«Un doctor de la Ley, le propuso esta cuestión para tentarlo: “Maestro, ¿cuál es el mayor mandamiento de la Ley?” Respondió Él: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el mayor y primer mandamiento. El segundo le es semejante: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.» (Mt 22, 36-39; Mc 12, 29-30).
I. Ama y haz lo que quieras
La caridad es realmente capaz sólo de lo bueno, de ahí las palabras de San Agustín: Ama y haz lo que quieras.
La caridad es el resumen de toda la Ley, es la más importante de todas las virtudes. La perfección cristiana consiste en la caridad.
La caridad se extiende a:
- Dios, fuente de la bienaventuranza y en Él a Jesucristo por su Santísima Madre; y por misterioso designio de Dios deberíamos tener a los dos permanentemente en nuestro corazón.
- Nuestra alma.
- Nuestro prójimo (los hombres sin excluir a nuestros enemigos y a los ángeles);
- Nuestro cuerpo.
No es filantropía (acto humano), ni limosna (efecto de la caridad); es amor sobrenatural; a Dios, y a los hombres por Dios, en Dios y para Dios.
La caridad para con el prójimo no es un consejo, es un precepto. Hemos de amar el bien espiritual de nuestro prójimo antes que a nuestro cuerpo; y nadie debe sorprenderse de que debamos amar por Dios el bien espiritual de nuestra alma más todavía que al prójimo. Es decir, que el hombre no debe sufrir el daño de cometer un pecado. Tanto es así que el hombre no debería decir una mentira voluntaria injuriando con ello a Dios –y cometiendo un pecado venial- aunque con ella pudiera convertir a todos los pecadores, libertar a todas las almas del purgatorio y aun cerrar las puertas del infierno. Tan grande es la malicia de un sólo pecado venial.[1]
El amor no es ocioso; llena de actividad la vida. La caridad lo orienta todo hacia Dios, es el motor de todas las acciones, el que tiene caridad cumple la Ley, el que ama, complace a la persona amada.
El amor es el acto propio de la voluntad, es la unión afectiva de la voluntad con el bien conocido. Los movimientos del acto humano que tienen lugar en la voluntad proceden o son una consecuencia del amor.
Dice San Agustín: «La caridad es el alma de toda la vida sobrenatural y la que convierte en oro de ley los más insignificantes actos de virtud».
Este santo nos dice también: «El Amor que es de Dios y que es Dios, es el mismo Espíritu Santo, por quien está derramada en nuestros corazones la caridad de Dios, que nos hace huéspedes y templos de la Trinidad. He ahí por qué el Espíritu Santo es también justísimamente llamado Don de Dios».
No todo amor tiene la misma dignidad. Los teólogos distinguen esto llamando:
- Amor de concupiscencia, al que utiliza y se sirve de la cosa o persona amada para satisfacer sus necesidades y apetitos.
- Amor de benevolencia al que desea algún bien a la persona amada (pues así sólo se aman las personas, porque la histérica que ama así a su perro, incurre en una aberración).
- Amor de amistad al amor de benevolencia cuando es mutuo. Así llaman amistad al amor de Dios, a los familiares, amigos.[2]
La caridad es una realidad creada, una virtud infundida por Dios en la voluntad, por la que amamos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas. Enseña el Santo de Hipona: «Si amas la tierra, tierra eres; pero si amas a Dios, ¿qué he de decir sino que eres de Dios? De donde hay que concluir que, aunque en sí mismo –como potencia natural- es más perfecto el entendimiento que la voluntad, en esta vida y por la naturaleza misma de la operación, es más perfecto amar a Dios con la voluntad que conocerle con el entendimiento».
