Prefirió morir antes que recibir la comunión de un hereje

[Cuaderno de Bitacora] SAN HERMEGILDO: EL PRÍNCIPE ESPAÑOL, HEREDERO AL TRONO, QUE PREFIRIÓ PERDERLO JUNTO CON SU VIDA, ANTES DE RECIBIR LA COMUNIÓN DE UN OBISPO HERÉTICO ARRIANO.

De él dice el Martirologio romano: En Sevilla, el santo mártir Hermenegildo, hijo del rey visigodo arriano Leovigildo, fue puesto en prisión por su herético padre por su constancia en confesar la Fe católica. En la noche solemne de la Pascua rehusó recibir la comunión pascual de un obispo arriano, por mandato de su pérfido padre, fue decapitado (en el año 586), por lo que entró en el reino celestial como Rey y como Mártir.

Su vida y martirio son más actuales que nunca porque no faltan en nuestras Iglesias, en nuestros días, herejías como la arriana que blasfeman de la divinidad de Cristo y se cometen innumerables sacrilegios en la celebración de los sagrados misterios. La Presencia Real de Dios en el Corpus Christi, es objeto en todo el mundo de ofensas, irreverencias y desprecios. Desde hace mucho tiempo cada día se da menos importancia a este adorable y consolador misterio.

San Hermenegildo nos enseña también a «evitar el trato con los herejes». «Devita hereticum hominem» (de la Epístola de san Pablo a Tito) fue la divisa que acuñó en las monedas que conmemoraban su regio principado.

El testimonio de san Hermenegildo se yergue altivo frente «catolicismo» ecumaníaco, sincretista e interconfesional de hogaño.

Marco histórico y religioso de su época: El establecimiento de los antepasados visigodos de Hermenegildo en la península Ibérica, tras ser expulsados de su reino de Tolosa en los primeros años del siglo VI, supuso para la sociedad hispanorromana –más culta y en su mayoría católica– una seria convulsión y no poco sufrimiento de imposiciones políticas, sociales y religiosas nacidas al socaire de la doctrina herética propugnada por Arrio dos siglos antes y seguida por obispos influyentes que, corno Ulfilas, la habían predicado y propagado entre los visigodos, y con la que lograron influencia y favor de la Corte frente a los católicos. El arrianismo –totalmente implantado ya entre los visigodos a finales del siglo V– se impuso así como la doctrina oficial del entorno cortesano frente a la tradición popular, eminentemente católica, defendida por unos pocos obispos que mostraron una reciedumbre extraordinaria y no cejaron en su empeño por mantener la auténtica fe en Jesucristo, Dios y hombre verdadero. A la larga, estos serían los que lograrían la conversión de la Corte y del pueblo visigodo y, por tanto, la desaparición del arrianismo en Hispania, ya a finales del siglo VI, con Recaredo y el III Concilio de Toledo.

En este contexto, y en razón de su origen familiar como hijo de reyes, está claro que en la vida de Hermenegildo no podían faltar los episodios de lucha interior por la fe y de auténtico combate con el mundo cortesano para preservar sus convicciones más profundas y no doblegarse a ninguna pretensión de cambio, viniera de donde viniera, incluida la figura regia de Leovigildo, su propio padre.

Los antecedentes inmediatos de esta situación de pugna político-religiosa los encontramos ya a comienzos del siglo VI cuando Clodoveo, rey de los francos convertido desde sus creencias bárbaras al catolicismo, se enfrentó a Alarico, rey godo y acérrimo arriano, que mantenía una actitud claramente beligerante frente a los católicos, en especial frente a su clero, tal como muestra de forma irrefutable su código del año 506.

A partir de la derrota y expulsión de Alarico de la antigua Galia, comenzó a producirse la llegada masiva, pero escalonada, de los visigodos a la Hispania romanizada, culta y católica, durando las oleadas hasta casi mediado el siglo VI. La mayor parte de los nuevos inquilinos (seguramente en número no superior al cuarto de millón) se instaló en las tierras fértiles de la Submeseta Norte, mientras las familias de mayor poder y la Corte se hacían itinerantes con instalaciones temporales en las ciudades más importantes (Barcelona, Sevilla, Mérida, etcétera), hasta que encontraron el definitivo aposento de la capital en Toledo.

