Vimos en el número precedente que el paganismo politeísta no se identifica con los más altos exponentes de la filosofía griega: Sócrates, Platón y Aristóteles no apreciaban los cultos de la paganitas; y el ensañamiento neoplatónico contra el Cristianismo y en favor del paganismo fue el fruto no de la metafísica aristotélica, sino de la “filosofía” combatida por Aristóteles: una “filosofía” teóricamente escéptica y prácticamente amoral.
Paganismo y neopaganismo
Paganismo deriva de pagus, o sea, aldea: paganus era el aldeano, el campesino que vivía en la aldea y el paganismo reflejaba la actitud del hombre inculto frente a los misterios de la naturaleza y de la vida.
«En la acepción actual, paganismo designa (…) el conjunto de las corrientes politeístas y de las prácticas animistas de la antigüedad, en antítesis con el cristianismo (…). Tras la victoria del cristianismo, paganismo llegó a significar el conjunto de las creencias y de las prácticas de la antigua religión vencida, ya que sobrevivió sólo en los pequeños pueblos rurales. San Agustín decía: Llamamos paganos a los cultores de muchos y falsos dioses»[i].
Sin embargo, el paganismo, como veremos, no es sólo un momento superado de la historia religiosa; aún hoy se pone en constante antítesis al cristianismo:
«El término paganismo contiene una noción teológica que designa (…), la situación de los grupos humanos que no hacen parte de la Alianza (…), los paganos son miembros de los pueblos que no han sido alcanzados por la predicación cristiana o que la rechazan. (…) El término neo-paganos, indica la situación de aquellos que se consideran post-cristianos aun estando bautizados y se vuelven a dioses distintos del Dios de la Biblia (…).»[ii].
El politeísmo, corrupción del monoteísmo
La verdadera Religión fue revelada, o sea, desvelada desde el principio por Dios a Adán en el Paraíso terrenal. En efecto, habiendo dado Dios al hombre un fin sobrenatural, Dios tuvo, por consiguiente, que instruir al hombre sobre lo que era necesario para alcanzar tal fin, no bastando para ello ni la sola razón ni la simple religión natural.
Después del pecado original y la expulsión de Adán y Eva del Paraíso terrenal (alrededor del 4000 a. C.) nacieron Caín (padre de la estirpe de los malos) y Abel; tras la muerte de este último a manos de Caín (120 años después de la Creación del mundo), Adán tuvo otro hijo de nombre Set (130 años después de la Creación), que fue un hombre recto y padre de la estirpe de los buenos; entre sus descendientes merece especial mención Enoc, el cual fue elevado, todavía vivo, al “cielo etéreo o sidéreo” (en el que no se goza todavía de la Visión Beatífica) y volverá hacia el fin del mundo para combatir, junto con Elías, al Anticristo. El Génesis «en vez del usual “murió”, escribió “se lo llevó Dios”, osea, fue milagrosamente transportado, como lo será Elías, para el cual usa el mismo vocablo “lo raptó”, a una esfera ultraterrena”[iii].
Mientras los descendientes de Set permanecieron unidos entre ellos se mantuvieron rectos y fieles al único Dios; pero, cuando comenzaron a mezclarse con los descendientes de Caín, se volvieron malos ellos también.
«Lamec, descendiente de Caín, tuvo dos mujeres e inició la poligamia y la barbarie moral (…). También se corrompieron los descendientes de Set. Se casaron con las descendientes de Caín (…) y se casaron con cuantas quisieron. La poligamia se difundió cada vez más, los hombres soltaron todo freno a su lascivia, el temor de Dios se desvaneció e incluso los buenos se dejaron arrastrar a la corrupción (…)»[iv].
Llenaron el mundo de vicios y desenfrenos, habiendo abandonado cada uno de ellos los caminos del Señor, eran “fugaces en el amor y tenaces en el delito”.
«Dios no es indiferente a esta marea en alza de mal, siente un disgusto profundo. El es misericordioso pero también justo»[v]. Por esto los castigó mediante el Diluvio universal (alrededor del 2500 a. C.), del cual se salvaron solamente Noé y su familia.
En efecto, en medio de la depravación universal, hubo algunos hombres justos, los cuales, cultivando la verdadera religión monoteísta y las virtudes morales, conservaron viva la fe en un solo Dios y en el Redentor que vendría prometido por El.
Entre ellos estuvo, como se vio antes, primero Enoc, asombrosamente fiel a Dios. Después Noé, de la estirpe de Set, el cual tuvo tres hijos: Sem, Cam y Jafet.
Cam faltó al respeto a su padre «burlándose, lleno de desprecio, de la patria potestas, humillada por la embriaguez y por la desnudez, por lo cual el culpable fue degradado como “menor” frente a sus hermanos… será humillado porque ha humillado»[vi]. Noé, en efecto, lo maldijo junto a su posteridad (Canaán y los Cananeos), prediciendo que sus descendientes serían sometidos y esclavos de los descendientes de Sem (Semitas) y de Jafet (Indoeuropeos).
Cam no fue condenado junto a su etnia como racialmente inferior, pero como había pecado fue puesto en un estado de sumisión y de inferioridad con respecto a los Semitas y los Indoeuropeos. Este no es un pasaje racista de la Biblia, sino que nos enseña que los pecados degradan al hombre y a los pueblos: si un pueblo se da al ocio y al vicio, decaerá y muy pronto se embrutecerá y será sometido por otro, no a causa de una inferioridad racial suya, sino a causa de su desorden moral.
La expansión del politeísmo
Los descendientes de Sem, Cam y Jafet quisieron levantar una torre, junto a Babilonia, que tocase el Cielo, para desafiar e igualar al Altísimo; el Señor, enfadado, confundió sus lenguas y tuvieron que desistir de levantar la Torre de Babel y se dispersaron por el mundo (alrededor del 2400 a. C.).
A Jafet le tocó Europa con Asia menor (Grecia, Anatolia, Cáucaso, Bielorrusia, Persia), a Sem Asia oriental (Siria y Desierto Arábigo), a Cam Africa (Canaán y Egipto)[vii].