II. Tratado de la caridad (1 Corintios, 13, 1ss)
Aunque yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tenga (don de) profecía, y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga toda la fe en forma que traslade montañas, si no tengo amor, nada soy. Y si repartiese mi hacienda toda, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, mas no tengo caridad, nada me aprovecha. El amor es paciente; el amor es benigno, sin envidia; el amor no es jactancioso, no se engríe; no hace nada que no sea conveniente, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se regocija en la injusticia, antes se regocija con la verdad; todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
Un camino muy superior a cualquiera de los dones es la caridad, ella nos dada en el bautismo como virtud infusa a todo cristiano, y todo bautizado puede desarrollarla a un grado supremo, si es que coopera debidamente con las gracias auxiliantes que Dios no niega a nadie quien se las pida.
Los carismas tienen una jerarquía en razón de la utilidad común. La Iglesia en Corintio se encontraba enfrentada por divisiones que tenían su origen en un espíritu de condenación, egoísta y competitivo, sabemos cómo el Divino Espíritu dotó de carismas extraordinarios a los fieles de Corintio, para edificación de la comunidad, (1 Cor. 14, 5), más, en lugar de esto, engendraron a causa del alarde y la jactancia, división y discrepancias, el elitismo, la grosería y el egoísmo, estos dones fueron empleados equivocadamente, dando lugar a todo excepto al amor cristiano.
San Pablo alude a la superestima en que no pocos corintios tenían de la elocuencia.
El P. Janvier O.P., subraya que San Pablo afirma, ante todo, que, sin la caridad, la perfección de la palabra, la perfección del pensamiento, la perfección de las obras, son dones insuficientes y estériles.[3]
En efecto, el Apóstol eleva a la caridad por encima de todas las perfecciones del espíritu y del corazón.
Buscad la caridad; ella es la ley en su plenitud; (Rom. 13, 10), y Dios es caridad (1 Jn. 4, 8).
Nuestro Señor Jesucristo nos ha revelado la suprema ley de la caridad como plenitud de todos los carismas y dones divinos:
«Si de ti mismo te viene la caridad, ¡qué lejos te hallas de la divina dulzura! Te amarás a ti mismo, porque a la fuerza has de amar a la fuente de tu amor. Pero, en tal caso, yo te pruebo que no tienes caridad, y prueba de que no la tienes es que te atribuyes un bien de tanto valor. Si la tuvieses realmente, sabrías de dónde la tienes. ¿Tan leve cosa, tan de poco más o menos es la caridad, que la tienes de tu propia cosecha?…
«¡Qué valor el de la caridad, que sin ella nada vale nada! ¿No es empequeñecer a Dios pretender que sea tuya esta caridad que sobresale por encima de todo?… ¿“Qué tienes tú que no lo hayas recibido” (cf. 1 Cor. 4,7)? ¿Quién es mi dador y el tuyo? Dios. Reconócele dador, para que no tengas que sentirle condenador. Si damos fe a la Escritura, es Dios quien te dio la caridad, don sublime, superior a todo (cf. 1 Cor. 13)».[4]
Todo el capítulo 13 de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, más que un sublime himno lírico a la caridad es un retrato, sin duda el más auténtico y vigoroso que jamás se trazó del amor, el más alto de los dones y de las virtudes teologales, para librarnos de confundirlo con sus muchas imitaciones: el sentimentalismo, la beneficencia filantrópica, la limosna ostentosa, etc., San Pablo fija aquí el concepto de la caridad según sus características esenciales, pues son las que cualquiera puede reconocer simplemente en todo amor verdadero. Si no es así no es amor. Mas para poder pensar en la caridad como amor de nuestra parte a Dios y al prójimo, hemos de pensar antes en la caridad como amor que Dios nos tiene y que Él nos comunica, sin lo cual seríamos incapaces de amar (Denz. 198 s.). Dios es amor (1 Jn. 4, 8); y ese amor infinito del Padre por el Hijo nos es extendido a nosotros por la misión del Espíritu Santo (Rm. 5, 15), el cual pone entonces en nosotros esa capacidad de amar al Padre como lo amó Jesús, y de amarnos entre nosotros como Jesús nos amó (Jn. 13, 34; 15, 12). Es de notar que S. Pablo usa siempre la voz griega agapé, que suele traducirse indistintamente por caridad o amor. Este último es el adoptado generalmente en las traducciones del griego para este capítulo y para pasajes muy vinculados al presente, como 16, 24; Rm. 12, 9 y 13, 10; 2 Co. 2, 4 y 8, 7; Ga. 5, 13; Ef. 2, 4; 3, 19; 5, 2; Col. 1, 4 y 8, etc.; y también, sobre todo, para las palabras de Jesús, como por ejemplo Jn. 5, 42; 13, 35; 15, 9, 10 y 13; 17, 26, etc.[5]
Los griegos emplearon la palabra eros para expresar el amor entre hombre y mujer, esto es, el amor erótico o sexual.
