Homilía en la Asunción de la Santísima Virgen María: Eva y Nuestra Señora

Dijo María: Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi salvador.” (Lucas 1:46)

Dos mujeres: tan diferentes, pero aún mujeres, estas dos mujeres cuyos papeles en el destino de la raza humana han sido esenciales. Su importancia trasciende la de cualquier simple hombre que haya desfilado por las páginas de la Historia. Comparados con estas dos mujeres, los faraones, emperadores, reyes, los fenómenos de Wall Street, los gigantes tecnológicos, cualquier poder en el escenario de la Historia, nada se compara con estas dos mujeres. El feminismo secular está ciego a todo esto, porque todo aquello que sea secular está ciego a la realidad de lo espiritual, está ciego a ese Espíritu que sopla a través de la humanidad desde el principio, ese Espíritu que aleteaba sobre las aguas, ese Espíritu que dio vida al amorfo montón de arcilla y le llamó Adán.

Dos mujeres: nuestras vidas, nuestros futuros dependen de ellas. La primera ha sido consignada por aquellos que pretenden saber de tales cosas al reino de la mitología, fuera del alcance de lo real. Pero para saber lo muy real que fue esta mujer y lo muy real que fue su sello en la raza humana entera, no se puede hacer mejor que ir a la iglesia de Santa María del Carmine en Florencia y admirar ahí los impresionantes frescos de Masaccio. Mira a la izquierda y ahí, en una inolvidable representación, está la mujer. Está desnuda y camina junto al hombre. Pero es su cara, una cara que, una vez vista, no se olvida nunca. Sus ojos son cuencas vacías; son negrura. Y la expresión de su cara es un dolor que es tan profundo como el universo. Comparado con este dolor, el dolor de las grandes heroínas de las tragedias griegas -Medea, Antígona, Clitemnestra, Yocasta- no es nada. El dolor de esta mujer envuelve a toda la creación, pues es su acto de desobediencia el que desterró a ella y a su hombre, que cayó de una manera no menos fácil, que camina junto a ella con una aturdida aprehensión de lo que se extiende más allá del paraíso del Edén. Pero es su horror ante la oscuridad que se extiende ante ella, esto es lo que salta del fresco de Masaccio, no simplemente porque es un gran artista, sino por el horror que hay ahí. Porque lo que Eva vio en la oscuridad de su vista no eran sólo dolor y ansiedad y soledad y desconexión: ella vio la muerte. Y lloró las lágrimas de toda la creación.

La otra mujer. Ve a la iglesia de Santa María Gloriosa de’Frari en Venecia. Entras a la iglesia por un lateral, uno de los transeptos. La iglesia es gótica, pero es del gótico italiano, tan diferente de las iglesias francesas e inglesas. Y sin embargo ahí está, con sus arcos apuntados y su altísima nave. Avanzas a la apertura en la división del coro, que separa la nave del coro de los frailes y el sagrario y el altar mayor. Pero haces una pausa; y debes hacerla. Porque a lo que se ve en esa apertura no te puedes aproximar informalmente, no se puede mirar como si miraras una pintura cualquiera sobre cualquier altar mayor de una iglesia italiana. Y por eso caminas despacio y ahí tienes la apertura en la división, y te vuelves y miras, y ahí está la maravillosa pintura a la distancia que te sorprende y te deja sin aliento, sin importar cuantas veces la has visto en su marco. Caminas a través del coro de los frailes para ver la pintura más de cerca. Donde había oscuridad en los ojos de la primera mujer, donde estaba ese dolor que no conoce límite en su profundidad, donde estaba esa pena que no conoce fin, hay aquí una luz que parece salir de la misma pintura que domina la totalidad del espacio sobre el altar mayor, ese altar enmarcado por la división que separa la nave del sagrario, la tierra del cielo.

¿De dónde viene esta luz? La luz viene de lo alto. En el fresco de Masaccio no hay arriba, sin embargo aquí la luz es intensa y de arriba, y envuelve a la mujer. Están los pequeños ángeles, los putti, que guían suavemente a la mujer en su ascensión hacia la luz, en la luz. Los apóstoles miran hacia arriba, maravillados y, no obstante, no sorprendidos pues ¿qué otra cosa se podría esperar para la que, como Virgen Inmaculada llevó a Dios hecho carne?, ¿qué otra cosa se podría esperar sino que fuera llevada al final de su vida en la tierra en cuerpo y alma al cielo en su totalidad como mujer? No es esta un alma sin cuerpo. Esta es la mujer, vestida de un rojo tan distintivo, tan irresistible que lleva el nombre de su artista creador, rojo Tiziano, mientras mira hacia arriba en anticipación, conociendo la plenitud de la vida, conociendo el amor de su Hijo, conociendo el amor de Dios, que la atrae a la infinitud de Dios, su rostro abierto, no hay aquí piedad falsa o sentimental, su rostro está abierto a la luz que la envuelve, la luz que armoniza con su pureza y santidad, la Luz que vino al mundo y que el mundo no conoció, el mundo que ve con los ojos de la primera mujer, el mundo que está ciego, el mundo que tiene las cuencas de los ojos huecas, vacías.

Y sin embargo es en esta mujer llena de gracia, es en su asunción al cielo en cuerpo y alma donde se refleja el destino de los que ven esta Luz, que son atraídos a esta Luz que es la vida misma, que viven por esta Luz, los que están en el mundo sin ser del mundo, los que creen en su Hijo como la Resurrección y la Vida: los que creen ven en la asunción de esta mujer su propio destino en la Resurrección del último día. Porque, del modo que la primera mujer causó que las puertas del paraíso fueran cerradas, atrancadas, candadas, esta mujer no sólo abre esas puertas, sino que hace real la posibilidad del cielo, real para ti, real para mí, real para todos los que somos de carne y sangre, para todos los que escuchamos y creemos estas palabras: el que come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna.

Y, mientras que es verdad que la Asunción de María al cielo es un privilegio singular, dado que no hay ningún otro ser humano en la historia del mundo que tenga el papel de ella en nuestra salvación como la nueva Eva, como la que lleva a Dios, como la madre del Salvador; lo que es un hecho para María, su estar en el cielo en cuerpo y alma, constituye una esperanza para nosotros mismos. Porque es nuestra Resurrección lo que esperamos anhelantes. Es el fruto de nuestra redención en Jesucristo, que murió en la cruz con un cuerpo real y que resucitó el tercer día, no como un espíritu, sino como la persona de Jesucristo, cuyo cuerpo fue transformado gloriosamente en un cuerpo ya no sujeto a la corrupción de la muerte sino un cuerpo destinado a vivir para siempre en la gloria de Dios. Lo que María es hoy en el cielo en la eternidad es lo que es nuestra esperanza segura para nosotros mismos, una esperanza segura fundada en la fe en Jesucristo y realizada en el mundo en una vida que se centra en hacer la voluntad de Dios, cuya voluntad es que todos tengan vida.

Y poder celebrar la Asunción de María en la Misa Tradicional Romana, esa misa que fue celebrada en esta iglesia parroquial hace sesenta años en su fundación y ahora se celebra otra vez en esta iglesia en toda su profundidad y belleza, nos llena de alegría hoy. Maria assumpta est; in caelum gaudent angeli, colaudantes benedicunt Dominum, alleluia. María ha sido subida al cielo; los ángeles se regocijan y alaban a Dios diciendo: aleluya.

Padre Richard G. Cipola

(Traducido por Natalia Martín. Artículo original)

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