De Sem desciende Heber (del cual deriva la palabra “hebreo”, o sea, descendiente de Heber y de Sem) y de Téraj, su descendiente, nació Abrahán (alrededor del 2000 a. C.), en Ur de Caldea, donde sin embargo se adoraba a los ídolos, a los falsos dioses y a los demonios porque el Politeísmo, que da a las criaturas el culto de latría debido sólo a Dios, había invadido ya el globo terráqueo.
La idolatría politeísta, degeneración del Monoteísmo adamítico, había sido propagada por el malvado Cam, junto a la magia, en Africa y especialmente en Egipto donde todavía hoy es familiar. La idolatría se extendió después a todo el mundo, habiéndose oscurecido cada vez más la noción de un solo Dios verdadero. Dios, sin embargo, hizo una alianza con Abrahán para que su descendencia mantuviese el Monoteísmo y preparase la venida del Redentor Jesucristo.
Además, según los exegetas alemanes Ignacio Schuster y Juan Bautista Holzammer, la construcción de la Torre de Babel y la dispersión de los pueblos, que hasta entonces, a pesar de la decadencia moral, se habían mantenido en el culto del Unico Dios verdadero, marcan el surgir del Paganismo idólatra y politeísta.
La Sagrada Escritura define la idolatría como degeneración, corrupción inexcusable y maldita y pone en relación la idolatría con la depravación de las costumbres, que hizo deslizarse cada vez más al hombre hacia el abismo de la superstición y la aberración del politeísmo. En efecto, se acaba por pensar como se vive: si se vive bien -según la Ley divina- se piensa bien, pero si se vive contra los mandamientos de Dios, se pierde también la recta noción del Altísimo y la fe genuina.
Sin embargo, la degeneración no fue imprevista –“Nemo repente fit pessimus” (San Bernardo)- sino lenta y continua; la humanidad pasó así gradualmente del Monoteísmo al Politeísmo.
La idolatría, escribe San Atanasio (Commentarius in Sapientiam), es una “degeneración, por cuanto a ella va unida una corrupción moral, causa de falsa fe” (cfr. Rom., I, 28 ss.): las pasiones desatadas y los vicios comenzaron a ser adorados y no ya solamente vividos, hasta llegar a los sacrificios humanos (v. el culto de Moloc, en los Cananeos, descendientes de Cam y Canaán, los cultos orgiásticos et coetera).
Justamente por ello San Pablo escribió que la idolatría pagana (muy conocida por él de cerca) no era un culto de Dios, sino del diablo (“lo que las Gentes inmolan, lo ofrecen a los demonios y no a Dios” I Cor., X, 20). Los Padres de la Iglesia admiten unánimemente este hecho y la Sagrada Escritura dice: “Todos los dioses de las Gentes son demonios” (Salmo 95, 5)[viii].
Satanás y el paganismo
Satanás es el “príncipe de este mundo” (Jn., XII, 31), incluso “el ‘dios’ de este mundo” (II Cor., IV, 4). Dicho dominio, no absoluto, de Satanás durará hasta el final de los tiempos, a pesar de haber sido disminuido a partir de la muerte de Cristo; Satanás tiene siempre el poder de empujar a los hombres al pecado y de convertirlos así en esclavos suyos; el sueño milenarista de una era de paz absoluta en este mundo, sin ninguna tentación, es una utopía condenada por el Magisterio eclesiástico.
Desde el pecado original, Satanás hace extenderse el mal y la muerte entre todos los hijos de Adán (Rom., V, 12-14). San Agustín afirma que el reino de Satanás es “casi un cuerpo místico”, imitación de la Iglesia de Cristo (Hom. XVI in Evangelium), San Gregorio Magno lo retoma y escribe: «El demonio es la cabeza de todos los inicuos y todos los inicuos son miembros de este cuerpo» (Moralia, IV, 14). Monseñor Antonino Romeo, a su vez, escribe: «El satanismo más profundo y capilar es la apoteosis y el culto del hombre, con reducción de la religión a algo libre y facultativo»[ix]. Así sabemos qué pensar del neomodernismo “conciliar”, del Concilio y, en particular, de la Dignitatis Humanae.
Sobre este tema hay dos obstáculos que evitar:
a) negar la existencia de Satanás y del satanismo (error por defecto);
b) hacer de Satanás una divinidad (superstición por exceso).
«La credulidad pagana adultera el concepto de Satanás para hacer de él una divinidad malvada a la que se debe servir o conciliar consigo por interés personal. De ahí que, en el mundo pagano, surjan ofrendas para aplacarlo y mil otras prácticas que subsisten todavía hoy. El culto de la serpiente, ampliamente ejercido en el mundo antiguo (Egipto, Oriente semítico), se difundió de este a oeste, de sur a norte… Para los gnósticos, Satanás era identificado con la serpiente del Paraíso terrenal, y es exaltado por haber reivindicado los derechos del Hombre revelando al Adán caído la gnosis del bien y del mal, enseñando la rebelión al mandamiento del Creador. Figuras de Satanás son Caín, Esaú y sobre todo Judas, que intentó liberar la humanidad de Jesús. Los gnósticos estaban organizados en sectas secretas… El movimiento cátaro-albigense y el maniqueísmo han exaltado a Satanás. Todavía hoy, los Kurdos Yazidíes (alta Mesopotamia) y los musulmanes sunnitas adoran a “Iblis” (diablo)» [x].
El culto de Satanás se concentra en las retro-logias masónicas a través de las misas negras y los ritos orgiásticos; por esto monseñor Ernest Jouin define la masonería “contra-iglesia universal” y monseñor Meurin la “sinagoga de Satanás”.
El neopaganismo, es decir, la vuelta al paganismo
Es el desafío sacrílego contra Dios, la afirmación luciferina del Yo absoluto, que desde la pervertida cábala primordial y desde la paganidad reflorece con el humanismo y el renacimiento (siglos XV y XVI), el protestantismo, el iluminismo y el libertinismo liberal (siglo XVIII), el masonismo iluminado y espiritualista de Claude de Saint Martin, el socialismo de los Saint-simonianos (siglo XIX), de Marx y Proudhon, la anarquía nihilista de Max Stirner, el laicismo burgués del “risorgimento” y el irracionalismo nihilista-teórico voluntarista e irracionalista de Nietzsche, hasta la filosofía post-moderna del siglo XX[xi].
