La liturgia de la Misa de este Domingo (XXXII del Tiempo Ordinario, Ciclo C) propone a nuestra consideración una de las verdades de nuestra fe que profesamos cada vez que rezamos el Credo: la resurrección de los cuerpos y la existencia de la vida eterna como último destino eterno del hombre. El undécimo artículo del Credo de los Apóstoles nos enseña que todos los hombres resucitarán, volviendo a tomar cada alma el cuerpo que tuvo en esta vida. Esto sucederá por la virtud de Dios omnipotente, a quien nada es imposible. Dios ha dispuesto la resurrección de los cuerpos para que, habiendo el alma obrado el bien o el mal junto con el cuerpo, sea también junto con el cuerpo premiada o castigada (cfr. Catecismo Mayor).
En la primera lectura (2 Mac 7, 1-2; 9-14), se nos relata un hecho ocurrido en el contexto de una persecución contra el pueblo de Israel ordenada por el rey de Siria Antíoco IV Epífanes (176-163) con la intención de someter a los judíos a los valores religiosos, culturales y políticos del helenismo pagano.
Entre los judíos piadosos que prefirieron conservar su fe y ser martirizados, antes que someterse a las impías pretensiones del rey Antíoco, se encuentran estos siete hermanos que, con su madre, sufrieron martirio por su religión. Es una historia llena de fortaleza sobrenatural. El autor sagrado recoge las breves palabras pronunciadas por cada uno de los hermanos antes de morir Y son verdaderas profesiones de fe y confianza en Dios.
Los Macabeos (denominados así por el nombre del Libro que nos relata este episodio) creen firmemente que Dios, Rey del universo, es el Señor de sus vidas y prefieren entregárselas, perdiéndolas, antes de dejar de ser fieles a la Ley. Y lo hacen, porque están convencidos de que entrarán en la vida eterna con Él. Es decir: aguardaban las promesas de Dios que los resucitaría.
Son muchos los lugares del Antiguo y del Nuevo Testamento que también expresan esta verdad fundamental revelada por Dios. En el Evangelio (Lc 20, 27-38) vemos como miembros de la secta judía de los saduceos, que negaban la inmortalidad del alma y la resurrección tratan de poner en compromiso a Jesús con un ejemplo ridículo, una objeción que no era de buena fe.
Cristo pone fin a sus refutaciones contra la resurrección con un argumento tomado de la propia Revelación, del Antiguo Testamento en el que atestigua a un mismo tiempo la resurrección de los muertos y su propia divinidad. David (Sal 109, 1) llama a Jesús “su Señor” en cuanto es Dios; pero, en cuanto Jesús es hombre, desciende de David según la carne. Los enemigos ofuscados no podían contestar, porque no reconocían la divinidad de Jesús. Esperaban que Dios había de enviar al Mesías como un gran Profeta y Rey (Cf. Jn. 1, 21; 6, 14 s. y notas; Ez. 37, 22-28), mas no imaginaban que la magnanimidad de Dios llegase basta mandar a su propio Hijo, Dios como Él (cfr. Mons. STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in Lc 20, 44)
«La resurrección de los muertos acaecerá al fin del mundo, y entonces seguirá el juicio universal» (Catecismo Mayor). Ahora bien, todos los hombres no resucitarán de la misma manera sino que habrá grandísima diferencia entre los cuerpos de los escogidos y los cuerpos de los condenados, porque sólo los cuerpos de los escogidos tendrán, a semejanza de Jesucristo resucitado, las dotes de los cuerpos gloriosos. En cambio, los cuerpos de los condenados estarán privados de las dotes de los cuerpos gloriosos y llevarán la horrible marca de su eterna condenación. Por eso, el apóstol Pablo, consciente de que hemos de rendir cuentas ante el tribunal de Dios, manifiesta a los cristianos de Tesalónica su deseo de que el mismo Jesús les dé fuerza para que realicen toda clase de palabras y de obras buenas (2ª Lectura: 2Tes 2, 16-3, 5).
“La predicación… de los novísimos no sólo no ha perdido en nuestras citas de ningún modo el ser ventajosa, sino que más bien ahora sobre todo es necesaria y urgente. También por supuesto la predicación del infierno. Sin duda tal tema debe ser presentado con dignidad y discreción. Sin embargo en cuanto a la sustancia misma del tema, la Iglesia tiene ante Dios el sagrado deber de transmitirlo y de enseñarlo sin mitigación alguna, del modo como lo reveló Jesucristo, y no se da ningún condicionamiento circunstancial, que pueda disminuir el rigor de este deber. Esto obliga en conciencia a todos los sacerdotes, a los cuales les ha sido confiado el cuidado de enseñar… a los fieles. Es verdad que el deseo del cielo es una motivación en sí más perfecta que el temor del castigo eterno; pero de ahí no se sigue el que el deseo del cielo sea para todos una motivación más eficaz que el temor del infierno en orden a apartarlos del pecado y a que se conviertan a Dios” (Pío XII, Exhortación a los párrocos de Roma y a los predicadores del Tiempo de Cuaresma: 1949).
«En todas tus acciones, acuérdate de tus postrimerías, y nunca jamás pecarás» (Eclo 7, 40). Nuestra Señora, la Virgen Santa María, ya asunta al Cielo en cuerpo y alma, nos alcance la gracia de recordar siempre las verdades eternas para ser fieles a la Ley de Dios aquí en la tierra y felices en el Cielo por toda la eternidad.
Padre Ángel David Martín Rubio