La penitencia es, ante todo, un sacramento: el sacramento mediante el cual el sacerdote absuelve en nombre de Cristo los pecados cometidos después del Bautismo.
Como todo sacramento, el de la penitencia tiene su materia y su forma; es decir, se trata de un rito compuesto de actos y palabras. La materia está constituida por los tres actos del pecador: arrepentimiento o contrición, confesión propiamente dicha y satisfacción, o sea la aceptación de la penitencia impuesta por el sacerdote. La forma del sacramento es la sentencia del sacerdote, esto es la absolución del penitente, que proviene de la autoridad judicial que tiene la Iglesia. De hecho, la Iglesia tiene autoridad para absolver o condenar según las palabras que dijo Jesucristo cuando en el día de la Resurrección echó su aliento sobre los Apóstoles diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonareis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retuviereis, quedan retenidos» (Jn. 20, 22- 23).
El confesonario es el tribunal donde el sacerdote ejerce la autoridad que ha recibido de Cristo, pero el de la confesión es un tribunal de misericordia, el único en el que siempre se absuelve al culpable. Lo que hace que el sacramento lo sea es su forma, es decir el juicio del sacerdote, que culmina en la absolución, pero el corazón del sacramento es la contrición del pecador, que el Concilio de Trento define como «un intenso dolor y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante» (Ses. 14, cap. 4). La contrición no es un sentimiento, sino un acto de la razón y de la voluntad que, conociendo la monstruosidad del pecado, lo detesta vivamente con el propósito de no reincidir en él.
Además de ser un sacramento, la penitencia es una virtud sobrenatural a la que exhorta Nuestro Señor desde su primera predicación: «Exinde coepi Iesus predicare, et dicere: “Poenitentiam agite”» [Desde entonces Jesús comenzó a predicar y a decir: “Haced penitencia”] (Mt. 4, 17, Vulgata).
La virtud de la penitencia consiste en entender la gravedad del pecado y detestarlo, tomando la resolución de no volver a cometerlo. En ese sentido, es la disposición necesaria que se pide al que confiesa. Pero es también un hábito sobrenatural; dicho de otro modo: una actitud del alma que persiste en la tristeza de haber ofendido a Dios y en el deseo de reparar sus faltas. Ese deseo de reparación del pecado no sólo se aplica a los propios pecados, sino a los que se cometen en todo el mundo.
La naturaleza humana, herida por el pecado original, siente una instintiva repugnancia por la penitencia y el sacrificio, pero precisamente por eso la penitencia es una virtud que, impulsada por la razón y la voluntad, se opone a las rebeliones de nuestros sentidos y nuestro orgullo.
El espíritu de penitencia está magníficamente expresado en los Salmos, y de manera especial en el Miserere. Habiendo ofendido a Dios, que es la santidad misma y odia la iniquidad, le imploramos perdón (Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam). Le pedimos que destruya nuestros pecados y borre todas nuestras culpas (Averte faciem tuam a peccatis meis: et omnes iniquitates meas dele). Deseamos que se nos renueven la mente y el corazón y se nos devuelva la alegría de la buena conciencia (Redde mihi laetitiam salutaris tui: et spiritu principali confirma me). El corazón del salmo está en estas palabras, que debemos repetir con la mayor frecuencia posible: «Mi sacrificio, oh Dios, es el espíritu compungido; Tú no despreciaras, Señor,
un corazón contrito [y humillado» (Sacrificium Deo spiritus contribulatus: cor contritum, et humiliatum, Deus, non despicies).
Los principales medios para adquirir el espíritu de penitencia son la oración (porque se trata de un don de Dios que debemos pedir), la mortificación voluntaria del cuerpo, y sobre todo la conformidad con la voluntad de Dios en todos los sufrimientos y luchas que forman la trama del tejido de la vida.
El mundo moderno aborrece el espíritu de penitencia, porque vive inmerso en el hedonismo, y sin embargo lo que vino a pedir al mundo la Virgen en Fátima fue precisamente la penitencia. La triple exhortación del ángel del Tercer Secreto es una vibrante amonestación para reconocer la gravedad de los pecados públicos de la humanidad, una llamada a arrepentirse y convertirse.
En la encíclica Caritate Christi compulsi del 3 de mayo de 1932, S.S. el papa Pío XI habló largo y tendido de la penitencia, recordando que toda la historia de la Iglesia nos enseña que «en las grandes calamidades, en las grandes tribulaciones del Cristianismo, cuando era más urgente la necesidad de la ayuda de Dios, los fieles espontáneamente, o, lo que era más frecuente, siguiendo el ejemplo y la exhortación de sus sagrados Pastores, han echado mano de las dos valiosísimas armas de la vida espiritual: la oración y la penitencia».
»Es, por tanto, la penitencia un arma saludable, que está puesta en las manos de los intrépidos soldados Cristo, que quieren luchar por la defensa y el restablecimiento del orden moral del universo. […] Mediante sacrificios voluntarios, mediante prácticos renunciamientos, quizá dolorosos, mediante las varias obras de penitencia, el cristiano generoso sujeta las bajas pasiones que tienden a arrastrarlo a la violación del orden moral. Mas si el celo de la ley divina y la caridad fraterna son en él tan grandes como deben serlo, entonces no sólo se da al ejercicio de la penitencia por sí y por sus pecados, sino que se impone también la expiación de los pecados ajenos, a imitación de los Santos, que con frecuencia se hacían heroicamente víctimas de reparación por los pecados de generaciones enteras; más aún, a imitación del Divino Redentor, que se hizo Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn.1,29).
Pío XI continúa con estas palabras: «¿No hay acaso, Venerables Hermanos, en este espíritu de penitencia, también un dulce misterio de paz? No hay paz para los impíos (Isa. 58,22), dice el Espíritu Santo, porque viven en continua lucha y oposición con el orden de la naturaleza establecido por su Creador.
Solamente cuando se haya restablecido este orden, cuando todos los pueblos lo reconozcan fiel y espontáneamente y lo confiesen; cuando las internas condiciones de los pueblos y las externas relaciones con las demás naciones se funden sobre esta base, sólo entonces será posible una paz estable sobre la tierra. Mas no bastarán a crear esta atmósfera de paz duradera ni los tratados de paz, ni los más solemnes pactos, ni los convenios o conferencias internacionales, ni los más nobles y desinteresados esfuerzos de cualquier hombre de Estado, si antes no se reconocen los sagrados derechos de la ley natural y divina».
Aunque ha transcurrido casi un siglo, las palabras de Pío XI cobran más actualidad que nunca. El espíritu de penitencia no sólo es necesario en Cuaresma, sino en todo momento de nuestra vida, para afrontar con valentía la dramática crisis de nuestro tiempo.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)