Con esta distribución de fuerza social y las formas diferentes de práctica política y religiosa de dos pueblos distintos, no fue difícil encontrar puntos de fricción y motivos suficientes para frecuentísimos enfrentamientos entre autóctonos y foráneos, entre facciones de unos y de otros; sin faltar truculentas alianzas –según el caso y el momento– que no hacían sino encender los ánimos, mientras los vividores de siempre se ponían “al sol que más calienta”. Incluso altos cargos eclesiásticos de las dos iglesias (arriana y católica) apoyaron o se opusieron, según la ocasión, a la opción política vigente o al rey de turno. Entre ellos, unas veces se dedicaban a zaherirse e incluso otras a intentar la conversión del adversario y ganarlo para su fe. No pocas veces, sobre todo por parte arriana, la decisión final era la de eliminar al otro con la condena a muerte y su ejecución.

El odio político y religioso y la ferocidad de los planteamientos enconaban así los ánimos, y el ambiente se hacía especialmente virulento en los ataques arrianos a todo lo católico, unas veces por conveniencia política y otras por el ofuscamiento religioso.

En este ambiente de toma y daca en defensa de las respectivas posiciones, esa especie de racionalismo sincrético que impregnaba la fe arriana, empecinada en negar la condición divina de Jesús de Nazareth, no tardó en suscitar una larga serie de intrigas, luchas dinásticas y magnicidios (en menos de 30 años se sucedieron cuatro asesinatos regios: el de Amalarico en el 531, el de Teudis en 548, el de Teudiselo un año después y el de Agila en 555). Intrigas y luchas a las que no pudo sustraerse ni el tiempo ni la persona del propio Hermenegildo, envuelto finalmente en el enfrentamiento con su propio padre, el rey Leovigildo, sucesor de su hermano Liuva, quien a su vez lo había sido del hermano mayor de ambos: Atanagildo.

Breve reseña biográfica del santo: Si nos atenemos a la fecha aproximada que algunos dan (sin certeza) a su nacimiento, san Hermenegildo tuvo una vida de no más de veinte años, pero plena de hechos heroicos y madurez espiritual. Fue hijo mayor del rey visigodo Leovigildo, y se apunta que pudo haber nacido en Sevilla hacia el año 564 de nuestra era. En 579, cuando contaba sólo 15 años, Hermenegildo casó con la princesa Hingunda (católica), hija del rey Sigiberto de Reims y de Brunequilda (a su vez hija del rey Atanagildo), por acuerdo entre sus padres, que continuaron así la política de pactos matrimoniales –con fuertes lazos endogámicos– seguida por los visigodos. Esto explica que a Leovigildo no le importase mucho la condición católica de su nuera. Una vez casados, el rey Leovigildo lo envió a Sevilla como delegado suyo o rey asociado de la Bética (como tal acuñó moneda), para seguir la política continuista que afianzara el poder de la familia real como ostentadora de la monarquía. Por eso, también asoció al gobierno del reino a Recaredo, si bien dejándolo con él en Toledo. Asentados en Sevilla, Hermenegildo recibió instrucción en la doctrina católica por parte de san Leandro y de su propia mujer; al poco tiempo decidió su conversión, lo que exasperó a su padre, el rey Leovigildo. Y les llevó a un enfrentamiento político sin precedentes. Un enfrentamiento instigado, sobre todo, por el odio feroz hacia lo católico de la arriana Gosuinda (viuda de Atanagildo y casada en segundas nupcias con Leovigildo), quien había sufrido el asesinato de una hija a manos de un príncipe católico, esposo de ésta. Enfrentado al cerrilismo arriano y perseguido por su padre, en el 584, con las tropas reales a las puertas de Sevilla, el joven Hermenegildo no tuvo más remedio que huir y refugiarse en una iglesia de Córdoba. Allí, tras una treta en la que intervino su hermano Recaredo, fue hecho prisionero y encarcelado por orden del rey, su padre. Al poco, fue trasladado a Tarragona, donde permaneció custodiado y vigilado por el conde Sisberto, hasta que el día 13 de abril del año 585 fue pasado a cuchillo por negarse a recibir la comunión de un obispo arriano, enviado como última prueba para su arrepentimiento por el exasperado Leovigildo.

