La modernidad es específicamente la cancelación de lo anterior por algo nuevo, pero por algo nuevo que transgrede un orden anterior, y si realmente lo pasado es cancelado definitivamente (como querían los jacobinos con el Anciene Régime), la novedad pronto se hace vieja y hay que ¡chaf! ¡chaf! guillotinarla como a Dantón y a Robespierre. Napoleón no fue tan terminante y sin embargo, fue más revolucionario. Como ven, nada nuevo hay en este mundo, como verán, Napoleón era posmoderno.
Si no queremos volvernos unos burgueses conformistas y mantener la imagen transgresora, la novedad debe ser urgentemente cancelada por algo más nuevo. Por ello podemos asegurar que la misa nueva, para todos aquellos que han clausurado el Vetus Ordo y perdido su memoria, ya se ha vuelto vieja. Se ha ido perdiendo su sentido transgresor y conservarla es tan absurdo como conservar un televisor a transistores. Lo cierto es que si se intentaba “comunicar” algo a los fieles dentro de un ambiente y con un lenguaje adecuado a los tiempos, ya, frente a las nuevas técnicas comunicacionales, esta ha quedado completamente obsoleta.
La reforma litúrgica, para los verdaderos novadores, era la puerta para la dinámica imparable del progreso; de hecho, al leer la historia de esa reforma y algunos testimonios de sus fautores como Bouyer, es notable la desprolijidad, el apuro, el cinismo y la provisionalidad. Lo importante era el momento de la deconstrucción y la patada inicial de una dialéctica que se preveía (y así fue) expresada en un cierto “caos creativo”. Los más ordenados, enemigos del caos y amigos de los “sistemas”, ya planteaban desde hace varios años la reforma de la reforma, para que después haya otra y otra, pero no dejadas al azar o al caos progresista sino a la planificación progresista.
Vemos en la tecnología estos espirales de manera ejemplar porque, hablando en moderno, no hay nada más absurdo que no seguir avanzando. Todos los momentos de una dinámica de progreso son provisorios y el novus ordo, como tal, era necesariamente provisorio. Frenar en un punto es cancelar la ilusión que todo lo motoriza y develar el absurdo de la fantasía del progreso. Frenar es haber cancelado lo anterior y no tener nada más que lo provisorio que se desgrana en el vacío. “La era del Vacío” la llamó el posmoderno Lipovetski, y no crean que estos autores eran ignorantes del peligro de abandonar un punto finalístico que tenía el asidero significativo de la “tradición” y, mucho menos que ignoraran el peligro de quedar varados o atrancados en un “insignificante” punto muerto de la dinámica.
La modernidad produjo la más de las veces este efecto: ocurrió la “deconstrucción” de lo que había sin que nada nuevo haya sobrevenido. El hombre quedaba con sus manos vacías y la muerte lo sorprendía en medio de una existencia banal (Heidegger). Anclarse en la misa nueva y creer que esta va a acompañar a la Iglesia por otros veinte siglos (¡no lo logró ni un año!) como la anterior, es no haber entendido nada de nada. O cambia, o evoluciona, o se desintegra en un vacío insignificante, porque su significación es justamente la dinámica, la evolución. Convertir un momento de la evolución en objeto de culto es simplemente idiota. Puede servir para un museo que muestra cuánto hemos mejorado, como un Ford T de colección, pero nadie va al trabajo en un Ford T.
La Misa Vieja, por el contrario, significaba algo finalizado, una cumbre histórica además de sobrenatural, “todo ha sido consumado”. Y sobre ella se acumulaba el patrimonio de una larga tradición de significación. La misa nueva viene a romper esta quietud, esta paralización, “nada está consumado, todo está por hacerse” y tira por la borda todos los significantes acumulados en la tradición por un solo significante: “nos ponemos en movimiento, y este es el primer paso”. Es un paso, una “pascua”. Están quienes se alegran y cantan vítores como en todas las revoluciones, pero hay otros que aun siendo revolucionarios saben que se corren enormes peligros en este salto al vacío de la significación. El reemplazo de una significación existente que mal que bien convoca a una actividad, por una significación que algún día vendrá y de la que hoy sólo tenemos un movimiento que, por falta de internación, puede perderse como fuegos artificiales.
