Salta a la vista que la verdad no rechaza el error de forma intermitente, es decir, unas veces sí y otras no, sino siempre. Por lo tanto, es evidente que la verdad es verdad por siempre jamás, eternamente. De ahí que la verdad sea firme y no mudable; lo mudable cambia y se transforma en opinión humana.
El modernismo acostumbra plantear la objeción de que la verdad no puede caer del cielo para serle impuesta al hombre. E, insistiendo en la encarnación de la verdad en Nuestro Señor enseña que la verdad no es un concepto árido y abstracto, sino una Persona concreta, real, como si la Encarnación hubiese privado a la verdad de su valor absoluto en lugar de confirmarlo. Lástima que el Hombre-Dios en quien se encarnó la verdad se exprese de modo absoluto y no hipotético: se manifiesta por medio de mandamientos. Lástima que el Hombre-Dios en quien se encarnó la verdad nos enseñe que la verdad ya está en el ser y el hombre sólo tiene que descubrirla, no crearla, y debe por tanto aceptarla o rechazarla. En cambio, toda la creatividad que se agita a nuestro alrededor no es sino una opinión humana y falaz, obra del demonio (por eso Nuestro Señor Jesucristo recomienda que todo lo que digamos sea «sí sí, no no»). Ahora bien, no es un misterio que ése sea precisamente el sueño imposible del modernismo: que Dios renuncie a ser verdad para valorizar las falaces opiniones humanas y darles cabida en su Reino. El modernismo no ama la verdad, porque la verdad ya está hecha. Existe desde siempre, sin necesidad de aporte humano alguno. Al contrario de lo que enseña, la verdad cae ni más ni menos de lo alto. Ha sido revelada por el Hijo de Dios, porque el hombre jamás la habría descubierto por sí solo. Tampoco la habría descubierto en sus misterios, que superan la razón; y por ser accesible a la razón, no lo sería a la razón de todos, ni sin errores, ni se descubriría a tiempo. Y como ha bajado de lo alto, la verdad se aplica a todos los hombres sin excepción, separándolos con la espada de doble filo de la que habla el salmo.
Para el modernismo, una concepción semejante de la verdad es autoritaria, y por ende la rechaza. No admite que el error pueda quedar excluido; y también cuando concede la existencia del error, encuentra igualmente inmotivada e injusta su exclusión del Reino de Dios, ya que para el modernismo, el hombre no es súbdito sino ciudadano del Reino. Y a diferencia del súbdito, el ciudadano tiene derechos; derechos que resumen en uno solo: el de errar sin tener que pagar las consecuencias.
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Se dice que la lectura democrática de la historia impone al modernismo la defensa del derecho a errar. Pase. Pero por lo visto nadie se da cuenta de que esta interpretación se basa en una hipocresía colosal. ¿Dónde y en qué ámbito humano acoge la verdad lo que, con razón o sin ella, considera error? ¿En la enseñanza? ¿En el trabajo? ¿En el deporte? ¿En el arte? ¿Dónde? ¿Tal vez entre los eclesiásticos modernistas, que transmiten y además persiguen la verdad?
Se objetará también que la interpretación democrática sabe distinguir entre el error y el que yerra. Otra hipocresía descarada. El que yerra es portador del error, o de lo que se considera erróneo. Sin él no existiría el error, y por consiguiente en todos los ámbitos humanos se excluye al que yerra: desde los colegios a las discotecas, de la agricultura a las finanzas, del arte a la ciencia o al deporte, del mismo que en la iglesia modernista no se puede expulsar el error salvando al que yerra, sino expulsando precisamente al que yerra. Se expulsa al que yerra porque es el titular visible del error, el que lleva a estar equivocado o a lo que se considera erróneo. Ninguna actividad humana acepta lo que considera un error; sólo Dios debe aceptar y se lo debe al hombre. Por eso está prohibido para Dios lo que, por el contrario, le es lícito al hombre.
Como se ve, no hay ninguna razón lógica en que se pueda basar la afirmación de que Dios acoja el error en su Reino. Ni siquiera el hombre lo hace en sus propios y ridículos dominios. Por eso, pretender que el error no quede excluido del Reino de Dios es pura y simple voluntad humana: la voluntad de que dios se acomode al hombre. Es soberbia, hybris¹. Es decir, el pecado más abominable que pueda cometer la criatura contra su Creador. Quien rechaza la forma absoluta y excluyente de la verdad, pretende de hecho ordenar a Dios lo debe y no debe hacer. Y pretende hacerlo de la misma manera absoluta y excluyente que niega a Dios.
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Esta es, pues, la base conceptual de la apostasía de nuestro tiempo: se rebela contra la verdad porque la verdad excluye el error. Y como la enseñanza modernista busca más lo que une que lo que divide, hace falta por tanto excluir ante todo a Nuestro Señor, ya que es Él quien declara claramente que el error (ya sea intelectual o moral) no tiene cabida en su Reino. De ahí se desprende infaltablemente, por tanto, y no es ninguna casualidad, que quien no ama la verdad por su forma absoluta y excluyente no ama el Reino de Dios ni a aquel que lo anuncia.
Quien acepta la interpretación la democrática no puede amar un Reino de Dios compuesto de meros súbditos, de siervos inútiles, como dice el Evangelio. Un reino donde uno solo manda y los demás obedecen, por cierto mentes mal iluminadas, coincidiría con un sistema político totalitario ya rechazado por la historia. Un Reino semejante sería inconcebible para el hombre moderno. Se hace entonces necesario inventarse otro, en este caso el de la sola misericordia. Un Reino, en el que la misericordia excluya la justicia, y no por otro motivo que por el siguiente: porque la justicia del Reino de Dios es considerada injusta si excluye el error.