Al parecer, su cuerpo fue trasladado de Tarragona a Sevilla, produciéndose durante el recorrido diversos prodigios milagrosos que motivaron la erección bajo su patronazgo de varias ermitas o capillas en lugares significativos del itinerario seguido. Un ejemplo lo encontramos todavía en la localidad granadina de Alquife donde se conserva la ermita y se celebra una tradicional fiesta extraordinaria en honor del santo. Según la tradición, durante la dominación musulmana de la ciudad hispalense la cabeza pudo salvarse del ultraje y fue depositada en Zaragoza. De igual modo, la tradición más antigua afirma que ciertas reliquias custodiadas en diferentes puntos de España formaron parte del cuerpo de san Hermenegildo. Algunas de las más importantes se conservan en Ávila, Plasencia, Sevilla (donde se hace fiesta de su memoria y recibe culto especial). La cabeza estuvo en la iglesia mayor de Zaragoza hasta finales del siglo XII, fecha en que la reina doña Sancha, hija de Alfonso VII de Castilla y esposa de Alfonso el Casto de Aragón, ordenó su traslado al monasterio de Sigena (Huesca); un monasterio que ella misma había fundado para albergar la comunidad de religiosas de san Juan de Jerusalén (sanjuanistas) y a las que encargó la custodia de la reliquia. Tras diversos avatares, la reliquia de Sigena fue trasladada al monasterio de san Lorenzo el Real de El Escorial por orden de Felipe II, quien solicitó en 1585 –milenario del martirio de san Hermenegildo– la confirmación de santidad al papa Sixto V, a lo que accedió éste, autorizando su culto.

Del testimonio al martirio: No faltan quienes han querido ver en la actitud irreductible de defensa de su fe y en los enfrentamientos con su padre, una conducta de rebeldía y apetencias de poder por parte de Hermenegildo. Pero la verdadera realidad histórica lo que plasma es una enorme fortaleza de espíritu en el joven príncipe para no doblegar su fe a los planteamientos políticos del irrefrenable deseo, por parte de Leovigildo, de conseguir la hegemonía goda (por tanto arriana) frente a la influencia de la población hispano–romana (católica). Y una clara muestra la tenemos, tanto en los numerosos momentos en los que rehuyó la lucha para combatir a su padre, como en sus muestras de cariño y respeto al rey Leovigildo. En efecto, si damos por auténticas las cartas publicadas por algunos autores (Troncoso y Croisset entre otros), quedaría demostrado con creces lo que hemos apuntado anteriormente, pues la correspondencia epistolar que ambos mantuvieron evidencia la elocuente agresividad y el tono amenazante de Leovigildo, mientras la amargura y el pesar se adueñan de Hermenegildo, quien lleno de ternura y respeto, no tiene más remedio que acorazarse de energía y valor en la fe para contestar al rey.