Los primeros producen una fuga hacia adelante que se hace cada vez más urgente y vertiginosa en busca de la novedad en todos los planos; en las cosas, en las ideas, en las relaciones. Fuga que puede atentar contra el mismo progreso en la medida que se pierde un cierto encadenamiento – por lo menos metodológico – entre los arrebatos de avance que suelen llegar hasta el ridículo (¡¡¡La Pachamama!!!). Esto es La Revolución moderna. Los posmodernos intentaron hacer frente a este problema de la desconexión del esfuerzo humano, de las acciones de vanguardias inconexas (patrullas perdidas), de la locura de intentar todo “de nuevo” y cortar con lo anterior produciendo un actuar neurótico, destructivo, o hasta imbécil en el exacto sentido de la palabra. Y para ello retomaron el concepto de “tradición” que, es bueno entender, no tiene mucho que ver con lo que la Iglesia entendió por tradición, siendo por este equívoco que nos encontramos con supuestos tradicionalistas que no son otra cosa que modernistas moderados.
A los posmodernos se les ocurrió la filosofía de la hermenéutica – en Gadamer especialmente la Hermenéutica de la Continuidad – que, simplificando, significa que a toda esta anarquía mental, moral y económica, hay que ponerle un hilo conductor que haga un poco más vivible la locura del cambio permanente. ¿Qué detenga esta locura de cambio por ideas estables, por momentos cumbres, por momentos de consumación en medio del movimiento? Nooo… sólo se trata de poner reglas de juego en esta carrera hacia el porvenir. Es decir, nos expresan: “ No demolamos del todo lo anterior hasta estar seguros de que lo nuevo, hoy ilusorio, no se impone en conductas positivas y se instala en la historia” bien, “pero tampoco impidamos la persecución de las ilusiones que son el motor de esa historia” y más aún, “no perdamos del todo la referencia de la significación tradicional que da el sentido transgresor a la reacción revolucionaria, que nos dice contra qué estamos reaccionando a fin de no terminar mordiéndonos la cola”. En suma, lo mismo que la modernidad, pero con cierta prudencia, con método, o mejor dicho, con cierta astuta cautela.
Mientras voy soltando lo anterior y tomando lo nuevo, creo un estatus quo de la dinámica. Están el “tradicionalista” y el “novador”, ambos necesarios, dos momentos positivos – aunque opuestos- para una dialéctica. Pero en medio de la crisis está el hombre común – de intereses concretos – viviendo el “proceso” y adaptándose al cambio, con una pata aquí y otra allí, tironeado por ambos protagonistas de la puja pero a la vez atajando ambos tirones. Y este señor es la clave del asunto, es la garantía de la continuidad porque la “verdad” es “aquello que produce conductas” (Gadamer), que produce acción. Los cambios abruptos con variaciones violentas de significación no logran producir internalizaciones suficientes que causen conductas, que puedan ser apropiados por el sujeto y expresados en conductas más o menos estables, y por lo tanto no son “verdad”.
Además este personaje, el hombre común, es el único que existe de “verdad”, porque es el que actúa, es el que subsiste en medio de la crisis. Los dos protagonistas de ella no pueden generar “verdad” (conducta), el conservador momificado es quietud y el novador catapultado por sus sueños al infinito es un sinsentido irrealizable, inconducente. De las reacciones de este tercer personaje (que ralentiza pero asegura la dinámica revolucionaria), de esta “dialéctica con trasfondo de permanencia” surgen la reglas del juego, la hermenéutica que permite continuar la existencia sin total desconexión y que, mal que nos pese, es la síntesis momentánea. Pero no una síntesis que se hace nuevamente hipótesis, sino que se hace metodología y en este carácter se hace “permanencia” (¡eureka!¡por fin algo permanente!); no es idea, sino la forma de llevar una idea, hilo conductor en una dinámica menos violenta. Los dos anteriores formarán en su choque una síntesis que seguirá el juego de polos opuestos, pero en el medio están estos terceros que sostienen el juego como una especie de “espacio” donde se ejecuta el juego, una dimensión sociológico-espacial en la que se sostiene el proceso revolucionario.
Estas ideas alemanas siempre desembocan en que el personaje principal es el “buen burgués hacedor”, cosa que llenará de desprecio contra ellos tanto a Nietzsche como a Maurrás, a Baudelaire y a Bloy, todos cultores del ser excepcional. ¡Finalmente el gran comedor de salchichas con chucrut es “la verdad”!
