Discernimiento vocacional: cómo entender los estados de vida

Un estudiante universitario me envió hace poco una sentida carta exponiéndome su parecer sobre muchos jóvenes católicos de ambos sexos de su edad que están dispuestos a aceptar una vocación religiosa si se la da el Señor pero no saben exactamente qué pensar de la cuestión. En mi contestación procuro aclarar algunas ideas erróneas y exponer un modo positivo de entender los estados de vida conforme a las enseñanzas de la Iglesia.

Estimado Dr. Kwasniewski:

Desde que era niño he leído, oído y pensado mucho sobre el concepto de vocación. Soy muy favorable a la vocación al sacerdocio o la vida consagrada, aunque no tengo claro adónde me quiere llevar el Señor.

El libro del P. Joseph Bolin Paths of Love me ha resultado muy útil por la manera en que resume el tema de la vida consagrada  tal como lo entendía Santo Tomás, y el concepto ignaciano de discernir y escoger un estado de vida. Lo que dice el P. Bolin sobre Santo Tomás pone el acento en la perspectiva objetivista: la vocación religiosa no es una llamada telefónica de Dios a una persona, sino una llamada general a todos que pocos pueden aceptar, lógicamente por la gracia de Él. Me gusta esta definición, que entiendo como una bofetada al sentimentalismo y a la escuela que insta a hacer un examen de corazón a fondo.

De todos modos, sigo buscando una teología coherente de la vocación. En un extremo, tenemos la tendencia habitual de los teólogos postconciliares a insistir en el espíritu igualitario, según el cual el llamado universal a la santidad equipara todas las vocaciones y ninguna es superior a las otras. Está claro que esa afirmación contradice la Sagrada Escritura y el Concilio de Trento, porque tanto una como el otro hablan de la superioridad objetiva del celibato.

En el otro extremo está la postura de Santo Tomás de Aquino, que –al menos para mí– plantea muchas dificultades. Si a todos se nos llama a la perfección de la caridad y la santidad, ¿cómo es que algunos se sienten llamados a optar por la vida religiosa y otros no? Daría la impresión de que quienes se casan son una especie de prófugos de la vida religiosa, o bien, de que Dios no los quiere tanto. La postura objetivista de Santo Tomás parece llegar a la conclusión de que la vida religiosa es para todos aunque sólo unos pocos terminen eligiéndola. ¿Cómo puede uno saber entonces si debe abrazar la vida religiosa?

Será que me cuesta entender la diversidad que se da en esto. A mí me parece que si tal es la forma más elevada de vida cristiana que se puede abrazar –y la invitación a observar los consejos evangélicos va dirigida a todos–, ¿cómo es que no todos se hacen frailes o monjas? (Yo diría que la llamada al sacerdocio es algo diferente, porque ser ministro ordenado de Dios no es un consejo evangélico, sino una función determinada para la que la Iglesia tiene que ordenar ministros, aunque por lo que se refiere a discernimiento y elección de estado, me parece que los argumentos son en gran medida paralelos.

Alguien saldrá con la respuesta obvia: «Es que si todos se hicieran religiosos se acabarían las familias y los niños». Pero no me parece un argumento muy convincente. Para empezar, no hay ni la más remota posibilidad de que la mayoría de los católicos se lleguen a tomar lo bastante en serio su fe como para plantearse entrar en religión. En segundo lugar, aunque se llenaran los conventos, lo único que eso querría decir es que se estaría volviendo a la salud espiritual de la Edad Media, cuando un porcentaje considerable de la sociedad estaba constituido por sacerdotes y religiosos. O sea, que había un cuerpo eclesiástico equilibrado en vez de la extraña Iglesia desnivelada de hoy. Entiendo que la finalidad primaria del matrimonio es criar y educar hijos en la Fe; ahora bien, ¿de qué depende que una persona tome los hábitos o contraiga matrimonio y de esa manera contribuya a edificar el Cuerpo de Cristo al fomentar posibles vocaciones en sus hijos? Todos conocemos familias que han proporcionado muchas vocaciones a la Iglesia, o hemos oído hablar de alguna. Si los padres no se hubieran casado, ¡habría habido menos vocaciones!

