Giuseppe Ricciotti, el Concilio de Jerusalén y la disputa de Antioquía

Preámbulo

El Abad Giuseppe Riccioti, en su obra Paolo Apostolo (Milano, Rizzoli, 1946; II ed., 1948; III ed., 1949; última reimpresión, Edizioni EFFEDIEFFE, Podere Piscino, snc, 01020 Proceno di Viterbo, tel. +39.0763.71, www.effedieffe.com, www.effedieffeshop.com) afronta, de manera muy profunda, detallada y al mismo tiempo sencilla la espinosa cuestión del error de los judaizantes condenado por el Concilio de Jerusalén en el 49/50 y el pequeño incidente que tuvo lugar acerca de este asunto inmediatamente después en Antioquía entre San Pablo y San Pedro. Me permito resumirla, aportando algunos añadidos tomados de los comentarios hechos por los Padres, por Santo Tomás y por la escuela tomista, y presentarla al lector, dada su actualidad al respecto de lo que estamos viviendo en el ambiente eclesial a partir de Juan XXIII, situación que ha tocado el paroxismo con el papa Bergoglio.

San Pablo da el golpe de gracia al judeo-cristianismo

Ricciotti escribe que el que realizó el corte de lo que unía todavía débilmente en torno al 49 a la Iglesia de Cristo a la Sinagoga mosaica (que se había vuelto ya talmúdica) fue San Pablo (cit., p. 331).

Declaró abolido un código que era la base de vida de los Israelitas de la Antigua Alianza y cortó una tradición milenaria, que era observada universalmente en Israel en el Antiguo Pacto.

La historia de los hechos

Pablo y Bernabé llegaron de Asia Menor a Antioquía de Siria y “anunciaron todo lo que había hecho Dios por medio de ellos y cómo Él había abierto a los Gentiles las puertas de la Fe” (Hch., XIV, 27), en resumen, todo el mundo pagano iba a aceptar el Cristianismo.

Ricciotti glosa: “Semejante entusiasmo se explica fácilmente en aquellos Cristianos antioquenos, que provenían en menor número del Judaísmo helenista, que era de ideas más amplias que el Judaísmo palestino, y en mayor parte del Paganismo. Ni unos ni otros juzgaban que fuera necesario imponer especiales condiciones a los Paganos deseosos de entrar en la Iglesia de Cristo, salvo la Fe en Jesús y el Bautismo; si, más tarde, alguno de los Judíos helenistas convertidos en Cristianos deseaba todavía observar algunas antiguas prescripciones rituales del antiguo Judaísmo del que provenía, que lo hiciera con libertad, siguiendo su inclinación personal, pero sin pretender imponer a los demás hermanos esas prescripciones abrogadas como obligatorias” (cit., p. 332).

Sin embargo, los Judíos palestinos no pensaban así. Ellos también abrían la puerta de la conversión a los Gentiles, pero la abrían solo a la mitad, introduciendo solamente a aquellos que aceptaran también los ritos judíos del Antiguo Testamento además de la Fe en Cristo. Para ellos, Jesús no había abrogado la Ley ceremonial judía, había evangelizado solo a los Judíos y, por tanto, el Pacto establecido entre Yahweh y Abrahán no podía haber sido abrogado y sustituido por una Nueva y Eterna Alianza; en efecto, según ellos, Israel habría sido siempre la Nación predilecta de Dios. Por ello, los Gentiles podían ser acogidos en la Iglesia de Cristo si habían aceptado las ceremonias de la Antigua Alianza.

San Pedro, antes aún del Concilio de Jerusalén, había bautizado al Centurión Cornelio (Hch., X, 1 ss.), que era pagano y había entrado en su casa, había tenido la visión y la locución divina que le enseñaba a no considerar ya ilegales los alimentos prohibidos por la Antigua Ley (Hch., X, 9 ss.), suplantada y perfeccionada ya por la Nueva.

El problema surgido en Antioquía era “¿una cuestión de religión o de raza?”, se pregunta Ricciotti (cit., p. 334) y responde: “De una y de otra a la vez, ya que siempre, en la historia de Israel, religión y raza se habían compenetrado mutuamente: adoraban al único Dios verdadero, Yahweh, porque eran descendientes carnales de Abrahán. Ahora que había venido el Mesías Jesús, esta norma conservaba todavía todo su valor para los judaizantes. Quien no tenía en sus venas la sangre de Abrahán, podía compensarlo con un subrogado: aceptar la circuncisión y el resto de la Ley ceremonial, y solo bajo esta condición habría sido discípulo del Mesías Jesús” (ivi).