En el fondo, de lo que hablamos es del efecto originado por la mentalidad economicista. Es el capitalismo que implica la necesidad perpetua de reemplazar las cosas por otras nuevas y provocar el hiperconsumo que asegura la hiperproducción, elementos que son el motor de la economía, siendo esta última el elemento productor del espíritu: “fruto del trabajo del hombre”. Todo muy lindo. Pero mientras tanto hay que mantener los negocios y no fundirse. Dar tiempo para liquidar los viejos stokcs antes del reemplazo por los nuevos, dar tiempo al mercado para adecuarse al reemplazo y que nada sea tan nuevo que en un día me deje fuera de juego. El “buen hombre de negocios” promueve el cambio, pero a su vez sostiene el estatus quo cuando aquel se pasa de revoluciones. Y la forma socio-psicológica de “atajar” la estampida es otorgar a las cosas un cierto valor significante-emotivo que impida su inmediato descarte y a estas significaciones es a lo que llaman “tradición”. Esa carga de significante-emotivo permite no tirar todo de golpe aunque ya sea tecnológicamente caduco, es una razón para conservarlo mientras se lo va soltando. A la vez se busca que lo nuevo tenga algo de esa tradición significante emotiva para ser reconocido como continuación, como continuidad, y no ruptura total. Para ello tradición ya no es “traditum” objetivo, es significante emocional, subjetivo (individual o colectivo).
Veamos los personajes en este proceso “revolucionario” que se introdujo en la Iglesia mediante el Concilio Vaticano II (que no otra cosa fue, como dijera Monseñor Lefebvre, que la Revolución Francesa llevada a la Iglesia).
Estamos los que sostenemos que Cristo es la Consumación, el Alfa y la Omega, el poste vertical de la cruz al que atarse como Ulises frente al canto de las sirenas, la única y permanente Novedad, la Buena Nueva, el “espacio fijo” que pisamos y posamos, mientras todo se mueve enloquecidamente en derredor. El cristiano viejo sabía que las cosas que eran dadas al hombre bajo la luz del Espíritu, en especial la Redención, eran eternas y permanentes, ya producidas y efectuadas por Cristo en un “hecho” histórico y sobrenatural definitivo y consumador; su Pasión. La Misa era el milagro que hacía que este hecho histórico “cumbre” nunca fuera pasado, nunca fuera “viejo”, sino que se renovaba, no sólo como significante y como “tradición”, sino también como “hecho”, hecho histórico y sobrenatural que sigue ocurriendo actualmente, en nuestra historia.
Para Gadamer no hay verdad objetiva ni trascendente; si lo que creo me hace actuar (inmanentismo), se traduce en actos, entonces para mí es verdad eso que creo, y cuando pone en movimiento toda una sociedad y una época, pues ya adquiere la condición de verdad con mayúscula (no pongo aquí la palabra verdad en mayúscula, porque sería una blasfemia).
El novador revolucionario entiende que la redención no fue realizada por Cristo, sino ejemplificada por Cristo, Cristo la realizó en sí mismo como hombre para que veamos que de igual forma podemos hacerlo nosotros con nosotros mismos. La pasión fue SU hecho y por ello fue verdadero en Él, fue la conducta inicial de una dinámica que debemos expresar en una nueva y propia conducta que será nuestra verdad y que es nueva. Es propia de cada uno y frente a la historia que nos toca a cada uno. Parece que Cristo, que nació hombre como todos, se hace divino en su donación ejemplar por los hombres, donación que toma las formas que su momento histórico exige y de igual manera debemos cambiar, ser nuevos, mediante una donación a los otros según las exigencias de nuestras historias (ayer era el patíbulo romano, hoy pueden ser los procesos marxistas de liberación o, más en capitalista, simplemente el trabajo humano, la modificación de la materia y la realidad por el esfuerzo humano). Cristo no hizo todo el trabajo, nada consumó para la historia, sino para sí mismo. Él nos mostró en él que es posible, pero ahora nos toca hacerlo nosotros, en nosotros, por nosotros mismos y en nuestra historia. Todo intento es válido, todo cambio es un intento.
En esto entra el tercer personaje, el de la “continuidad”, el burgués que quiere la revolución con pasos de elefante y a la vez quiere conservar su estatus quo, su stock, su clientela. El de la Hermenéutica de la Continuidad. ¿Se acuerdan quién era? Fue alumno (por lo menos lo conoció, escuchó y leyó) de Gadamer y usó el concepto de Hermeneútica de la Continuidad en teología católica.