Parte integrante del satanismo es la magia, cuya cuna fueron los Medos, los Persas, Babilonia y Mesopotamia.
También la brujería es instrumento del satanismo, explica el profesor Gustavo María Apolloni, «campesinos y pueblerinos, cuando la medicina oficial -a su parecer- no conseguía alcanzar su fin, recurrían (y sucede todavía hoy) a las brujas, que suministraban brebajes de hierbas curativas, como las solanáceas (…) e infusiones estupefacientes, como el opio, el cannabis, que producían un estado de delirio (…). La ceremonia inicial de la carrera de bruja era un pacto con el demonio, (…) y ceremonias particulares, entre las que había desde sacrificios cruentos hasta el homicidio ritual, con una liturgia en honor a Satanás, si era posible por medio de un sacerdote apóstata»[xii].
El “misterio” de Roma
En sus Meditazioni sugli Atti degli Apostoli (Cinisello Balsamo, San Paolo, 2008), don Divo Barsotti insiste en el siguiente concepto: como en los Evangelios Cristo debía subir a Jerusalén para llevar a cabo la Redención del género humano, así, en los “Hechos”, Pedro debe ir a Roma para llevar los frutos de la Redención al mundo entero de manera que no permanecieran encerrados en los angostos confines de la sola Judea, sino que realmente estuvieran a disposición de todos, “judíos y griegos”.
Los “Hechos” nos hacen comprender la importancia que Dios reservó a Roma en la economía de la salvación de la Nueva y Eterna Alianza, la cual remplazó definitivamente a la Antigua Alianza. Roma toma el puesto de Jerusalén y todos los pueblos son llamados a la Roma de Pedro (capital de la religión de la Nueva Alianza) y no ya solamente los judíos.
En efecto, “los Hechos de los apóstoles llevan en sí el misterio de Roma. El Espíritu Santo quiere que Pablo [como Pedro] deje Asia, su patria, y entre en este mundo desconocido de la civilización griega (…) [en el que imperan] la cultura griega y el poder romano” (ibidem, p. 302). Poder que está hecho de fuerza (virtus) y de derecho (ius) para civilizar el mundo bárbaro y convertirlo en Estado o sociedad civil. Sobre esta sociedad civilizada naturalmente por el derecho romano y por la metafísica griega se injertará el Evangelio, como la gracia se injerta -sin destruirla- en la naturaleza y la perfecciona (Santo Tomás).
Barsotti distingue perfectamente la idolatría de la religión popular pagana, que era intrínsecamente mala, de la filosofía y del derecho paganos, que eran naturalmente buenos y rectos y preparaban a la gracia (ibidem, p. 319). El Evangelio no es solamente el cumplimiento sobrenatural y revelado del Antiguo Testamento, sino también de la razón y del derecho natural de la paganidad greco-romana. Nada menos católico que el Bayanismo, como el sincretismo o el esoterismo de la unidad trascendente de todas las “religiones”.
Atenas y Roma están ordenadas -naturalmente- por la Providencia a la difusión del Evangelio por todo el mundo civilizado, como el Antiguo Testamento estaba ordenado -sobrenaturalmente- por el Dios Trino a la revelación del Nuevo Testamento. La cuenca del Mediterráneo (Jerusalén, ciudad de los Profetas, Atenas, ciudad de la filosofía, Roma, ciudad del derecho) es el lugar que Dios eligió por pura bondad suya para ser la cuna de la Revelación, de la cultura y de la ley, que llevarán, poco a poco, la verdadera religión a todo el mundo. “¿Podemos, si queremos ser católicos, liberarnos de la metafísica griega? Como el cristianismo asume los valores del Antiguo Testamento, así asume el lenguaje de los griegos (…), como no podemos prescindir del Antiguo Testamento, así no podemos ya prescindir de la metafísica clásica” (ibidem, p. 323). Querer renunciar a Platón y Aristóteles es una especie de marcionismo natural. “La misión del cristianismo es universal (…) en cuanto que es completa y perfecciona las esperanzas de mundo antiguo” (ibidem, p. 324).
Don Barsotti demuestra -además- cómo Roma, que al principio, con Pilato, había soportado mal (sin oponerse) la presión judía contra Jesús, poco a poco no soportó ya la perfidia judía, promotora de las persecuciones contra el cristianismo a través del brazo armado romano.
Sin embargo, si al principio “el imperio romano no es como el judaísmo, los tribunales romanos no son como el sanedrín, Roma y sus tribunales parecen asumir una actitud favorable a la evangelización cristiana” (ibidem, p. 343), con el pasar del tiempo y sobre todo a partir de Nerón († 68) y Domiciano († 96), como “el judaísmo rechazó a Cristo y el judaísmo fue rechazado por Dios, ahora el imperio rechaza el mensaje cristiano y el imperio es así abandonado por Dios a su disolución y ruina” (ibidem, p. 344), que tendrá lugar de manera definitiva por obra de los bárbaros en el siglo V.
Roma muere pagana para resurgir cristiana
Paganismo es ausencia de orden sobrenatural, de ahí que las virtudes adquiridas de los paganos no puedan ser perfectas[xiii], pero no se puede decir tampoco (como decía Bayo) que son pecaminosas en sí mismas; pueden ser perfeccionadas por la gracia de Cristo que las convierte en sobrenaturales y las ordena a su fin último.
En efecto, las acciones, naturalmente buenas en sí, de los paganos, tenían como objetivo los honores, la gloria, la fama terrena, pero se debe admitir que estas virtudes naturales adquiridas, aun no estando ordenadas al fin último y no teniendo valor sobrenatural, permitieron a los antiguos Griegos y Romanos vencer algunas pasiones desenfrenadas y alcanzar un grado elevado de cultura, de orden y disciplina individual y social, de modo que Dios se sirvió de la cultura griega y del poder y orden de Roma para difundir el Evangelio por todo el mundo, no obstante las persecuciones de la sinagoga y del imperio romano.