Mientras Pablo y Bernabé estaban evangelizando al Cristianismo a los antioquenos de origen pagano o judío, llegaron a Antioquía algunos judeo-cristianos palestinos, que ordenaron a sus hermanos antioquenos hacerse circuncidar, pues, de otro modo no habrían podido salvarse (Hch., XV, 1). Esta orden impedía prácticamente a los Paganos convertirse en Cristianos o al menos lo hacía muy difícil, haciendo de ellos “Cristianos de segunda clase”.

Monseñor Spadafora comenta así: “Poco después del Concilio de Jerusalén, Pedro llega a Antioquía. Las familias rivalizan por tener el honor de hospedarlo (…) y él acoge muy a gusto la invitación de los Gentiles convertidos, dando ejemplo de no tener ya en cuenta las prescripciones ceremoniales de la Ley mosaica (…). Pero he aquí que llegan de Jerusalén (…) algunos falsos hermanos (…) que han venido a espiar la conducta de Pedro. Se atreven a dirigirle vivas quejas por esta violación por su parte de las prescripciones mosaicas. Pedro no considera útil una explicación: tal vez es necesario esperar que el tiempo ilumine, abra nuestros ojos; teme ofender a estas conciencias débiles y ciegas, y piensa que es mejor por el momento evitar toda ocasión de turbación para estas almas encendidas y ofendidas. Considera, por lo tanto, prudente declinar las invitaciones [de los Gentiles] y, de algún modo, eclipsarse. Por ello, San Pablo, con la (…) clara visión de la turbación creada en la comunidad por el simple acto prudencial de Pedro, interviene públicamente y, tras haber advertido a Pedro de cómo su ‘prudencia’ mortificaba a los Gentiles, dirigido a toda la comunidad, reafirma el principio de la definitiva superación de la ley por obra de la Redención[i].

El Concilio de Jerusalén

Pablo y Bernabé reaccionaron vivamente y decidieron ir a Jerusalén para hablar con los Apóstoles y sobre todo con Pedro sobre dicha cuestión (Hch., XV, 12). El viaje tuvo lugar hacia finales del 49 o principios del 50. Llegados a Jerusalén encontraron allí a Pedro, Santiago el Menor y Juan. La tesis de Pablo y Barnabé prevaleció, pero “los Cristianos judaizantes estaban muy lejos de desarmarse. Provenían de la secta de los Fariseos (Hch., XV, 15). Pablo los designó como “falsos hermanos”, que se habían insinuado en la Iglesia de Cristo para debilitar y abolir la libertad espiritual traída por Jesús. “Tuvieron que trabajar primero en la sombra y más tarde dieron batalla abierta” (cit., p. 336).

Tuvo lugar, pues, una segunda reunión, que fue el Concilio de Jerusalén. El primero en hablar fue Pedro. “Se diría que su discurso fue un documento ante tempus de la Curia papal romana. Pedro hizo ver que Cornelio, el soldado pagano, había sido bautizado sin que hubiera tenido que observar el ceremonial judío; después, hizo ver que algunos antiguos Paganos convertidos al Cristianismo habían recibido los carismas del Espíritu Santo de igual manera que los Judíos convertidos, aun no observando la Ley ceremonial de Moisés. […]. Cuando Pedro terminó su discurso, toda la multitud calló. Era el silencio de quien no tiene ya nada que objetar: había hablado Pedro. Sin embargo, los judaizantes no se dieron por vencidos. Esperaban que Santiago el Menor habría intervenido en favor de su tesis. En efecto, habló, “pero con su discurso, mientras confirmó la opinión que se tenía de él como hombre apegadísimo al Judaísmo, defraudó también la secreta esperanza de los judaizantes. Se puso del lado de la opinión de San Pedro: los Paganos que se convertían no debían ser molestados con las prescripciones rituales judías. Sin embargo, estos convertidos a Cristo desde el Paganismo, debían tener algunas consideraciones de caridad hacia los Cristianos provenientes del Judaísmo” (cit., p. 338).

El decreto sobre los judaizantes emanado del Concilio de Jerusalén, dirigido por Pedro (Hch., XV, 23-29) se basaba en los discursos de Pedro y en las indicaciones pastorales/caritativas de Santiago. En la primera parte del decreto se declaraba – con Pedro – que los Cristianos provenientes del Paganismo no tenían ninguna obligación de practicar la circuncisión ni las demás prescripciones rituales judías. Con ello quedaba rechazada la pretensión de los judeo-cristianos. Pero, en la segunda parte, se aceptaban las peticiones de Santiago para que los Cristianos provenientes del Paganismo se abstuvieran caritativamente de ciertas prácticas (idolotitos, sangre y ahogados[ii]), que aun siendo indiferentes de por sí, sin embargo, podían turbar la sensibilidad de los Cristianos que provenían del Judaísmo.