El Concilio fue preparado por conservadores restauradores, porque hacía falta un ajuste espiritual ante una modernidad que destruía todo nexo. Había que renovar los sonidos y los colores de una doctrina que se opacaba en las almas por el smog de la filosofía moderna, como los techos de la Sixtina con el humo de los caños de escape. Estos restauradores, poco cautelosos y sobrestimándose, no repararon en que ellos mismos necesitaban una restauración previa de sus espíritus y, desvitalizados, fueron copados, arrasados por la vitalidad de los novadores. Desde allí el Concilio pasó a ser un acto novador, empujado por novadores de izquierda, por teólogos del norte alejados de los intereses concretos, dispuestos a arrasar con todos los “negocios”, claramente moderno y revolucionario. Pero a la hora de ser expresado intervinieron los muchachos del lenguaje confuso de la “continuidad”, los que impusieron una metodología de continuidad. Los hombres conservadores del negocio, los buenos burgueses comedores de salchichas que buscan una revolución ralentizada. Evitando el choque con el católico viejo que encuentra en los textos algunas letras amigas y, que ya cansado y derrotado, no quiere verse abrumado por el albur de indagar el sentido de tanta ambigüedad. El único problema era el “integrista”, al que le echarán todas las culpas los posmodernos por no aceptar ni la síntesis, ni la “permanencia metodológica” de fondo de su cautelosa dialéctica.
El Concilio fue posmoderno, era el burgués navegando a dos aguas, tironeado de las dos partes, pero despegando en una fórmula que transformaba aquella ambigüedad metodológica en lo único permanente, cómodos en ese hábitat, buscando un progreso sistémico.
El Novus Ordo no tuvo esta gestación. Reforma llevada a cabo por lo peor de los novadores, por el enemigo declarado de la religión, por protestantes y masones. En una comisión oculta y silenciosa, no interferida, sin mezcla de medios pelos, de conservadores ni de “continuistas”; este novus ordo es un bastardo que niega toda herencia y que evidencia su bastardía desde el primer arrime. Que todo lo niega y lo arrevesa. Que busca demoler sin confusiones ni resguardos. El novus ordo es moderno en toda su expresión; es demolición de lo anterior, es olvido total y es principio dinámico, es punto de partida y no conclusión. No vino para quedarse, vino a despertarnos y ponernos en camino. Las confusiones al respecto de su “interpretación a la luz de la tradición” no le caben, ni siquiera usando el concepto de tradición posmoderno de significante-emotivo (que más que luz es penumbra). La nueva misa es sólo un minuto de la puesta en marcha tras la caducidad definitiva de lo anterior. De hecho, el acto demoledor de lo pasado no sólo fue simbólico, sino que efectivamente fue material, demolieron los altares, demolieron la música sacra, demolieron la escenografía, demolieron el idioma y más aún ¡el lenguaje! para vaciar toda significación anterior.
La “hermenéutica de la continuidad” puede hacerse con el posmoderno Concilio que se presta para ello en su ambigüedad, pero la nueva misa no es ambigua, es realmente nueva. Sin el Concilio, el novus ordo hubiera sido concebido por la enorme mayoría conservadora (aún desvitalizada como estaba) como una blasfemia salida de un jacobinismo inaceptable, como un acto de ruptura y de demolición, de deconstrucción. Si se salva y subsiste en las pobres voluntades conservadoras es porque se agarra de las puntas revolucionarias de los textos del Concilio y subsiste mientras este subsista, gracias a sus aspectos de tradición emotiva. Pero el novus ordo cobra vida desde sus más expresas traiciones.