Usaron la palabra storge para referirse al amor familiar –el amor de los padres a los hijos y de hijos a padres.
La palabra griega más común para amor era philia –amor de amistad. La Sagrada Escritura la emplea por ejemplo respecto del amor de Jesús por Lázaro.[6]
Sin embargo, esos vocablos: eros, storge, philia, tienen que ver con las emociones y los sentimientos.
Las sensaciones son reacciones de los sentidos producidas por el contacto con determinados objetos. Permanecen activas mientras dura el contacto; y cuando éste cesa, perdura la imagen del objeto, aunque tienden a apagarse. «Ojos que no ven corazón que no siente».
Las emociones son reacciones sensoriales más profundas, pues mientras la sensación vibra sólo ante las cualidades sensibles del objeto, la emoción es más personal, ya que capta todos los valores a él inherentes; valores, por lo demás, no necesariamente materiales, sino también espirituales, aunque materializados de alguna manera en el objeto la gracia de movimientos por ejemplo-. Las emociones son importantes para el nacimiento del amor, y son sin duda más duraderas que las sensaciones.[7]
Para expresar la actitud de los cristianos al prójimo se necesitaba una palabra que reflejara un amor que tiene las cualidades del amor divino, el amor incondicional de Dios. Él ama a todos incluso a los que no son amables y a los que carecen del amor para amar a otros. El amor de Dios que es incondicional, no egoísta y desinteresado. Una palabra poco común: ágape. No hay palabra alguna que traduzca en español la palabra ágape, que no es una emoción, ya que tiene que ver con nuestra mente y nuestra voluntad.
Ágape que es benevolencia en favor del prójimo, mientras que el amor pasional busca en primer lugar su propio bien, y en el fondo es puro egoísmo. El amor pasional puede y debe a la vez ser caridad, y lo será en la medida en que busque el bien del prójimo (busca dar gusto, hacer feliz al otro).
III. La caridad no acaba nunca
San Pablo describe el amor en dos palabras: paciente y generoso.
El amor es paciente: lo que hace de las actitudes virtudes es el amor de Dios, así la paciencia auténtica soporta a otros, como Dios nos soporta a nosotros, que hace brillar su sol para buenos y malos por igual, y su lluvia cae sobre justos e injustos (cf.: Mt. 5, 45), con Dios no hay favoritismos (Rm. 2, 11). La paciencia no es debilidad, no sólo soporta heridas y agravios, sino que los abraza amorosamente y de esa manera extrae el veneno de ellos.
El amor es generoso: Nuestro Señor Jesucristo dijo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt. 11, 29). La mansedumbre se expresa a sí misma en forma pasiva por medio de la paciencia y en forma activa por medio de la bondad, que se manifiesta de cuatro: mediante la compasión, la generosidad, la benevolencia y la amistad.
Francisco de Sales, el santo caballero y San Vicente de Paul, el apóstol de la caridad, rezaron durante largo tiempo fervorosamente para librarse de la aspereza y la falta de benevolencia, porque los sentimientos no generosos, las aversiones inexplicables, los celos sin fundamento, los repentinos ataques de ira, salen a la superficie cuando menos los esperamos –porque son los abrojos de nuestra naturaleza caía.