Ricciotti explica que dicha concesión hecha a los Cristianos de origen judío “era un precepto sobre todo caritativo, que debía observarse en consideración hacia aquellos que Pablo más tarde llamará los pusilli, o sea, los débiles (Rom., XIV, 1 ss.), que se habrían disgustado o quizá escandalizado al ver a sus propios hermanos alimentarse de carnes que durante siglos habían sido consideradas abominables. Sin embargo, cuando la ocasión de escándalo ajeno hubiera cesado, al venir a faltar Cristianos de origen judío que consideraran, por la educación recientemente recibida, la comida de ciertos alimentos como abominable, cesaba también el consejo caritativo, al no existir ya el motivo de amor fraterno sobre el que se basaba” (cit., p. 340).

La cuestión, como demuestra Ricciotti, “se había cerrado, en sustancia, con una victoria de Pablo, ya que el decreto del Concilio había sancionado su tesis doctrinal fundamental de la separación de la Iglesia de la Sinagoga” (cit., p. 341). La cuestión sugerida por Santiago era de valor transitorio, práctico, caritativo y desapareció con la muerte de los primeros Cristianos convertidos del Judaísmo, que habían sido educados para no comer determinados alimentos.

La disputa entre Pedro y Pablo en Antioquía

Ricciotti continúa escribiendo que “un disenso explícito tuvo lugar realmente poco después del Concilio y precisamente acerca de la aplicación de las prohibiciones de su decreto sobre el ceremonial judío. Es la famosa disputa de Antioquía. El hecho tuvo lugar inmediatamente después del Concilio de Jerusalén. En este tiempo, Pedro fue de Jerusalén a Antioquía, permaneciendo por algún tiempo entre los Cristianos de Antioquía, que eran mayoritariamente Paganos convertidos, y se unió con toda franqueza a sus costumbres. Por tanto, entraba en sus casas, se sentaba a sus mesas, tomaba parte a su lado en los ágapes fraternos de la comunidad, en los que no se miraba si las carnes preparadas fueran de animal ofrecido en sacrificio idolátrico, es decir, no desangrada, o bien impura según la antigua Ley judía. Pedro hacía todo esto con libertad y amplitud. Además, la caridad estaba a salvo porque nadie se escandalizaba de que se juntara con ex-Paganos. Pero, en medio de este idilio, de nuevo llegan de Jerusalén los judaizantes de siempre…” (cit., p. 342).

Estos, al ver a Pedro tan bien unido con ex-Paganos, gritaron escandalizados. Pedro, con la esperanza de devolver la paz, se abstuvo de frecuentar a los Paganos convertidos a Cristo, “temiendo a los de la circuncisión” (Gál., II, 12); su ejemplo fue se guido por otros Judíos convertidos en Cristianos, entre los cuales estaba también Bernabé, que abandonaron a los Paganos convertidos. Ricciotti continúa: “Los judaizantes venidos de Jerusalén no pedían nada mejor: habían sido vencidos, sí, en el campo doctrinal, por el decreto del Concilio, pero ahora se tomaban la revancha en el campo práctico” (cit., p. 343).

Si Pedro no frecuentaba a los ex-Paganos convertidos a Cristo, significaba que las antiguas prescripciones judías eran válidas todavía. Por tanto, era necesario separar a los Paganos de los Judíos aunque ambos se habían convertido en Cristianos. “Ciertamente ambos grupos hacían parte de la Iglesia del Mesías Jesús, pero en dos compartimentos del todo separados” (ivi).

San Pablo comprendió inmediatamente que semejantes argumentos se remontaban de la práctica a la teoría, haciendo vana la definición del Concilio de Jerusalén, según la cual nos salvamos por la Fe en Cristo acompañada de las buenas obras. Por tanto, “alejó el peligro sustrayendo a los judaizantes la base de sus argumentos. Cuando Cefas llegó a Antioquía me enfrenté a él porque se había equivocado. Estas palabras de Pablo demuestran que tomó abierta y franca posición contra Pedro, enfrentándose a él y no a sus espaldas, como acostumbraban los judaizantes, pero son palabras que no aluden de ningún modo a un enfrentamiento violento y altivo por su parte” (ivi).

