuestra, como un «esperar contra toda esperanza» (Rom 4:18).

 Reflexión teológica sobre la esperanza

La esperanza sobrenatural es la virtud por la cual confiamos firmemente que Dios, el cual es todopoderoso y fiel a sus promesas, nos dará la felicidad eterna y los medios para conseguirla. El catecismo de San Pio X la define del siguiente modo:

“Es la virtud sobrenatural por la que deseamos y esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven, y los medios necesarios para alcanzarla”.[3]

Esta virtud sobrenatural es infundida por Dios en nuestros corazones en el sacramento del bautismo. La esperanza es absolutamente necesaria para la salvación. Es también firme, pues confiamos en Él y en su poder, no en nosotros. La razón de nuestra esperanza no reside en nosotros sino en la bondad y omnipotencia de Dios.

De la definición se deducen las propiedades de esta virtud:

  • Es sobrenatural. por ser infundida en el alma por Dios (Rom 15:13; 1 Cor 13:13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier exigencia o fuerza natural.
  • Se ordena primariamente a Dios, bien supremo, y secundariamente a otros bienes necesarios o convenientes para llegar a Él (Mt 6:33).
  • Es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para alcanzar el fin.
  • Es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina de salvación (Rom 8:35; Fil 4:13); ni siquiera la pérdida de la gracia santificante puede quitar la esperanza.[4]

Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2:4). Es por ello que da a todos las gracias necesarias para poder conseguirlo. Otra cosa es que el hombre aproveche esas gracias que Dios quiere darle. En otras palabras, nadie pierde el cielo si no es por su propia culpa.

Santo Tomás de Aquino hace un estudio sistemático de esta virtud:

«Esperar implica cierta tendencia del apetito hacia el bien; no del bien ya conseguido, como ocurre con la alegría y el goce; sino del bien conseguible, como ocurre también con el deseo y la codicia. La esperanza, sin embargo, difiere del deseo en dos cosas. En primer lugar, porque el deseo se refiere indistintamente a cualquier bien, y por ello se atribuye al apetito concupiscible; la esperanza, por el contrario, se refiere a un bien arduo, difícil de alcanzar, y por ello se atribuye al apetito irascible. En segundo lugar, porque el deseo tiende al bien en cuanto tal, prescindiendo de si es posible o imposible obtenerlo; la esperanza, en cambio, tiende a un bien en cuanto que es posible de alcanzar, e implica, por tanto, cierta seguridad de conseguirlo. Por consiguiente, en el objeto de la esperanza hay que considerar cuatro propiedades: primero, que sea un bien, y en ello difiere del temor. Segundo, que sea un bien futuro, y en ello difiere del goce y el placer. Tercero, que sea un bien arduo, en lo cual difiere del deseo. Cuarto, que sea un bien posible, en lo cual difiere de la desesperación. Pero un bien puede ser alcanzado de dos modos: por el poder de uno mismo, o por la ayuda de otro: pues lo que es posible gracias a los amigos, de algún modo lo llamamos posible… El bien sumo, que es la felicidad eterna, sólo puede alcanzarlo el hombre mediante el auxilio divino, según se dice en Rom 6:23: `El don gratuito de Dios es la vida eterna’; por tanto, la esperanza de lograr la vida eterna tiene dos objetos: la vida eterna misma, que se espera; y el auxilio divino, de quien se espera»[5].

La elaboración teológica ha tratado de precisar el doble aspecto de certeza y de inseguridad esenciales al concepto católico de esperanza. La visión de Dios, en efecto, sólo puede lograrse en la vida futura mediante la sincera búsqueda de la verdad y del amor en la vida presente.

La realización de tal búsqueda implica dos elementos: la gracia de Dios y la cooperación libre del hombre.