La postura objetivista resulta liberadora, porque no reduce la vida religiosa a una conversación mística secreta entre una persona y Dios. Por otro lado, tampoco aporta una buena razón para casarse, salvo para participar en el acto creativo de Dios y tener hijos a fin de que, si todo va bien, terminen por ingresar algún día en un convento. Está claro que simplifico demasiado, pero parece que la perspectiva objetivista conduce a ello. ¿Hay algo que yo no haya entendido?

Un amigo me dijo que, objetivamente, la vida religiosa puede ser el estado de vida más perfecto, pero que es posible que Dios llame a alguien a buscar la perfección de la caridad en el matrimonio. Entonces, me pregunto: ¿cómo puede uno discernir a qué estado lo llama Dios?¿Cómo puede saber que está llamado a la perfección de la caridad en el matrimonio o en la vida religiosa?

En esto la escuela subjetivista se frota las manos de contenta, porque entonces puede hablar de discernimiento de  espíritus, pensamientos, sensaciones, deseos, y al poco tiempo se cae en el subjetivismo. El objetivista puede decir: «El que pueda aceptarlo, que lo acepte», pero ¿de qué depende que una persona pueda aceptar o no el celibato? ¿Acaso no es todo posible con Dios? Si todo depende de los deseos y sentimientos personales, ¿cómo podemos entender a Santa Teresa de Ávila, que elogiaba a quienes no tomaban los hábitos porque sintieran atracción hacia ello sino porque veían que era camino más seguro y más rápido al Cielo?

Me gustan las cosas claras, pero la teología vocacional de la Iglesia no parece muy clara. En el curso de mis viajes he conocido a muchos que están atascados. Se les facilitan lecturas que fomentan el ombliguismo y la persecución de las propias inclinaciones. En comparación, la postura objetivista es una bocanada de aire fresco. Pero también parece que fomenta cierta inquietud al no proporcionar un marco de discernimiento que permita sabe quién puede y debe optar por la vida religiosa sin que parezca que quienes no la abrazan son unos fracasados que no han sido capaces de entregarse de lleno a Dios. Pareciera que en ese caso el matrimonio es una especie de plan B porque la persona no fue capaz de hacer los votos de pobreza, castidad y obediencia en una comunidad religiosa. Si el día de mañana me caso, ¿cómo puedo saber que no estaba llamado a entrar en religión? Y viceversa.

Atentamente,

Un perplejo vocacional

***

Estimado perplejo vocacional:

Menciona con bastante precisión varios aspectos penosos de la cuestión. Espero que pueda arrojar algo de luz sobre ellos, aunque si es tan difícil encontrar claridad en la teología vocacional es porque algunos de los elementos que la integran contribuyen a embrollarla y hacerla compleja, como trataré de explicar. Pero también hay elementos a los que asirse, y tal vez mi respuesta le facilite uno o dos.

Yo diría que en la antigüedad y la Edad Media tenían mucho más sentido común, porque aceptaban la realidad de que la mayoría de los hombres y las mujeres quieren casarse, siguiendo su inclinación natural como animales racionales creados por Dios, y que sólo unos pocos se la jugaban por Cristo renunciando a los tres bienes más apreciados por la naturaleza humana: independencia o autonomía, posesiones materiales y familia (casarse y tener hijos). No se ve que fuera ninguna vergüenza no dedicarse a la vida superior, ni tampoco se observa el menor intento de equiparar los estados para que nadie se ofenda. Quizás se explique porque era una sociedad jerárquicamente estructurada que se caracterizaba por enormes y aparentemente eternas diferencias de clase en las que a nadie le molestaba estar sometido a la autoridad.

En cambio, en nuestros tiempos modernos nos tomamos con mucha emocionalidad y subjetividad todo lo que tenga que ver con tomar decisiones en la vida. Tendemos a ver las decisiones ajenas como algo que pudiera poner en riesgo o mirar con ojos críticos nuestras elecciones personales. Además, somos igualitaristas a machamartillo. Como reconoció Tocqueville, la democracia terminará por renunciar a la libertad en aras de la máxima igualdad. Preferimos ser esclavos iguales a ser libres y desiguales.

Por eso, me inclino a pensar que la modernidad de la que estamos empapados (sea lo que sea que se entienda por modernidad) nos ha generado mucha  interferencia, tensión e inquietud en este sentido.