Para Leovigildo, lo primero es el poder y la grandeza temporal; para Hermenegildo, antes que nada, incluido su padre, está su Dios y Señor, en cuyas manos y designios pone todo su ser. Se manifiesta, por tanto, su vocación martirial en estos testimonios y no hay más que leerlos para constatar lo dicho. Según la trascripción de Croisset, Leovigildo escribe: «Hijo mío, más quisiera hablarte que escribirte; porque si te tuviera a la vista ¿qué podrías negar a lo que te pidiese como padre y te mandase como rey? Te traería a la memoria las muchas y grandes señales que te he dado del tierno amor que te profeso, de las que sin duda te has olvidado desde que ascendiste al trono, donde te coloqué yo mucho antes que pudieses tú pensar en ocuparle. Esperaba tener en ti un compañero que me ayudase a conservar el florido imperio de los godos en el estado en que se ve hoy por mis victorias; pero nunca soñé pudiese llegar el caso de encontrar en la persona de un hijo mío un enemigo más peligroso que todos los que he vencido. No te contentas con que yo haya partido contigo mi corona; quieres reinar solo y, a este fin, abandonando la religión de tus abuelos, has abrazado la de los romanos que son los mayores enemigos del estado. No ignoras que la nación de los godos comenzó a florecer desde que comenzó a ser arriana. También sabes que ninguna cosa enajena tanto los ánimos y los corazones como la diversidad de religión, y consiguientemente que nada pudiste hacer más ofensivo para el mío como declararte católico. Acuérdate, pues, hijo mío, que soy tu padre y que soy tu rey: como padre te aconsejo, y como rey te mando, que vuelvas prontamente sobre ti y, restituyéndote, sin perder tiempo, a tu primera religión, merezcas con tu pronto rendimiento mi clemencia. No haciéndolo así, te declaro que me obligarás a tomar las armas, y en tal caso jamás tienes que esperar misericordia».

Señala Troncoso que ante aquella misiva cargada de autoritarismo e intransigencia, la respuesta del futuro mártir y santo no dio lugar a la componenda o el equívoco: «Agradecido, señor, como el que más a vuestros beneficios, confieso que han excedido a mis merecimientos. Nunca la negra alevosía manchó mi corazón; siempre he correspondido y estoy dispuesto a corresponder a vuestra bondad cual cumple a un hijo cuya primera gloria fue siempre el respeto y reverencia hacia el autor de sus días. Sé muy bien lo que os debo a vos como padre y como monarca de quien soy el más humilde vasallo, pero tampoco ignoro lo que debo a mi Dios y Señor: suya es mi alma, suyo todo mi ser; y antes que faltar a lo que mi conciencia me obliga, antes que abandonar la religión católica, que libre y espontáneamente he abrazado con pleno convencimiento de su veracidad, dispuesto estoy a perderlo todo, el cetro, la corona, y aún la vida misma».

A la vista de la firmeza de Hermenegildo, el intolerante Leovigildo cambia de táctica, pero no de intenciones, y hace embajador de su mensaje a su propio hijo segundo: Recaredo, todavía abrazado al arrianismo y baluarte de la política paterna. Tras el abrazo fraternal, las palabras del rey, puestas en boca del hermano, no hacen más que acentuar en Hermenegildo la certeza de su llamada al martirio cuando se encontraba huido y refugiado en una iglesia de Córdoba. Así lo corroboran sus emocionadas palabras, recogidas asimismo por Troncoso: «No se trata ya en este momento -le dice Recaredo en nombre de su padre- de un asunto de religión: se trata únicamente de una manifestación filial de rendimiento al que te diera el ser. No receles en arrojarte a los pies de quien para perdonarte sólo espera pronuncies una palabra de humilde sumisión. Con los brazos abiertos te ofrece su seno y el olvido de lo pasado; no malogres pues la ocasión de hacer tu propia felicidad». Es muy probable, por tanto, que entre las palabras del padre-rey y el beso del hermano, Hermenegildo tuviera ya la certeza de la experiencia de Jesús en Getsemaní y la hiciera suya. Por eso no dudó en salir en compañía del hermano al encuentro con su padre, quizá intuyendo la traición que le esperaba y el sacrificio al que se sometía.