Hay gentes – sedicentes tradicionalistas – que pueden aceptar el Concilio pero no el Novus Ordo y se comprende (no se justifica), porque el primero puede ser mal entendido pero el segundo no. Se comprende también que quienes defienden la “hermeneútica de la continuidad” defiendan la subsistencia del Vetus Ordo como anclaje necesario ante la caída al vacío, porque sin él, el novus es un viaje a la nada, una plomada al abismo, y aunque a los viejos católicos (los horribles integristas) nos gustaría cortar ese hilo; a los tímidos revolucionarios burgueses les cuesta abandonar la ilusión del progreso y la sola palabra “reforma” los entusiasma y despierta de su bochorno espiritual, siendo que a la vez les pega bien recordar qué están abandonando y quedar emocionalmente un poco asidos al pasado, trayendo algo de ello a lo nuevo. Pero del pasado sólo lo muy lejano. Lo más lejano posible. Como mucho los primeros cuatro siglos (vade retro Santo Tomás) y nada de la condena al modernismo de los Pios. Como decía Tolkien, “pretenden adorar el grano de mostaza y derribar el árbol”. Calderón Bouchet – para graficar con humor el aspecto judaizante – los veía retroceder con tanto entusiasmo que solían recalar un poco antes de Cristo.
El birritualismo se les impone, les gusta que esté ese polo de atracción indefinido e ilusorio junto a la tradición (tradición entendida como ya dijimos más arriba), esa novedad que empuja al cambio, que revitaliza (lo que en ellos agoniza), pero eso sí, junto a la vieja expresión. Les gusta el vértigo, les gusta ser los protagonistas en medio de un tironeo entre Dios y el Hombre, les gusta jugar al Prometeo. O, aun suponiendo la buena fe, no pueden dejar al Hombre Moderno ir al garete y quieren acompañarlo en sus desvaríos, como la madre Teresa de Calcuta acompañaba a los infieles a morir; y si la filantropía de la monja podría ser observada en términos de caridad cristiana, es impensable aplicar el ejemplo para quienes acompañan a los hombres a una aventura bastante idiota como es la comodona vida burguesa.
Al mejor estilo gadameriano el anterior pontificado (más posmoderno) fortaleció las amarras del hombre entre la tradición y la novedad (muchos creen que fortaleció al Vetus, siendo que el fortalecimiento de la Vieja Misa fue por proteger la Nueva, la que sin referencia a la transgresión, apenas instalada ya evidenciaba su caducidad) y aunque éste pontificado actual (más moderno) está cortando con violencia las correas que tiran hacia el pasado, ya por eso mismo la novedad se les está haciendo vieja y pierde tensión, pierde fuerza de empuje y se va produciendo el efecto típicamente moderno. Nada en las manos. Vacío.
Con Francisco el Concilio va perdiendo su calculada ambigüedad producto de una hermenéutica revolucionaria sin más, y al mostrarse en su grosera evidencia demoledora con olvido total de aquello que contradice, ha cortado toda posibilidad de continuidad y, si rápidamente no se ensaya una nueva pirueta, Francisco habrá encallado la nave, habrá fundido el negocio. Que en eso está porque en su astucia, carente de todo esfuerzo intelectual, no se le ha ocurrido otra cosa más que la ecología como tema de fondo y la lucha LGTB como ingrediente transgresor. Dos imbecilidades.
Quedan algunos ilusos que pretenden soportar el ventarrón con solamente el novus ordo, cuando, si está librado a sí mismo y no a la tensión con la tradición, colapsa. Es ya un envase vacío, no hay nada más torpe que una novedad que no transgrede y que no avanza. Quieren mantener la atención adelantando algunas fichas en el tablero, como la comunión en la mano o los diáconos laicos. Pero los buenos ratzingerianos lo saben, sin tradición que contradecir, el gusto moderno por la novedad se aburre y ensaya las más increíbles aventuras, es más, están ellos bien dispuestos a encarnar la contradicción, a reavivar la tensión en sí mismos, redivivos prometeos.
Utilizando las categorías modernas de la psicología y sociología, podemos decir que la misa nueva (la misa de Pablo VI) se ha puesto vieja y no entusiasma a nadie. Era previsible; cuando el hombre quiere impactar con algo “nuevo” normalmente logra hacer algo efímero, lo nuevo pronto es viejo. Finalmente, nosotros sabemos que el único que hace cosas realmente “nuevas” es Dios y que a través de su Hijo “renueva” todas las cosas. No las restaura, que es lo que podemos apenas hacer nosotros muchas veces, simples emparchadores. Él las hace nuevas de verdad: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Apoc. 21,5) y no necesitamos ninguna “continuidad”, sino que “os es necesario nacer de nuevo” (J. 3;7) . Pero aquí estamos los monitos tratando de burlar a Dios, ya sea con la moderna rabieta destructora del satanismo o con la petulante imbecilidad posmoderna del humanismo.