La religión romana
Los Romanos pertenecen a la rama latina de aquella inmigración de Itálicos, de estirpe indoeuropea, los cuales en el tercer milenio a. C. descendieron a Italia, poblada entonces por pueblos neolíticos: Ligures, Euganeos (actuales Vénetos), Elimos (actuales Sicilianos), indígenas de Cerdeña y Córcega. Esta primera oleada de Itálicos fue a vivir a la llanura padana.
En el primer milenio a. C. tuvo lugar la segunda oleada inmigratoria, desde los países transalpinos a Italia central (Sabina, Terni, Lacio). Los Romanos se convirtieron en un pueblo de agricultores; su religión estaba hecha para satisfacer las exigencias de un pueblo agrícola y por esto era rica en precisiones ético-jurídicas que daban a cada uno lo que le correspondía para garantizar los confines de la propiedad y las tranquilas relaciones personales: “No desarrollos teológicos, no bordados de mitología, no éxtasis de misticismo, sino reconocimiento de los poderes divinos, cada uno limitado a su ámbito y no emparentados con los demás”[xiv].
El culto público en Roma era ofrecido por el sacerdote, quien oficia la acción sagrada, y la religión era un elemento del engranaje estatal, sometida a la autoridad suprema de la Polis, porque en Roma “el estado fue, más que en otros lugares, omnipresente y centralizador”[xv]. El sacerdote es un simple experto del ritual, un liturgista, sin posiciones doctrinales que tutelar. Cuando Roma se convierte en señora del mundo se llegó al culto imperial: el Estado estaba centralizado en una persona que era considerada semidivina.
El cristianismo estaba fundado, sin embargo, en la unidad y trascendencia de Dios; por esto rechaza el culto imperial y entra en conflicto con el Estado romano.
Concepción pagana y concepción cristiana del Estado.
La concepción política del paganismo es naturalista, o sea, el fin último del hombre y de la sociedad es la existencia terrena y las cosas visibles, no hay nada más allá y por encima del Estado, es una especie de panestatismo que absorbe al individuo totalmente (totalitarismo). Estado y religión son una sola cosa, más aún, la religión está al servicio del Estado, es un instrumentum regni. Además “la religión pagana greco-romana no tenía ni dogma ni moral derivada de aquel y era naturalista ella misma, sus dioses no eran Entes trascendentes y personales, sino seres humanos mitologizados[xvi].
El cristianismo aportó dos ideas nuevas que le faltaban a la paganidad: la trascendencia del Dios personal y la providencia divina.
1) La trascendencia divina
Dios es esencialmente distinto del mundo y del hombre y con ello se erradicaba todo panteísmo confusionista. Además, el cristianismo no era la religión de una tribu, o de una ciudad o de un solo pueblo, era una religión universal, aun respetando las diferentes mentalidades, culturas, modos de vivir, tradiciones locales, mientras no contuvieran elementos contrarios a la sana razón, al dogma y a la moral. El Estado cesó de ser una divinidad absoluta y totalizante, para convertirse en la unión de muchos hombres en vista de un fin bajo una autoridad que procurase el bienestar común temporal de la comunidad.
Además como lo que es terreno y temporal -por la jerarquía de los fines- es inferior a lo que es celeste y espiritual, el Estado debe ser sometido a la Iglesia, como el cuerpo al alma, y ayudarla a conducir a las almas al Paraíso mediante una buena legislación que haga posible una vida moral ya sobre esta tierra.
2) La providencia
Si Dios es personal y trasciende infinitamente a toda criatura (también angélica), sin embargo, es Creador y, siendo Bondad infinita, cuida de Sus criaturas: las irracionales son gobernadas por leyes físicas y a las racionales las lleva de la mano, día a día, paso a paso, a su fin sobrenatural, respetando su libertad.
El Estado es una criatura de Dios porque el hombre es un animal social por naturaleza y, por tanto, Le debe honor y gloria como todas las demás criaturas. En particular, el Estado debe estar subordinado al poder espiritual -la Iglesia- que Dios ha establecido sobre la tierra para el bienestar común sobrenatural de los hombres.
Cesa así toda forma de estatolatría pagana, de Cesarismo, de panestatismo o totalitarismo político, que reaparece cada vez que el hombre y las naciones se alejan de Cristo y de Su Iglesia.
La persecución del cristianismo
Los primeros tres siglos de la era cristiana estuvieron caracterizados por graves persecuciones por parte del paganismo contra el cristianismo; sin embargo -escribe Marta Sordi-, “toda generalización es incorrecta, tanto la que hacía de los tres siglos una persecución continuada como la que tiende a minimizar el alcance de las persecuciones”[xvii].
El enfrentamiento era, en el fondo, inevitable, dada la contraposición entre el cristianismo y el panestatismo pagano, pero es sabido que en las persecuciones de los tres primeros siglos jugó un papel fundamental la “envidia judía y el ‘celo’ mal iluminado por la religión de la Antigua Alianza (…). Pero el ‘celo’ tenía sus raíces en un amor impuro. Se creía defender a Dios mientras que, de hecho, no se defendía sino el propio privilegio” (Divo Barsotti, op. cit., p. 315).
“Como en la pasión de Cristo, así también ahora (en la pasión de los cristianos) son los judíos los que hacen la guerra. La dilatación de la comunidad cristiana era para el judaísmo el anuncio de su muerte y por esto su lucha (contra el cristianismo) era su rechazo a morir. Con toda su fuerza el judaísmo debía combatir el avance del cristianismo para sobrevivir” (ibidem, p. 367); “el ‘celo’ por Dios que manifestaban los judíos era más impuro que la ingenua idolatría de los paganos” (ibidem. 272).