En las Escrituras, la cuestión se presenta de un modo muy directo. El Señor dice: «Este camino es mejor, y si eres capaz, síguelo». No se trata simplemente de la gracia de Dios, sino de la libertad del hombre para elegir estado. No es una llamada telefónica arbitraria, como usted la llamó. Cualquier católico bien formado debe tener presentes las opciones, rezar para que Dios lo ilumine y hacer lo que le parezca mejor teniendo en cuenta todas las circunstancias. La tradición garantiza que todo estado bueno vale la pena, y que nadie peca por no elegir un estado determinado, aunque sí que podemos pecar y pecamos cuando no cumplimos las obligaciones del estado con el que nos hemos comprometido.

Complicamos más de la cuenta el asunto de las vocaciones. No es que no tenga sus sutilezas, pero en esencia, San Pablo dice: «Quien se casa, hace bien; quien se mantiene virgen (por Cristo) hace mejor». En base a ello, dice Santo Tomás en la Suma teológica que para entrar en religión basta con ver que Cristo la recomienda, que llama a todo el que esté dispuesto a aceptarla y que a quien emprenda ese camino le dará la gracia suficiente para perseverar.

Lógicamente se da por sentado que la persona tiene la suficiente madurez psicológica para asumir tal compromiso. Que no está desgarrada o traumatizada internamente por, por ejemplo, una terrible vida de familia o por pasiones antinaturales que pudieran hacerlo incapaz, en un sentido natural, de comprometerse a observar la virginidad consagrada.[1] Ahora bien, para quienes gozan de salud física y mental, la vida religiosa es un regalo que ofrece el Señor y puede aceptar todo el que quiera conformarse con más exactitud a la vida de Él a fin de buscarlo y amarlo sin distracciones (en este artículo se habla más del tema).

A mí me parece que es importante resaltar el carácter gratuito y excesivo de la vida consagrada. Entrar en religión ha sido en todos los tiempos un acto de santa locura, como atestiguan los santos. Decía Santa Teresita de Lisieux que quería amar a Jesús à la folie, locamente, con una ilimitada generosidad al amar.

Es indudable que Dios llama a todo el mundo a perfeccionar su naturaleza y además a amarlo a la perfección. Antes de la venida de Cristo, ambas cosas se cumplían casándose y procreando para el reino de Israel. Después de su venida, se introdujo una bifurcación que se corresponde con la profundidad del misterio de la Encarnación, por la que, como dijo San Atanasio, «Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios». En cierta forma, actualmente podemos santificarnos repudiando y transcendiendo lo bueno de nuestra naturaleza en aras del bien de lo sobrenatural, pero no es menos posible santificar lo bueno de la naturaleza en el santo matrimonio, que Cristo ha elevado para que sea signo de su unión marital con la Iglesia, su Esposa inmaculada.

La vida consagrada (o el celibato sacerdotal) es precisamente algo que va más allá de lo que nos es innato y de aquello a lo que Dios nos inclina en tanto que animales racionales.[2] Por lo tanto, no se puede poner en la balanza con el matrimonio y la familia; es como mezclar peras con manzanas. Si se llamara estado con mismo sentido a ambas cosas, la vida consagrada siempre ganaría por goleada, y el matrimonio siempre sería una lamentable concesión a la debilidad humana o falta de fe, o algo por el estilo. Por el contrario, matrimonio y familia son, por sí decirlo, el modelo estándar para construir el reinado de Cristo en este mundo y la vida religiosa una autoinmolación voluntaria en la que se elige vivir en esta vida en la medida de lo posible la vida del mundo venidero.[3]

No son dos maneras mutuamente excluyentes de hacerlo, pero en la práctica son divergentes en cuanto al alcance de su función: el matrimonio está inevitablemente inmerso en los asuntos de este mundo, sobre todo a medida que aumenta la familia; el celibato o virginidad consagrada tiene por objeto permitir que se dedique el máximo posible de tiempo a dedicarse al unum necesarium, a lo único que al final necesitamos todos. Podríamos expresarlo así: aunque todo católico está llamado a llevar una vida espiritual profunda, que se fundamenta en un compromiso serio de oración diaria, a nadie le puede sorprender que el matrimonio y la familia hagan difícil encontrar tiempo para dedicarlo exclusivamente al Señor, hasta el punto de que los padres tienen que buscar y reservar tiempo para ello. Pero resulta catastrófico que los sacerdotes, monjes y monjas dediquen tanto tiempo a asuntos mundanos que descuiden la oración que es el sustento mismo de su vida. La primera dificultad es inevitable; la segunda contradice la vocación misma.