En efecto, al llegar a presencia de su padre no debió de sorprenderse demasiado cuando Leovigildo había ordenado ya que le despojaran de todas sus dignidades regias y le ingresaran en una lóbrega prisión de Córdoba, ciudad a la que había llegado en 584 huyendo de Sevilla y en la que había logrado anteriormente refugio en una iglesia. Tampoco debió de causarle sorpresa su traslado a Tarragona para tenerlo lejos del ámbito de su influencia y asegurar su cautiverio. Aquí, en Tarragona, soportaría la última trampa de su padre, la última tentación que le proponía liberarse del tormento y de la muerte. Como siempre en el quehacer del Enemigo, el mal se presenta disfrazado de bien: a Hermenegildo se le invita, cuando más dolorosa se le hacía la estancia en su celda, a recibir la comunión de manos de un obispo arriano; pero él no cayó esta vez en la sutileza y se negó en rotundo, increpando al ministro hereje. No necesitaba más ni mayores argumentos Leovigildo para ordenar su muerte. Y el día 13 de abril del año 585 la espada o el hacha (no hay certeza del arma utilizada) cercenaba la cabeza de Hermenegildo y la adornaba con los atributos del martirio y de la gloria en Jesucristo, el Rey del tiempo y de la historia.

La juventud recién nacida de tan sólo unos veinte años de vida se transformaba así en santidad imperecedera por la fuerza de la fe en el modelo de Cristo, muerto y resucitado. Había muerto Hermenegildo pero había nacido san Hermenegildo, un nuevo ejemplo de cristiano auténtico, digno de imitación por todos. De igual modo, para su tiempo, lo que aparentemente era el fracaso final de Hermenegildo con su muerte, se transmutaba en triunfo, pues al año siguiente –586– Leovigildo moría en olor de conversión, aunque fuese secreta, y su hermano Recaredo declaraba oficialmente la suya. Poco después, el propio Recaredo convocaba el III Concilio de Toledo y declaraba el catolicismo religión de todas las tierras hispanas. Acababan de ponerse los cimientos definitivos para el desarrollo, hasta hoy, de una España católica. La sangre joven derramada por la Verdad de Cristo, Dios y hombre verdadero, glorificado en igualdad con el Padre y el Espíritu Santo, separaba -¡por fin!- la cizaña del arrianismo de la Verdad sembrada en los corazones visigodos hace más de catorce siglos.

Un modelo para nuestro tiempo: Es nuestro tiempo, tan marcado por el relativismo, muchos católicos no sólo ignoran gran parte de la gran riqueza de su Fe sino que creen y actúan como si los contenidos de la Fe no tuvieran más importancia que unas meras opiniones subjetivas. El fruto del relativismo en el ámbito de la Fe es un grave deterioro de la misma y la pérdida de la posibilidad de vivirla con toda su fuerza. La Fe no se puede dividir o acomodar caprichosamente sin dejar de ser lo que es; y, si lo hacemos, entonces no le podemos pedir que llene de la gracia de Dios nuestra vida o nos conduzca a la gloria. Como testigo de la verdad y la seriedad de la Fe, san Hermenegildo se levanta ante nosotros para recordarnos que hemos de vivirla en su integridad y con todas las consecuencias, dispuestos a dar la vida si fuera necesario por defenderla de cualquier intento de manipularla o atacarla. Él, que dio su vida por lo que hoy muchos considerarían una cuestión «semántica» sin importancia, nos descubre que sólo merece la pena vivir por aquello por lo que estamos dispuestos a morir. La vida cristiana no puede definirse desde cualquier perspectiva ni construirse como un conjunto de opiniones más o menos cambiantes; es algo que nos viene dado por la Revelación, la Tradición Apostólica y el Magisterio de la Iglesia y constituye nuestro patrimonio más sagrado. Detrás de lo que muchos sólo ven fríos conceptos está la vida divina que fluye en la humanidad como gracia salvadora, algo por lo que los mártires han comprometido su vida hasta derramar su sangre. Un príncipe que antepuso a la corona real y a la propia vida la fidelidad a la Fe católica, debería ayudarnos con su ejemplo a dar prioridad a las cosas de Dios frente a los embates del materialismo, y tendría que servirnos de estímulo para aprender a ser amorosa y estrictamente fieles a la fe que profesamos.

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