“La primera ocasión de enfrentamiento entre el Imperio Romano y el cristianismo -continúa Marta Sordi- fue el proceso de Jesús… En estos últimos decenios, algunos estudiosos han intentado revertir el planteamiento dado al proceso por los Evangelios, atribuyendo al poder romano y no a la autoridad judía la iniciativa del proceso mismo. […]. Desde el punto de vista científico, los argumentos de estos estudiosos se han revelado muy frágiles y de fácil confutación… Para los Evangelios, la iniciativa fue de los Judíos aunque la ejecución fuera de los Romanos. Los cuatro relatos [de los Evangelios] muestran como determinante la responsabilidad de los Judíos y reducen la participación de Pilato en la muerte de Jesús al hecho de ceder, en contra de su voluntad, a las solicitaciones de los sumos sacerdotes y de la muchedumbre”[xviii].
Según la insigne estudiosa de historia greco-romana, la confrontación entre Imperio romano y cristianismo fue ante todo una confrontación religiosa: el cristianismo fue perseguido como religión y la conversión de Roma a Cristo fue determinada en gran parte por el acercamiento de muchos, disgustados por la corrupción de la época, a una religión que implicaba un severo compromiso y la práctica austera de virtudes personales y familiares. “Creo -escribe Sordi- que la conversión del mundo pagano al cristianismo es ante todo una conversión religiosa y que la inmensa fuerza de atracción que la nueva fe ejerce, desde el principio, en el Imperio antiguo más grande y en su cosmopolita capital, se revela por su capacidad de responder a las exigencias religiosas más profundas del alma humana, que eran también, en el particular momento histórico en el cual el cristianismo entró en el mundo, las exigencias religiosas del mundo romano”[xix]. El cristianismo supo responder a las preguntas apasionadas que se hacían los hombres y, particularmente, los antiguos Romanos y conquistó el mundo antiguo.
El cristianismo no era un fenómeno revolucionario: él aceptaba al Estado y al César en cuanto “establecido en el poder por nuestro Dios” (Tertuliano, Apologetica 33, 1), pero no podía admitir el culto imperial como si fuera una divinidad; obedecía y combatía por Roma en cuanto poder público establecido por Dios “del cual desciende todo poder”, pero se negaba a ofrecer incienso a los dioses y al emperador divus Caesar. Hubo en ello, sin embargo, una especie de prolongada resistencia pagana contra el cristianismo llevada adelante por una pequeña aristocracia intelectual ligada a las antiguas tradiciones, que actuaba en nombre de una “tolerancia” que los cristianos eran acusados de no tener (Proclo, Jámblico, Juliano el Apóstata, Porfirio) y de la cual hoy Alain de Benoist se hace heraldo y continuador.
Intolerancia doctrinal y tolerancia práctica del cristianismo
El salmo dice “Omnes dii gentium daemonia” y San Pablo escribe: “Los sacrificios de los paganos son ofrecidos a los demonios” (I Cor., X, 14). Celso, en el 178, escribía que los cristianos se enorgullecían de poder burlarse e incluso golpear las estatuas de los dioses sin sufrir venganza.
En realidad, el cristianismo, presentándose como la única religión, tenía una fuerte carga de intransigencia doctrinal y de “pensamiento fuerte” frente a la civilización romana pluralista, escéptica, devaluada por un “pensamiento débil” y en ese momento en profunda decadencia moral, y triunfó sobre las demás demasiado cómodas religiones orientales y sobre el escepticismo de Roma gracias a su intransigencia doctrinal, a la fe en la divinidad de su Credo y a la intolerancia hacia el panteísmo politeísta pagano.
“Es necesario distinguir la intolerancia de principio [o doctrinal], esto es, la indisponibilidad a llegar a acuerdos o a aceptar compromisos con el adversario, de la intolerancia de hecho que conduce a activar… medidas violentas y represivas. ¿Cómo fue posible -se pregunta Pier Franco Beatrice- que el cristianismo pasara… de las grandes afirmaciones de principio contra la idolatría y los cultos paganos a la práctica de comportamientos declaradamente persecutores hacia los que fueron una vez sus perseguidores?”[xx]. San Juan Cristóstomo, hacia el 380, anticipaba la respuesta a la objeción, afirmando que ningún emperador cristiano había echado a los paganos a las bestias[xxi].
Es necesario precisar que, si los paganos no fueron echados en el Coliseo a los leones, el cristianismo no reconocía el derecho al error en el fuero externo y público, pero toleraba la superstición en el fuero interno y en privado.
Ciertamente el cristianismo realizó una censura de errores intelectuales y de desviaciones supersticiosas paganas y, fortaleciéndose cada vez más, abolió los cultos públicos paganos: “Ceset superstitio, sacrificiorum aboletur insania” (Codex Theodosianus, 16, 10, 2). Por lo demás los templos no eran solamente lugar de culto pagano, abolido ya en este momento, sino también lugar de encuentro para fiestas, juegos, diversiones de los cuales el cristianismo no quería privar al pueblo. Por eso, aun queriendo erradicar la superstición, quiso salvar los templos utilizándolos para reuniones populares con la condición de que no sirvieran para el culto pagano; pero, como el paganismo rural “masacró sacerdotes y destruyó iglesias cristianas” (San Agustín, Ep. 91), el cristianismo tuvo que ordenar, en ciertos casos y circunstancias, la demolición de los templos para “quitar toda materia a la superstición” (Codex Theodosianus 15, 1, 36).
Los Apologistas cristianos de los primeros siglos fueron intransigentes al difamar la fe y los cultos paganos. Justino, mártir, “escribiendo en la mitad del siglo II, sostenía que los poetas paganos y los compositores de mitos se habían desviado en cuanto que habían confundido a los malvados demonios con los dioses y habían cantado así sus acciones (I Apol. 5, 4; II Apol. 5)[xxii]. También Atenágoras, en torno al 177, escribía que los demonios eran responsables de las rarezas de los cultos paganos (Supplicatio 26). Fírmico Materno escribió en torno al 346 el De errore profanarum religionum para pedir a los emperadores que extirparan el paganismo que “estaba equivocado in toto y era obra del demonio”[xxiii]. Rufino de Aquilea en el 402 en su Historia ecclesiastica escribía que “el paganismo es un error monstruoso, obra del demonio, que es el “mentiroso” por antonomasia. Ilusión, fraude, engaño, mentira están presentes por todas partes: las creencias de los paganos son solamente error y superstición, el culto unido a él es solamente magia, delitos y desenfrenos. El conjunto es un enorme fraude inspirado por los demonios, cuyos ayudantes humanos -los sacerdotes paganos- se burlan de los desafortunados fieles, que son más bien víctimas que culpables”[xxiv].