Me parece provechosa la manera en que la exhortación apostólica Vita Consecrata de Juan Pablo II presenta ambas formas de vida como complementarias, hasta el punto de que ninguna se entendería (en términos cristianos) sin la otra. Si los modernos erramos, es porque somos demasiado naturalistas, nos apresuramos a dar por sentado que no podemos vivir sin los bienes de la naturaleza. El mismo problema se puede observar en la eliminación del ayuno y la abstinencia por parte de la reforma litúrgica y en todas las demás formas en que la cristiandad occidental ha claudicado ante el materialismo y el hedonismo. Por eso hay una gravísima escasez de vocaciones al sacerdocio y a la vida monástica, lo cual es a su vez una causa importante del decaimiento de la Iglesia.

Afirman los historiadores que en la Edad Media hasta el 2% de la población vivía en monasterios y 1 de cada 40 hombres era clérigo. ¡Nos podemos hacer una idea de la cantidad de sacerdotes que había en todos los niveles y ministerios, hombres consagrados que ofrecían el opus Dei! Esto explica la realidad histórica conocida de la edad de oro de la vida monástica, cuando el territorio europeo estaba cubierto de monasterios de un extremo a otro. No me sorprende que estemos en las últimas: los católicos de ambos sexos no se están tomando en serio la importancia y la magnitud del Reino de Dios. Si no hay una minoría considerable que viva esa importancia y esa magnitud, el resto no la creerá. En ese sentido, los sacerdotes y los religiosos llevan sobre sus hombros al resto de la Iglesia. La infidelidad, la pereza y la falta de generosidad a la hora de responder la llamada del Señor pueden convertirse en un círculo vicioso: a falta de testimonio hace que sean menos los que reaccionen, y cuando son pocos los que reaccionan, se da poco o ningún testimonio.

Es cierto que un estado es bueno y el otro mejor en tanto que se tenga claro que existe una diferencia cualitativa entre ambos estados de modo que no sean equiparables en los mismos términos. Supongo que lo siguiente que se plantee será: ¿por qué no eligen todos lo que cualitativamente es mejor? Ahora bien, ¿no estamos hablando del misterio de ofrendarse a sí mismo? Para eso, ¿por qué casarse, si inevitablemente supondrá mucho sacrificio personal y esfuerzo? ¿Qué razón hay para hacer lo bueno, lo mejor o lo óptimo?[4] Con tal de que lo que hagamos sea bueno, Dios multiplicará el bien como multiplicó los panes y los peces y lo aprovechará para la perfección del universo y para glorificar su nombre. No hay forma de vida cristiana que no tenga penalidades, sufrimientos y fracasos, así como alegrías, consuelos y victorias.

Por último, considero que hay que dejar lugar al misterio de la Providencia divina y a la correspondiente confianza que debemos ofrecerle en las circunstancias determinadas en que nos encontremos en un momento determinado de la vida. Un ejemplo palpable de ello es que muchos llegan al matrimonio casi por casualidad en vez de sopesar la decisión con una perspectiva a largo plazo. Terminan cometiendo muchos errores y descubren lo difícil que puede ser. ¿Cuántos divorcios y separaciones se deberán a que algunos metieron la pata y les faltó la madurez para aceptar la situación y esforzarse por salir adelante contra viento y marea? Pero si perseveran en la oración, Dios escribirá derecho con renglones torcidos y sacará algo muy provechoso y bueno de ese matrimonio. Al mantener la fe y sobreponerse a las dificultades, ese matrimonio, esa familia, glorificarán sin duda a Dios y construirán su Reino de caridad.

Como la realidad es lo que es, no existe un universo alternativo en el que todos sean (o tuvieran que ser) lo que no son. Nos santificaremos por la vía a la que nos hayamos comprometido con nuestras promesas –ya sean de bautismo, de matrimonio, o votos sacerdotales o de vida consagrada, o no nos santificaremos.

De una cosa sí que podemos estar seguros: de que el Diablo hará cuanto pueda por impedir que los católicos se entreguen al Señor en cualquier forma estable, fructífera y aprobada de vida. Su antirreino prospera con la inestabilidad, la esterilidad y la anarquía. Por consiguiente, la forma de vida a la que más se opone es la monástica, que se fundamenta en la radical stabilitas loci (comprometerse de modo vitalicio con un lugar y una comunidad), la prioridad absoluta del opus Dei o culto litúrgico de Dios (nada que puedan hacer los cristianos es más poderoso espiritualmente) y con una regla que todos deben cumplir (la cual permite cultivar la humidad, la obediencia y la caridad junto con todas las demás virtudes a lo largo de la vida).