Este episodio ha sido interpretado en distintos sentidos. Ricciotti ofrece los principales cuatro: 1º) los Luteranos hicieron de él una bandera de contestación contra el Papa; 2º) S. Clemente de Alejandría supuso que Cefas no era el apóstol Pedro, sino un homónimo discípulo de Jesús; 3º) San Jerónimo supuso que el disenso entre los dos Apóstoles era una escena concordada anticipadamente entre Pedro y Pablo para hacer callar definitivamente a los judaizantes; 4º) finalmente, S. Agustín (y Ricciotti,  así como la mayor parte de los exegetas aprobados, siguen ya comúnmente su comentario) refutó esta interpretación, veremos más adelante de qué manera.

El Abad Giuseppe Riccioti escribe: “Es cierto que Pablo tuvo la convicción de que la conducta de Pedro era equivocada y dañina y le presentó vivas quejas. La amonestación pudo realizarse en una reunión general de la comunidad, para reparar también públicamente la desagradable impresión producida en los ex-Paganos por el abandono en el que los dejaba incluso Bernabé, que ya era un celoso maestro” (cit., p. 344).

Pablo reafirmó con vigor la doctrina definida por el Concilio de Jerusalén. El Judío convertido al Evangelio no está justificado por el ceremonial de la Ley judía, sino por la fe en Cristo vivificada por la caridad; quien afirma ser justificado por la Ley ceremonial judía considera vana la Redención de Cristo; quien abandona las ceremonias judías de la Antigua Alianza deja lo que ha sido abolido para unirse a lo que ha sido instaurado (cit., p. 344).

El mismo S. Pablo, en la epístola a los Gálatas (II, 11-21), nos narra la controversia surgida entre él y S. Pedro en cuanto a dos modos diferentes de actuar pastoralmente, que, sin embargo, habrían tenido consecuencias doctrinales y dogmáticas. Inspirado por el Espíritu Santo, había escrito que ahora, con la Encarnación del Verbo y su muerte en la Cruz, nos salvamos solo “por medio de la Fe sin las obras de la Ley [ceremonial] mosaica” (Rom., III, 28).

La práctica o conducta pastoral de Cefas era equívoca, no pecaminosa en sí, pero susceptible de llevar al error dogmático judaizante. Se había dejado “atemorizar” y se había “apartado” de los Cristianos de origen no judío. Sin embargo, la pastoral, que en sí no era gravemente pecaminosa, podía pasar de ser una cuestión prudencial a ser un problema doctrinal: ¿Necesita Cristo también del ceremonial mosaico o se basta por Sí solo para salvarnos? ¿Son la Fe y las “buenas obras” (los 10 Mandamientos) las que salvan al hombre o son las “obras ceremoniales judías”?

Frente a este peligro de perversión dogmática, S. Pablo se levantó, públicamente y con energía, advirtió a S. Pedro la peligrosidad de las consecuencias dogmáticas de su conducta pastoral o prudencial. “Cuando llegó Cefas a Antioquía, me enfrenté a él, ya que era reprensible, o sea, se había equivocado” (Gál., II, 11). Se enfrentó a él en público y no a sus espaldas. Ciertamente, el comportamiento prudencial de Pedro, no obligaba en sí mismo de jure o por principio a nadie a la observancia dogmático-moral del ceremonial mosaico. Sin embargo, su modo de actuar, demasiado prudente, empujaba hacia el vínculo con el Judaísmo como si fuera obligatorio.

¿Pecó realmente Pedro en Antioquía?

“Para S. Agustín, Pedro cometió un pecado venial [de fragilidad], preocupándose demasiado por no desagradar a los Judíos [convertidos al Cristianismo]”[iii]. Esta opinión de S. Agustín, retomada por Sto. Tomás, es conciliable con las prerrogativas extraordinarias de los Apóstoles. Los autores admiten comúnmente que a los Apóstoles les fue concedida la confirmación en gracia[iv].

“En la común sentencia de los teólogos, estas prerrogativas [extraordinarias] de los Apóstoles son: la confirmación en gracia, por lo que, tras el descenso del Espíritu Santo, los Apóstoles prácticamente no podían ya cometer ningún pecado grave ni venial totalmente deliberado”[v]. De la misma opinión es también J. Bainuel, que escribe: “Los teólogos concuerdan al reconocer que los Apóstoles, tras haber recibido el Espíritu Santo (…) estaban tan llenos de él que prácticamente ya no podían pecar mortalmente; el mismo privilegio se extiende al pecado venial plenamente deliberado; pero no se puede afirmar la preservación absoluta de todo pecado venial, incluso semideliberado. Como Dios permitió que Pedro fuera “reprensible” objetiva o materialmente, no se sigue de ello que el pecado venial semideliberado sea incompatible con las prerrogativas apostólicas”[vi].