El paganismo, siendo una especie de divinización de seres humanos, era un sacrilegio y una idolatría por cuanto tributaba a las criaturas (dioses) el honor debido sólo al Creador. San Pablo ya escribe: “digo que los sacrificios de los paganos son ofrecidos a los demonios y no a Dios. Ahora bien, yo no quiero que vosotros entréis en comunión con los demonios” (I Cor., X, 14, 19-20). Desde esta óptica, rechazar la comunión con los demonios significaba necesariamente destruir los falsos ídolos, que son como el cuerpo o la materialización del diablo. Para San Agustín la destrucción de las estatuas de los dioses paganos sanciona el fracaso del paganismo (De Civitate Dei, III, 12).
La “tolerancia” pagana y neopagana
“La visión típicamente liberal y pagana, según la cual se debía dejar subsistir intacta la tradición religiosa de los pueblos, se funda en gran parte en una actitud escéptica y al mismo tiempo conservadora [similar al de la ‘nueva derecha’ de Alain de Benoist] que se encuentra en netísima oposición a la convicción religiosa del cristiano: desde el momento en que -para el escéptico- no se puede conocer la verdad… es mejor dejarlo todo como está; es mejor reconocer la veneranda cultura de cada pueblo y, con ello, la religión in toto”[xxv].
Cada pueblo -para el paganismo- posee una tradición propia, una costumbre religiosa propia y tradiciones y ancianidad dan una autoridad a las religiones; por ello todo lo que los hombres veneran debe ser considerado como una única y misma cosa, y todos los caminos conducen a la divinidad, más aún, como escribe Símaco a Valentiniano II: “por un solo camino no se puede llegar a un misterio tan grande” (Relatio III, 10). ¿Cómo no reconocer en tal expresión las teorías neo-paganas de Juliano el Apóstata (Contra Galileos), Evola, Guénon, de Benoist?
Es necesario subrayar que la invitación a la tolerancia deriva de una teoría de indiferencia escéptica o pluralismo y opinionismo liberal filosófico propio del paganismo o del neopaganismo, de ahí que todos los cultos tengan un mismo e idéntico valor, pero tales opiniones son presupuestos dogmáticos, porque el escepticismo, que afirma no poder conocer la verdad, está seguro de no poderla conocer y este es su dogma o firme certeza.
Tales ideas, tal escepticismo filosófico y religioso, teórico y práctico, tienen un enemigo único y principal, que se llama cristianismo, según el cual el hombre tiene facultades cognoscitivas que no le engañan y puede llegar a encontrar la verdad con certeza, aunque no toda o totalmente, con la razón natural y con la ayuda extrínseca de la Revelación.
“Vosotros decís -respondía San Ambrosio a Símaco- que un camino solo no basta para llegar al conocimiento del misterio divino. ¡Pero la voz de Dios nos ha revelado ya a nosotros [cristianos] lo que para vosotros [paganos] constituye todavía un misterio!” (Epist. XVIII a Valentiniano II para confutar la Relatio de Símaco).
Todo escepticismo, antiguo y moderno, odia la metafísica y el cristianismo, que es la religión del Ser mismo subsistente (Ego sum qui sum), porque el escepticismo, negando la capacidad de conocer la realidad, cae en el nihilismo: sólo queda la nada, el ser ni es cognoscible ni existe. El escepticismo es antimetafísico por esencia; de ahí que no nos debamos sorprender si, entre los adversarios del cristianismo, encontramos el paganismo antiguo y el inmanentismo moderno, ambos fundados en el relativismo, el agnosticismo y el pluralismo.
Cuando Evola critica al cristianismo imita a autores escépticos y pluralistas como Proclo, Porfirio, Jámblico, Juliano el Apóstata, lo cual le lleva a abrazar -sin contradecirse- el idealismo mágico de Schelling y la moderna y modernista filosofía idealista alemana.
El paganismo y el neopaganismo más que antisemitas son anticristianos. Juliano el Apóstata quería reconstruir el tercer templo de Jerusalén (como Ariel Sharon), pero odiaba a Jesús. ¿Por qué? Porque era un escéptico y no soportaba la intransigencia intelectual, el dogmatismo cristiano (como lo llaman despectivamente los masones, “constructores” ellos también del Templo). Los escépticos más que al judaísmo post-bíblico odian el mosaísmo y el Evangelio, que es su complemento, e imitan la cábala, rechazando el Antiguo y el Nuevo Testamento, que son la única religión verdadera del único Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo, el cual no acepta ni falsos ídolos ni falsas supersticiones.
“La observación de las diferencias entre las naciones (tan querida hoy por de Benoist) según sus particularidades étnicas y su cultura nacional constituía el argumento principal de Juliano, con el cual explicaba y justificaba la multiplicidad de las divinidades nacionales (Contra Galileos). Su reproche principal al cristianismo y casi el único al judaísmo, se refiere al primer mandamiento. Moisés habría osado hacer un Dios único de uno de los particulares dioses nacionales… y, en esto, Juliano ve el pecado original del mosaísmo y del cristianismo… como el neoplatónico Celso”[xxvi].