  • El creyente debe tener la certeza de que Dios no ha de dejar de proporcionarle la gracia suficiente para responder a la ley moral; aunque el grado de abundancia con que la gracia se comunica a cada hombre depende de los libres e inescrutables designios de Dios.
  • En cambio, ningún hombre puede tener certeza de cuál va a ser su propia respuesta a la acción divina en cada uno de los momentos de su vida, ni, por tanto, cuál será su situación ante el juicio de Dios cuando esta vida se consume; pero todo creyente puede y debe tener el firme propósito de esforzarse por cumplir la voluntad de Dios con la ayuda de su gracia.

Relación entre la fe y la esperanza

La esperanza que lleva a desear a Dios como sumo bien, deriva de la fe[6] y por esta razón la fe se llama madre de la esperanza. La fe muestra a Dios como fin supremo del hombre, por lo que nace en el corazón humano un fuerte deseo de poseerlo (Heb 11:1). Sin fe la esperanza no se concibe, aunque a diferencia de la seguridad propia de la fe, es característico de la esperanza una cierta inseguridad, puesto que no se posee lo que se espera.

En el desarrollo de la vida sobrenatural, la esperanza sigue a la fe y precede a la caridad. La esperanza puede existir sin caridad (DS 2457). Con el pecado mortal se pierde la caridad, después la esperanza, y por último, la fe. La virtud de la esperanza, siendo teologal e infusa, está íntimamente unida a la gracia de Dios, y a dones particulares del Espíritu Santo como el don de temor de Dios (Is 66:24). Como todas las virtudes, presupone la repetición de actos humanos buenos que la hagan fructificar.

El objeto de la esperanza

El objeto formal de la esperanza es el amor misericordioso que Dios nos muestra basado en su omnipotencia y en su fidelidad a la promesa (Mt 23:37). El cristiano, consciente de su incapacidad, se apoya en la fuerza misericordiosa de Dios y se ejercita en la esperanza creyendo en la palabra divina, y uniformando su conducta con la ley de Cristo fielmente interpretada por la Iglesia. Su condición peregrinante acaba sólo con la muerte que pone fin a la esperanza. Así pues, el objeto formal primario es la omnipotencia y fidelidad divinas y el objeto secundario, la Iglesia, los Sacramentos, la gracia actual, la intercesión de los santos, la lucha ascética, etc.

El objeto material primario de la esperanza es la vida eterna como posesión y visión intuitiva de Dios. El objeto material secundario de la virtud de la esperanza es: la victoria del amor redentor de Cristo, la remisión de los pecados, la gracia que justifica y santifica.

 Necesidad de la esperanza para salvarse

Toda la vida cristiana está movida por la esperanza. Como nos recuerda el Concilio de Trento, la esperanza es necesaria para perseverar en la vocación cristiana, ser justificados y obtener la salvación:

«Porque la fe, si no se le añade la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su cuerpo» (DS 1530).

La fe muestra al hombre la meta y el camino de la vida sobrenatural; la esperanza orienta la voluntad humana a Dios en cuanto fin último, y le hace apoyarse con confianza en el único medio para alcanzarla: la gracia de Dios. Por tanto, la esperanza al estar conectada con el fin último es necesaria para la salvación.

Con la esperanza Dios descubre los secretos de su amor misericordioso manifestado en la persona de Cristo, empujando así a corresponder a su amor. La esperanza cristiana se apoya en la certeza de que Cristo, ha resucitado y ha transformado la carne de pecado del primer Adán en carne gloriosa. En Él las promesas de una nueva creación se han hecho realidad.

 Medios para adquirir, conservar y aumentar la esperanza

La oración y los sacramentos (especialmente la penitencia), son los medios normales de ejercitar la esperanza y de vencer cualquier tribulación que pueda ponerla en peligro.

La petición de gracias a Dios en la oración es señal cierta de esperanza.  San Pablo indica que la esperanza está unida a la alegría (Rom 12:12). La esperanza efectivamente da optimismo y seguridad en medio de las mayores dificultades y ayuda a no desanimarse cuando las promesas tardan en realizarse (2 Pe 3:9).