San Pablo, luego de señalar en dos palabras lo que es el amor, seguidamente hace una lista de las cualidades indeseables del amor: ¡ocho cosas que no es el amor! No es (1) celoso. No es (2) presumido, (3) ni engreído, (4) ni descortés, (5) ni egoísta, (6) ni irascible, (7) no toma en cuenta el mal, (8) ni se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad.[8]
La verdad ha sido sacada de la escena del mundo de hoy chantajes políticos, sociales, contrabandos, hipocresías, favoritismos… La caridad nos lleva a la verdad:
llana, no es jactanciosa. San Pablo va al fondo de la presunción que es el orgullo, que es una sobreestimación del ego, huele a idolatría, ya que idolatra al ego, lo coloca en el trono de Dios. La prueba del fuego del orgullo es nuestra reacción ante la corrección y la crítica. Cuando se corrige a una persona humilde, ésta se apena por su falta, no se excusa a sí misma aunque la acusación sea falsa. El orgulloso se lamenta, pero no por su falta, sino por haber sido descubierta; niega la falta y se molesta con quien lo acusa. El orgulloso ni siquiera tolera la crítica, sea sincera o no.
Tres remedios para el orgullo: cambiar de perspectiva, la mortificación y cultivar la virtud de la humildad, que es siempre verdad y justicia.
Recta, no piensa mal del prójimo. El amor confía en la gente aunque no se pueda ver los resultados, cree en ellos porque ve la verdad suprema de Dios, quien saca bien del mal y que, a pesar de las apariencias, logrará su propósito. Confianza es creer en el otro.
Justa, no se alegra de la injusticia. El amor no se deleita en la desgracia de otros ni en que sean engañados, más bien se goza en el triunfo del bien.
Sobre todo la caridad se complace en la verdad. La descubre aquí en la tierra y se complacerá eternamente en ella: en Dios que es la suma Verdad.[9]
El amor se goza con la verdad por la simple razón de que la verdad es realidad, Nuestro Señor Jesucristo dijo que la verdad es el camino de la vida, colocó la verdad en el medio de estas tres palabras: Yo soy el Camino, la Verdad, y la Vida.
Regla áurea de la caridad: «Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo así con ellos, porque ésta es la ley y los profetas» (Mt. 7, 12). «A la caída de la tarde de nuestro día seremos juzgados en el amor» (2 Cor. 5, 14).
Cuando está en juego la salvación de las almas, ésta depende en mucho de la calidad del amor de los que están cerca del que necesita ayuda. No hay que engañarse con espejismos de falsa santidad, nos apremia el amor de Cristo.[10]
Por eso la caridad no pasará jamás. Es inmortal y eterna, como el mismo amor divino. Sobre los carismas, virtudes y dones brillará eternamente el amor.
«La principal de éstas es la caridad»
Germán Mazuelo-Leytón
[1] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, Malicia del pecado venial, https://adelantelafe.com/malicia-del-pecado-venial/
[2] ROYO MARÍN, OP, Fr. ANTONIO, La caridad evangélica.
[3] Cf.: ROYO MARÍN O.P., P. ANTONIO, Teología de la caridad.
[4] SAN AGUSTÍN, Sermón 145,4.
[5] Cf. STRAUBINGER, Mons., comentario a 1 Corintios 13.
[6] SAN JUAN 11, 3-38.
[7] Cf.: IRABURU, JOSÉ MARÍA, El matrimonio en Cristo.
[8] Cf.: SHAMON, P. Albert, Nuestra Señora dice: amen a la gente.
[9] Cf.: ROYO MARÍN O.P., Fray ANTONIO, La caridad evangélica.
[10] 2 CORINTIOS 5, 14.