La opinión según la cual los pueblos deberían permanecer en su respectiva religión no es nueva, no la sostiene por primera vez Jean Servier o Mircea Eliade (y hoy los neomodernistas del VaticanoII), sino que era conocida ya por los Padres de la Iglesia y condenada como errónea. Es equivocado pensar que ella haya sido posible solamente después de la revolución francesa. No, ella tiene antepasados antiquísimos, no es en absoluto un fenómeno moderno, sino que se pierde en la “noche de los tiempos”, cuando, tras el pecado de Adán, la mayor parte de la humanidad perdió la recta razón y corrompió sus costumbres bajo el influjo maléfico de Satanás, que, tras haber hecho pecar a Adán, esparció su veneno por el mundo entero. Cuando llegó Cristo a universalizar el monoteísmo confiado –ad tempus– sólo a Israel, el furor de Satanás se redobló y quiso que el mundo permaneciera en las tinieblas del paganismo idólatra y corrupto y no pudo soportar que el Unico Dios verdadero y la única religión fueran llevadas y predicadas al mundo entero. He aquí por qué el judaísmo post-bíblico, fariseo y talmúdico, y el paganismo odiaron y persiguieron a Cristo y a su Iglesia.
Los filósofos que sostuvieron -en el pasado- la tolerancia intelectual y práctica típica del paganismo son: Celso, Juliano el Apóstata, Símaco, Proclo, Porfirio, Jámblico; y en la era moderna Pico, Ficino, Giordano Bruno, Espinosa y, en la postmodernidad, Nietzsche, Guénon, Evola, Righini, De Giorgio, Schuon, Mordini, Plebe, Zolla, de Benoist, Tarchi. Los misioneros católicos llevaron a cabo la conversión de muchos pueblos y la cristianización del mundo, no ignorando dichas opiniones gnósticas y esotéricas, derivadas de la cábala espuria, sino combatiendo una dura e intransigente batalla doctrinal y práctica contra ellas.
Conclusión
San Ambrosio, Obispo de Milán, afirmaba: “hay un solo Dios verdadero, el Dios de Abrahán y de los Cristianos, es a El solo que todos los hombres deben adorar, porque los dioses de los paganos son demonios o alteraciones rústicas e ignorantes de la noción del único Dios verdadero que Adán transmitió a sus hijos” (Ep. 17). San Ambrosio confutaba no sólo el paganismo, sino su base filosófica, el relativismo agnóstico y escéptico y la tolerancia liberal de principio.
Entre paganismo y cristianismo (que comprende el Antiguo y el Nuevo Testamento) no hay conciliabilidad; entre cabalismo talmúdico, gnosis, esoterismo hay afinidad, parentesco, filiación que los une en el odio infernal contra Cristo y Su Iglesia, odio que volvió a estallar -tras haberse mantenido oculto en el medioevo- con el humanismo en el renacimiento y se hizo más aguerrido con la filosofía moderna desde Descartes a Hegel y en la postmoderna desde Nietzsche a Popper, llevándonos al actual nihilismo dogmático y moral y a la destrucción del hombre.
Si para Símaco hay muchos caminos para llegar a la divinidad, para Cristo sólo hay dos caminos: uno que conduce a la perdición y es amplio y espacioso -porque afluyen a él también los múltiples caminos de Símaco y de los brujos cabalistas, paganos y neopaganos- y otro que conduce a las salvación y es estrecho y angosto, ya que es solamente el del Antiguo y Nuevo Testamento. Prudencio escribía: “Senderos secundarios del camino equivocado hay muchos, como muchos son los dioses, los ídolos, los demonios en los templos… Es una ilusión creer que los cultos paganos llevan a Dios; que los cristianos y los paganos lleguen a la misma meta. La idolatría conduce sólo al fin contrario a la vida. A la muerte definitiva y eterna. Las demás religiones no son caminos de salvación; en efecto, el demonio no deja ir hacia el Señor de la salvación, sino que muestra el itinerario de la muerte, a través de falsos caminos… ¡Alejaos, paganos (Ite procul, gentes), no hay caminos en común entre vosotros y el pueblo de Dios! ¡Alejaos (discedite longe)!”[xxvii]:
“Esta es la voz de los Padres de la Iglesia: guste o no. Es la voz de la Iglesia del primer período que no quería que el no cristiano permaneciera quieto en su cultura no cristiana. […] la conversión, aun transformando completamente, no destruye, expresa una nueva orientación (converti a tenebris ad Lucem / convertirse de las tinieblas a la Luz) pero no una renuncia al propio carácter, se trata de un reordenamiento radical, de una rearticulación, de una reorganización, sin destruir lo que es reorganizado; es la transformación radical y moral del hombre. Los Apóstoles -decía San Juan Cristóstomo- no destruyeron a sus adversarios, sino que los transformaron”[xxviii].
San Basilio escribía que el paganismo constituye una sustancia pero insípida, si los cristianos consiguen salarla mediante el Verbo, entonces se transforma y se hace comestible. El paganismo no es un mal absoluto (como dirá más tarde Bayo) sino que le falta una cualidad, una perfección y esto lo convierte en inutilizable tal como es. Es necesaria una total transformación, que no debe destruir la sustancia, sino que debe sólo darle las cualidades que le faltan. Por tanto, conservar para transformar. Además, la transformación no puede derivar del paganismo mismo, sino de la intervención de Cristo (In Isaiam, 9, 228).
San Agustín especifica que todo debe ser conservado y no destruido a condición de que no sea obstáculo a la religión cristiana (De Civitate Dei, 19, 17). Por tanto, la conversión, aun excluyendo la destrucción, implica la purificación porque la verdadera conversión no puede tolerar aquello que impide la conversión total o transformación cualitativa. Por ello la cultura pagana debe ser conservada (lo cual hicieron los benedictinos), pero debe ser liberada de estos elementos que contrastan con la Verdad del Evangelio. Es necesario conservar todo aquello que está libre de idolatría o que puede ser liberado de la relación con ella, mientras que es necesario luchar contra aquello que es esencialmente pagano (escéptico, relativista, agnóstico, pluralista en el campo de los principios y supersticioso, demoníaco en el campo de la moral). San Agustín consideraba posible e incluso útil no destruir los templos paganos, sino transformarlos en iglesias, tras haberlos limpiado de la idolatría pagana: se conservaban los lugares pero no los simulacros de los dioses “falsos y mentirosos”.