Se conoce que uno tiene realmente esta virtud sobrenatural de la esperanza cuando, a pesar de que ya no haya razones humanas para esperar, uno confía en Dios y sabe que Él nunca le abandonará:

“Él (Abraham), esperando contra toda esperanza, creyó que llegaría a ser «padre de muchos pueblos» (Rom 4:18).

Es fácil decir que uno cree y confía en Dios cuando todavía se ven soluciones humanas para resolver un problema. Se sabe que esa fe y esa esperanza son auténticas cuando uno sigue confiando en Dios a pesar de que humanamente ya no haya esperanza.

La Providencia divina

Una dimensión particular de la esperanza es la providencia. Providencia es el cuidado que Dios tiene de todas las cosas creadas. Dios nunca abandona las cosas que Él mismo ha creado. Dios también cuida de nosotros cuando somos tentados. La providencia de Dios no se reduce al hecho de mantener las cosas creadas en la existencia, sino que Dios les da los medios necesarios para que puedan alcanzar el fin para el cual fueron creadas.

 Pecados contra la esperanza

El desaliento, el pesimismo y la tristeza e incluso el apego a los bienes terrenos y al propio yo, causan la desconfianza en Dios y constituyen pecados contra la virtud de la esperanza. Los principales pecados contra esta virtud son: la presunción y la desesperación.

La presunción es confianza no acompañada de santo temor de Dios. La esperanza del pecador que no se arrepiente de su pecado sino que persevera en él, degenera en arrogante presunción. La causa principal de la presunción es la soberbia. Por soberbia, el que peca de presunción tiene un estado de falsa seguridad. El presuntuoso funda su seguridad y su esperanza no en la omnipotencia de Dios misericordioso sino en sus propias fuerzas. Las herejías de Pelagio y de Lutero difunden sentimientos de presunción haciendo creer que la gracia de Dios se consigue fácilmente, sin necesidad de esfuerzos humanos humildes y perseverantes (luteranismo) o pensando alcanzar la salvación sin la ayuda de la gracia, confiando únicamente en las propias fuerzas (pelagianismo).

La desesperación se define como el apartamiento voluntario de la felicidad eterna porque se considera como algo imposible de alcanzar. Nace cuando prevalece el temor sobre la fe en la misericordia de Dios. Tiene dos elementos: uno intelectual, que consiste en el juicio sobre la imposibilidad de alcanzar la felicidad eterna, y otro volitivo, que es la huida de la voluntad de aquella meta.[7]

El desesperado niega la eficacia de la Redención en su vida, se rinde ante las dificultades, no confía en las promesas divinas de salvación y renuncia a la ayuda de Dios para conseguirla.

Algunos moralistas la identifican con el pecado contra el Espíritu Santo, dado que la esperanza es indispensable para obtener la remisión de los pecados. Es un pecado incluso más grave que la misma presunción; su gravedad depende, naturalmente, del mayor o menor desprecio a Dios que lleva consigo. La desesperación fue el pecado que cometió Judas.

Las causas más frecuentes del pecado de desesperación son: la falta de fe, la soberbia, la no aceptación de las dificultades que la vida lleva consigo…

No confundamos la desesperación (pecado grave) con el desánimo. Este último procede de las dificultades no superadas, de la misma debilidad humana  o del carácter pusilánime. En estos casos no se duda de la omnipotencia ni de la bondad divinas, sino que por cansancio físico o psíquico se produce el desaliento. El desánimo poco o nada tiene que ver con el pecado de desesperación, sobre todo si se ponen los medios ascéticos convenientes como la humildad, la oración, los sacramentos, e incluso el descanso, si fuera el cansancio físico una de sus causas.

 La espera mística del Amado

Acabamos este artículo transcribiendo un extracto del libro “La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios” de A. Gálvez. En él se hace una exposición bellísima y profunda de esta virtud. Cualquier persona que desee tener un mayor conocimiento de la misma no debería pasar por alto la lectura completa del capítulo “La Esperanza, virtud de la alegría desbordante” de este libro.

