El Evangelio de este domingo (Lc 21,5-19) consiste en la primera parte de un discurso de Jesús: el de lo últimos tiempos. Jesús lo pronuncia en Jerusalén, cerca del templo; y la ocasión se la proporciona precisamente la gente que hablaba del templo y de su belleza. Porque era hermoso ese templo. Entonces Jesús dijo: «Vendrán días en los que, de todo lo que veis, no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21,6). Naturalmente le preguntan: ¿Cuándo sucederá eso? ¿Cuáles serán las señales? Pero Jesús desplaza la atención de estos aspectos secundarios –¿Cuándo será? ¿Cómo será?– hacia las verdaderas cuestiones. Y son dos. Primero: no dejarse engañar por los falsos mesías ni dejarse paralizar por el miedo. Segundo: vivir el tiempo de la espera como tiempo de testimonio y perseverancia. Y nosotros estamos en ese tiempo de espera, la espera de la venida del Señor.
Este discurso de Jesús es siempre actual, también para los que vivimos en el siglo XXI. Él nos repite: «Cuidaos de no dejaros engañar. Porque muchos vendrán en mi nombre» (v. 8). Es una invitación al discernimiento, esa virtud cristiana de entender donde está el espíritu del Señor y donde está el mal espíritu. También hoy, en efecto, hay falsos «salvadores», que intentan sustituir a Jesús: líderes de este mundo, santurrones, hasta brujos, personajes que quieren atraer a sí las mentes y los corazones, especialmente de los jóvenes. Jesús nos pone en guardia: ¡No vayáis tras ellos!
El Señor nos ayuda también a no tener miedo: ante las guerras, las revoluciones, e incluso a las calamidades naturales, a las epidemias, Jesús nos libera del fatalismo y de falsas visiones apocalípticas.
El segundo aspecto nos afecta precisamente como cristianos y como Iglesia: Jesús anuncia pruebas dolorosas y persecuciones que sus discípulos deberán padecer por su causa. Sin embargo nos asegura: «Ni un cabello de vuestra cabeza se perderá» (v. 18). ¡Nos recuerda que estamos totalmente en las manos de Dios! Las adversidades que encontremos por nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio son ocasiones para dar testimonio; no deben alejarnos del Señor, sino empujarnos a abandonarnos aún más en Él, en la fuerza de su Espíritu y de su gracia.
En este momento pienso, y pensamos todos -hagámoslo juntos-, en tantos hermanos y hermanas cristianos, que sufren persecuciones por causa de su fe. Hay muchos. Quizá muchos más que en los primeros siglos. Jesús está con ellos. También nosotros estamos unidos a ellos con nuestra oración y nuestro cariño. Y admiramos su valentía y su testimonio. Son nuestros hermanos y hermanas, que en tantas partes del mundo sufren por ser fieles a Jesucristo. Les saludamos de corazón y con cariño.
Al final, Jesús hace una promesa que es garantía de victoria: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (v. 19). ¡Cuánta esperanza en estas palabras! Son un reclamo a la esperanza y a la paciencia, a saber esperar los frutos seguros de la salvación, confiando en el sentido profundo de la vida y de la historia: las pruebas y dificultades forman parte de un designo más grande; el Señor, dueño de la historia, conduce todo a su cumplimiento. ¡A pesar los desórdenes y desastres que turban el mundo, el designo de bondad y de misericordia de Dios se cumplirá! Y esta es nuestra esperanza: ir así, por ese camino, en el plan de Dios que se cumplirá. Es nuestra esperanza.
Este mensaje de Jesús nos hace reflexionar sobre nuestro presente y nos da la fuerza para afrontarlo con valentía y esperanza, en compañía de la Virgen, que siempre camina con nosotros.
Después del Ángelus
Saludo a todas las familias, asociaciones y grupos que habéis venido da Roma, desde Italia y de tantas partes del mundo: España, Francia, Finlandia, Países Bajos.
Hoy la comunidad eritrea de Roma celebra la fiesta de San Miguel. Los saludamos de corazón.
Hoy se celebra la «Jornada de las víctimas de la carretera». Aseguro mi oración y animo a proseguir en el empeño de la prevención, porque la prudencia y el respeto de las normas son la primera forma de tutela de sí y de los demás.
También quisiera aconsejaros a todos una medicina. Alguno pensará: ¿El Papa haciendo de farmacéutico ahora? Es una medicina especial para concretar los frutos del Año de la Fe, que llega al final. Pero es una medicina de 59 pastillas para el corazón. Se trata de una «medicina espiritual» llamada Misericordina[1]. Una caja de 59 pastillas para el corazón. Algunos voluntarios la distribuirán al dejar la Plaza. ¡Tomadla! Contiene un Rosario, con el que se puede rezar también la «coronita de la Misericordia», ayuda espiritual para nuestra alma y para difundir por todas partes el amor, el perdón y la fraternidad. No os olvidéis de llevarla, porque os hará bien. Hace bien al corazón, al alma y a toda la vida.
[1] Confeccionada como una auténtica caja de fármacos, la medicina es un simpático compuesto con eficaces instrumentos para la salud del alma: un rosario, una estampa de la Divina Misericordia, un prospecto con la posología y las indicaciones de uso. La medicina -se lee en el prospecto- aporta misericordia al alma, con una efusión de tranquilidad en el corazón. Su eficacia está garantizada por las palabras de Jesús. Debe tomarse cuando se desea la conversión de los pecadores, se siente la necesidad de ayuda, falta la fuerza para combatir las tentaciones, no se logra perdonar a alguien, se desea la misericordia para un hombre moribundo y se quiere adorar a Dios por todas las gracias recibidas. Puede darse tanto a niños como a adultos, todas las veces que se note esa necesidad. Su administración prevé el rezo de la Coronita de la Divina Misericordia, promovida por Santa Faustina Kowalska. No se han encontrado efectos secundarios ni contraindicaciones. Los Santos Sacramentos favorecen la eficacia de la medicina. Para mayor información, consulte a un sacerdote, y conserve sus sugerencias en caso de volver a tomarlas. Las cajas de Misericordina han sido producidas en cuatro lenguas: italiano, español, inglés y polaco. La iniciativa, que ya se hizo en Polonia, ha sido promovida por Mons. Konrad Krajevski, limosnero pontificio.