Lo más importante que pueden hacer los jóvenes católicos es estudiar seriamente el sacerdocio y la vida consagrada visitando diversas comunidades religiosas o seminarios a ver si es lo suyo.  Porque tiene que ser algo vivencial y personal; no se puede imponer. Las comunidades y seminarios que se visiten tienen que ser los mejores, lo cual por lo general significa los más tradicionalistas; no se puede perder tiempo con la incoherencia, la anomalía y la mediocridad postconciliar.[5] Las comunidades y órdenes religiosas, así como las diócesis, que no han redescubierto la espiritualidad, teología y liturgia tradicionales y no se comprometido por tanto con ellas están muriendo y acabarán por desaparecer. El usus antiquor es condición sine qua non para quienes están en periodo de discernimiento con miras a ver si tienen vocación para una vida religiosa contemplativa.

Un retiro guiado puede en muchos casos ser fundamental para discernir con calma. Por ejemplo, hacer los Ejercicios Espirituales con un director de retiros que sepa lo que hace, y en el contexto de la liturgia tradicional. Los Ejercicios están pensados precisamente para ayudar a la gente a liberarse de impedimentos y abrirse al Espíritu Santo. Por muy nerviosos que nos ponga el subjetivismo carismático endémico de nuestros tiempos, ¡lo cierto es que hacemos aquello a lo que nos guía el Espíritu Santo! Gracias a Dios que hay maneras de recabar su ayuda que no se empantanan en sentimentalismos sino que buscan el centro de la persona y hablan a la totalidad del hombre recogido.

Sostengámonos mutuamente en oración.

In Domino,

Dr. Kwasniewski

[1] Sobre todo en la actualidad, es esencial recalcar que no se debe permitir la entrada en el claustro o en el seminario a nadie que carezca de inclinación natural al matrimonio y a la vida de familia. El cardenal John O’Connor de Nueva York acostumbraba decir que sólo quería ordenar a hombres a los que, si Dios no los hubiera llamado al sacerdocio, serían dichosos como maridos y padres. No se puede renunciar por amor al Reino aquello a lo que no se está inclinado por naturaleza. La gracia presupone la naturaleza.

[2] Autores de reconocida ortodoxia han aplicado la palabra vocación al matrimonio por analogía con la llamada a la vida consagrada. Pero hablando con propiedad, no hay llamada al matrimonio; nos inclinamos a él por la naturaleza y los afectos que Dios nos ha dado. Ahora bien, a la hora de renunciar al matrimonio para dedicarse a Dios en exclusiva, Nuestro Señor tiene que llamar a la persona a salir del mundo, del orden natural. El sentido de vocare es llamar a una persona a abandonar la vida para la que le es más adecuada mediante la invitación a hacer algo superior a ella.

[3] Visto desde otra perspectiva, responder al amor que Dios nos prodiga optando por Él en exclusiva es la forma más razonable y apropiada en que podemos responder al amor y la gracia de Cristo. Aunque la vocación religiosa significa crucificar seriamente las inclinaciones naturales, una verdadera muerte, a un nivel más profundo permite que la propia naturaleza se desarrolle más plenamente de lo que podría desarrollarse fuera de la vida religiosa.

[4] Optar por rezar más, ayunar, misionar, ofrecer padecimientos y adquirir devoción por el Adviento o la Cuaresma significa elegir lo que es mejor en una situación en que no hay la menor obligación de hacer esas cosas. En la práctica, no se puede hacer todo eso, ya que tenemos otras obligaciones, pero, ¿por qué no nos vamos a esforzar por más de lo que hacemos actualmente? Deberíamos examinar nuestra conciencia con esa pregunta.

[5] En un próximo artículo defenderé la tesis de que los varones que estén pensando en la posibilidad de hacerse sacerdotes deben dar prioridad a las órdenes y comunidades que se dediquen exclusivamente a la liturgia latina tradicional.

Addendum:

A quienes estén en periodo de discernimiento vocacional les recomiendo el folleto de 1913 Vocations, del P. William Doyle, que es una de las lecturas más motivadoras y mejor escritas que he encontrado sobre el tema.

Recomiendo también este contundente artículo: Your Vocation is not About You

(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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