“Estamos en el día de Año Nuevo, lo que quiere decir que ha finalizado un año y comienza otro. Esta esta nos hace recordar el problema del tiempo, dentro del cual va transcurriendo nuestra vida. Aunque para nosotros, hablar del tiempo como sucesión de las cosas y de nuestra existencia es hablar de espera, pues no sé si habéis pensado bien que nuestra vida no es sino una larga espera, un aguardar ansioso a alguien que llega, que es precisamente Jesús.

Y esto es lo que me parece a mí que significa la virtud de la esperanza, a la cual, por lo tanto, podríamos llamar la virtud de la Espera. Y como esa espera de Jesús produce en el alma enamorada grandes ansias por Él, y esas ansias, a la vez que matan de amor, llevan también consigo una increíble alegría, por eso a esta virtud de la Espera la podemos llamar también la virtud de la Alegría Desbordante. Pues la ausencia del Amado produce la nostalgia y el deseo de su presencia, que son también amor (aunque sea un amor imperfecto y no consumado, que tiende por naturaleza a su perfección), y ya sabéis que el amor lleva siempre consigo la Alegría.

La Espera es ansiosa por ser enamorada, y tanto más espera y tanto más ansiosa cuanto más enamorada está; de otro modo no es ansiosa, y ni siquiera es espera, pues nada va a esperar aquel que no desea lo que podía haber sido objeto de su amor.

Por eso la Espera como virtud supone el estar enamorado de Dios, lo que equivale a decir que esta virtud, que es una de las tres grandes o teologales, va siempre acompañada de las otras dos, sobre todo de la caridad. De ahí que hablar de la virtud de la Espera es hablar de ansias incontenibles e incontenidas, así como de nostalgias ardientes y gozos indecibles, cosas todas que se refieren a un Todo que se desea y que se sabe que se va a poseer y del que ya se ha conocido y gustado algo en forma de primicias. En realidad esa alegría por la parte ya poseída, y el ansia por ese Todo que se sabe que se va a poseer, son la misma cosa y componen juntas esa Alegría Desbordante en que consiste la virtud de la Espera.

De modo que esta virtud nada tiene que ver, o muy poco, con esa vaga confianza en que se llegarán a alcanzar unos premios futuros, los cuales siguen siendo, para muchos de los que se limitan a pensar así, completamente desconocidos. De lo cual debemos advertir que una virtud de la esperanza, vivida o presentada de esa manera, no interesa a nadie. Por el contrario, la auténtica virtud de la Espera es virtud de enamorados (y de ahí que dependa tanto de la caridad, hasta el punto de desaparecer cuando cesa esta última), que es tanto como decir de impacientes (porque esperan poseer al Todo), y también de felices (porque han conocido al Amor y han comprendido que ya nada tiene sentido como no sea dentro de la respuesta afirmativa a ese Amor).

Por eso la virtud de la Espera es, al mismo tiempo, posesión y carencia, gozo de lo que se tiene y alegría por la seguridad de llegar a poseer lo que falta, de tal modo que las ansias incontenibles por el Amado que ha de llegar producen, a su vez, más ansias y más alegría al excitar y encender más el amor, preparando así el camino para hacer luego posible y más perfecta la entrega.

Así es como la virtud de la Espera hace mirar al futuro e impide mirar hacia el pasado, haciendo perpetuamente jóvenes a los que la poseen”.[8]

Padre Lucas Prados

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[1] Para la elaboración de este artículo he tomado bastante información, entre otros, de la voz “esperanza” en la Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp, Madrid, 1991.

[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q. 17,  a. 6.

[3] Catecismo de San Pio X, nº 893

[4] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q. 18, a. 4, ad. 2.

[5] Santo Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae, de Spe, a. 1.

[6] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae q. 17, a. 7.

[7] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-IIae, q. 40, a. 4 ad 3.

[8] Alfonso Gálvez, La Fiesta del hombre y la Fiesta de Dios, Shoreless Lake Press, 2011, pags. 239 y ss. Este libro lo pueden encontrar en formato pdf en la web del autor: www.alfonsogalvez.com sección “libros”.

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Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a lucasprados@adelantelafe.com

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