Parece por ello que Pedro cometió un pecado venial no con propósito deliberado sino de fragilidad, triste atributo de todos los hombres, exceptuada María[vii], por una excesiva prudencia al no querer contrariar a los Judíos convertidos a Cristo.

Esta debilidad o pecado venial de Pedro no menoscaba la infalibilidad pontificia, sino más bien la confirma. Su ejemplo arrastra a todos, incluso a Bernabé. Solo Pablo no lo sigue. Es cierto y revelado que en Antioquía en aquellos días Pedro se equivocó pastoralmente, sin naufragar dogmáticamente, ya que no quiso obligar a creer y a actuar al modo judío. Esto había sido definido por Pedro y por los Apóstoles reunidos en el Concilio de Jerusalén cum Petro et sub Petro infalible y dogmáticamente. Pero por actuar demasiado prudentemente, Cefas se equivocó pastoral o prácticamente, infravalorando las conclusiones dogmáticas que otros habrían extraído de su modus operandi. Hubo solo un “error de comportamiento práctico o pastoral / conversationis fuit vitium, non praedicationis” (Tertuliano, De praescriptione haereticorum, XXIII), en un ámbito en el que el Papa no es asistido infaliblemente por el Espíritu Santo.

Pedro no había negado ninguno de los principios doctrinales definidos en el Concilio jerosolimitano; sin embargo, en la práctica no actuaba conforme a ellos, para evitar contrastes con los judaizantes.

El episodio de Antioquía, según S. Agustín, fue sustancialmente un acto de caridad, libre en Pablo al reprender a Pedro y humilde en Pedro al aceptar la corrección de Pablo (Ricciotti, cit., p. 345).

Algunos conciliaristas y protestantes se basaron en el incidente de Antioquía (Gál., II, 6-11; Hch., XVI, 14), en el cual Pablo reprendió a Pedro, para sostener que los Apóstoles (incluido Pablo) tenían un poder igual al suyo, de otro modo Pablo no se habría enfrentado a Pedro[viii].

El Aquinate había explicado ya que S. Pablo, al ser igual a S. Pedro en cuanto al poder de defender la Fe y no en cuanto al poder de jurisdicción, lo pudo reprender públicamente sin hacerse igual a él (cfr. S. Th., II-II, q. 33, a. 4, ad 2; In ad Gal., cap. II, l. 3, ed. Marietti, I, 542).

Cayetano (De Comparatione, ed. Pollet, 1936, cap. III, p. 22, n. 22) sostiene que, en cuanto al poder de Orden sagrado, todos los Apóstoles son iguales en cuanto Obispos. Además, son iguales en cuanto al poder defender la Fe y en lo que se refiere a la jurisdicción, deben estar sometidos y subordinados a Pedro, que es la cabeza de los Apóstoles (cfr. Sto. Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 24, q. 3, a. 2, qc 3, ad 1; S. Th., II-II, q. 33, a. 4, ad 2).

Faustinus


[i]      F. Spadafora, Fuori della Chiesa non c’è salvezza, Caltanissetta, ed. Krinon, 1988, pp. 73-77.

[ii]     La carne de los animales ofrecidos en sacrificio a los ídolos, o bien no desangrados.

[iii]    J. Tonneau, Commentaire à la Somme Théologique, I-II, q. 103, a. 4, ad 2, Paris, Les éd. du Cerf, 1971, p. 334-335, nota 51.

[iv]    Cfr. I. Salaverri, De Ecclesia, Madrid, B.A.C., 1962, ed. V, n. 255.

[v]     F. Carpino, Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano, 1948, vol. I, coll. 1687-1688.

[vi]    D. Th. C., vol. II, col. 1655.

[vii]   Cfr. Sto. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 24, a. 9; De malo, q. 7, a. 7, ad 8.

[viii] Cajetanus, De Comparatione auctoritatis Papae et Concilii…, Roma, Pollet, 1936, cap. III, pp. 20-21, n. 19.

(Traducido por Marianus el eremita)

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Mateo 5,37: "Que vuestro modo de hablar sea sí sí no no, porque todo lo demás viene del maligno". Artículos del quincenal italiano sí sí no no, publicación pionera antimodernista italiana muy conocida en círculos vaticanos. Por política editorial no se permiten comentarios y los artículos van bajo pseudónimo: "No mires quién lo dice, sino atiende a lo que dice" (Kempis, imitación de Cristo)

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