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En realidad, la enseñanza modernista de que la verdad no puede bajar de lo Alto para ser impuesta al hombre va mucho más allá de la lectura democrática de la historia. En perfecta sintonía con la filosofía moderna, afirma que no se puede admitir una verdad a priori que baje del cielo con la pretensión de regir la vida humana desde su origen, o sea, antes de vivirla. Ahora bien, es evidente que la verdad no puede ser sino a priori; esto es, antes de nosotros. Lo que viene después, y es nuestro, no es verdad sino opinión. Lo cierto es que cuando decimos la verdad –y la Verdad eterna es Nuestro Señor Jesucristo– no decimos nada de nosotros, y cuando decimos algo de nosotros, no decimos sino el error del que somos portadores.
De ahí que, se sepa o no, si la enseñanza modernista dice que no puede existir una verdad a priori, eso quiere decir la fe no puede ser una doctrina que haya que aprender ante todo conceptualmente, sino una experiencia que se debe vivir. La diferencia es clara. La doctrina se da a priori, es decir, antes de ninguna experiencia posible, precisamente para que pueda regular la experiencia. ¿Qué es la doctrina católica tradicional sino la verdad que nos ha confiado Nuestro Señor precisamente para trazar el rumbo de nuestra vida por medio de ella a fin de evitar el error, o sea el pecado? No es ninguna casualidad que la doctrina católica prohíba a priori determinados comportamientos. No es casual que esté completa y acabada sin ningún aporte nuestro; ni es causal que venga de lo alto. La verdad está hecha de ese modo. Esa es la única forma: a priori, independientemente del hombre y de lo que éste piense. Y por mucho que el modernismo se las ingenie para conjeturar, no existe otra manera. En cambio, si –como enseña el modernismo– la fe es una experiencia, se sigue que las partes se invierten. En ese caso, la experiencia precede a la doctrina, la vida a la moral y la doctrina la moral deben seguir a la vida, con paso vacilante y temeroso, como de hecho sucede hoy en día por todas partes.
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Ahora se entiende por qué enseña el modernismo que la verdad no puede bajar del cielo para imponerse al hombre: porque terminaría inevitablemente por sofocar su libertad. Ya hemos dicho de qué libertad se trata: desde luego no de la que se opone a la doctrina protestante de la predestinación, sino a la doctrina enteramente moderna de poder errar impunemente. La lectura democrática enseña que hay que salvar a toda cosa la libertad humana, cuando está claro que la libertad humana sólo salva cuando no hay ninguna verdad a priori que la entorpezca. Es decir, sólo si el Reino de Dios se deja de lado, o más bien, según ciertos filósofos, si desaparece. Se comprende entonces que, para ciertas mentes poco lúcidas, esta equiparación entre el Reino de Dios y un estado totalitario es pura ideología.
Desde el punto de vista de la libertad, la diferencia entre el Reino de dios y un estado totalitario es evidentísima: el estado sólo puede gobernar los cuerpos, atormentarlos, matarlos y ya no puede hacer nada más. Si a partir de la Revolución Francesa los hombres han preferido el reinado del terror y de la sangre con tal de no asumir el yugo suave de la divina verdad es porque de esos regímenes criminales se podía esperar o imaginar todavía la propia libertad. Y no sólo esperarla o imaginarla, sino vivirla, aunque sea de modos limitados. De hecho, el poder político, por mucho que lo desee no puede llegar a todas partes. Ni puede, por mucho que se esfuerce, penetrar las conciencias. Sometido a un régimen tiránico, el hombre puede seguir cultivando la esperanza de recobrar la libertad. En el Reino de la verdad divina la libertad que se concede no puede ser más que una: libertad para aceptar o rechazar a Dios. No existe otra libertad. Si existiese otra libertad, sería libertad para errar. Esto queda patente en el ámbito del cálculo matemático, donde la única libertad admitida es la de afirmar que dos más dos son cinco. Entonces, ¿tiene sentido defender una libertad semejante? Sin embargo, eso es lo que hace el modernismo: defender lo indefendible. Defiende el derecho a errar. Pero no lo hace atacando directamente la verdad divina y a Aquel que la anuncia, como hacen los ateos, sino echando toda la culpa de la exclusión del error a la Tradición católica, que habría malinterpretado la Buena Nueva, deformándola por ambición de poder. Para quien quiera verlo, está más claro que el agua: el modernismo tiene la obligación de odiar la Tradición para que no se descubra que odia a Dios.
Como ha quedado claro, el modernismo no puede revelar al hombre su verdadero condición en el orden ontológico. Y no porque le falte valor para ello, como se suele creer, sino simplemente porque no lo acepta. El modernismo se ve a sí mismo como un movimiento emancipador, y por consiguiente no podrá someterse jamás a la dura lección del Evangelio. Jamás se dignará considerar al hombre como portador de error en un Reino, el de Dios, perfecto en sí. No atribuye a la justicia el concepto del hombre que nos presenta el Evangelio, sino que nace precisamente para rescatar al hombre de la injusticia de un Reino que no tiene lugar para el error. De ahí que, con su típica arrogancia, pretenda imponer a Dios la obligación de eliminar la injusticia en su Reino con la pura misericordia.
Ni más ni menos: hybris in misericordia.
G.R.
[Traducción de J.E.F]
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¹Literalmente, soberbia, exceso de arrogancia,; è un topos, un lugar común en la tragedia y la literatura griega.