El profesor Christian Gnilka escribe: “Espero que no se pase por alto la actualidad de todos estos pensamientos respecto a la teoría, hoy muy difundida, del “cristiano anónimo” presente en todas las religiones no cristianas, una teoría que tiende a igualar a todas las religiones, a debilitar la fuerza espiritual del cristianismo y a disminuir la actividad misionera de la Iglesia católica”[xxix]. De ahí que, si el cristianismo quiere volver a tomar fuerza, deba volver a su fuente: la intransigencia dogmática y, donde sea necesario, también la intolerancia práctica, limpiándose de las incrustaciones liberales y neomodernistas de sabor escéptico, relativista y pluralista, de origen pagano, que en estos años han adulterado el pensamiento incluso de no pocos teólogos, que a pesar de ello se llaman católicos, y nos han dado, escandalosos, los “encuentros de oración” con los paganos en Asís y el propagarse en el mundo católico del así llamado “espíritu de Asís”.
Crispino
(Traducido por Marianus el Eremita)
[i] Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano, Firenze, 1952, vol. IX, coll. 553-554.
[ii] J. Vernette, Neopaganesimo, en «Sette e religioni», n.º 13, enero-marzo 1994, ESD, Bologna, p. 65.
[iii] E. Testa, Genesi, San Paolo, Milano, 9ª ed., 1999, p. 100.
[iv] P. Heinisch, Problemi di storia primordiale biblica, Morcelliana, Brescia, 2ª ed., 1954, pp. 127-131, passim.
[v] GF. Ravasi, Il libro della Genesi, Città Nuova, Roma, p. 121.
[vi] E. Testa, Genesi, San Paolo, Milano, 9ª ed., 1999, p. 119.
[vii] Atlante del mondo biblico, Elle Di Ci, Leumann (TO), 1991, pp. 92-93.
[viii] Cfr. I. Schuster-G. B. Holzammer, Manuale di Storia biblica. Vecchio Testamento, 1º vol., SEI, Torino, 2ª ed., 1951, pp. 205-215, passim. Cfr.U. Bianchi, La storia delle religioni, en «Storia delle religioni», UTET, Torino, 1970, vol. I, pp. 28ss.; B. Bernardini, en «Le razze e i popoli della terra», a cargo de R. Biasutti, UTET, 1967, vol I. p. 688; V. Manconi, Le religioni dei popoli privi di scrittura, en «Storia delle religioni», UTET, Torino, 1970, vol. I, pp. 263ss.
[ix] Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano, 1953, X vol., col. 1954.
[x] Ibidem, coll. 1956-1957.
[xi] Cfr. A. M. Weiss, Umanità e umanismo, filosofia e storia de male, Venezia, 1902; A. Arrighini, Gli angeli buoni e cattivi, Torino, 1937; E. Amann, Lucifériens, D. Th. C., IX, 1927.
[xii] Enciclopedia Cattolica, Città de Vaticano, 1953, vol. XI, coll. 1412-1414. Cfr. también: A. Pazzini, La magia negli scaffali di un museo, in «Athena», 1934, XII; Id., La medicina primitiva, Milano, 1941; G. Michelet, La strega, Milano, 1936.
[xiii] S. Th. I-II, q. 63, a. 3 / I-II, qq. 64-67 / I-II, q. 110, a. 4 ad 1um / I-II, q. 68, a. 2.
[xiv] N. Turchi, Le religioni di Grecia e di Roma, Istituto Editoriale Galileo, Milano, 1950, p. 73.
[xv] Ibidem, p. 101. Cfr. también: De Marchi, Il culto privato di Roma antica, Milano, 1895; E. Burlier, Le culte impérial, Paris, 1891; J. Toutain, Les cultes payens dans l’empire romain, Paris, 1905; A. J. Festugière – P. Fabre, Le monde gréco-romain aux temps de Notre-Seigneur, Paris, 1935; G. Boissier, La fin du paganisme, Paris, 1891; G. Costa, Religione e politica nell’impero romano, Torino, 1923; F. Arnaldi, Dopo Costantino. Saggio sulla vita spirituale del IV e V secolo, Pisa, 1927.
[xvi] E. Magnin, L’état conception païenne, conception chrétienne, Bloud & Gay, Paris, 1931, p. 15.
[xvii] M. Sordi, I cristiani e l’Impero romano, Mondadori, Milano, 1990, p. 9.
Para la cuestión de la causa principal de las persecuciones anticristianas cfr. “sí sí no no” 15 de diciembre de 2008, pp. 5-8, “Tiberio, Pilato e Caifa”. Además se puede consultar con aprovechamiento el volumen de M. Sordi, Impero romano e Cristianesimo. Scritti scelti, Roma, Institutum Patristicum Augustinianum, 2006. Como también Umberto Benigni, Storia Sociale della Chiesa, vol. II, Milano, Vallardi, 1906, “Chi ha spinto Nerone a perseguitare i cristiani?”, pp. 80-87.
[xviii] M. Sordi, I cristiani e l’Impero romano, pp. 15-16. Cfr. también: F. Spadafora, Pilato, Arti Grafiche Rovigo, Rovigo, 1982.
[xix] Ibidem, pp. 171-172.
[xx] P. F. Beatrice, L’intolleranza cristiana nei confronti dei pagani: un problema storiografico, EDB, Bologna, 1990, p. 8.
[xxi] J. Cristóstomo, De S. Babyla, 13 (Sources Chrétiennes 362, 106s)
[xxii] Lesile W. Barnard, L’intolleranza negli apologisti cristiani con speciale riguardo a Firmico Materno, in «L’intolleranza cristiana nei confronti dei pagani», a cargo de P. F. Beatrice, EDB, Bologna, 1990, p. 79.
[xxiii] Ibidem, p. 88.
[xxiv] Ibidem, p. 104.
[xxv] C. Gnilka, La conversione della cultura antica vista dai Padri della Chiesa, en «L’intolleranza cristiana nei confronti dei pagani», cit., p. 125.
[xxvi] C. Gnilca, cit., p. 130.
[xxvii] Prudencio, Contra Symmacum, 2, 843-909; 856ss; 897ss; 901-904.
[xxviii] C. Gnilka, cit., pp. 133-134.
[xxix] Ibidem., p. 150.