“Mi abuela quería que fuese una mujer culta, por eso no me llevó a la escuela” (M. Mead)
Anoche leí el artículo “La herencia de mi padre” de Sonia Vázquez, y me llamó poderosamente la atención su alusión a las clases de religión “descafeinadas” que se ofrecen en el sistema educativo español. Llevaba tiempo queriendo escribir sobre ello, así que aprovecho su referencia para abordar el asunto.
El primer día que llegué a mi nuevo Instituto me presenté a la profesora de Religión. Siempre lo he hecho. Ambas compartíamos edad y conectamos con facilidad. Aprovechamos el desayuno para intercambiar impresiones e inquietudes. Lo primero que me llamó la atención fue su presentación:
—Mi familia es Kika, pero… yo no.
Sin ganas de entrar en controversias, lo que sí me dejó claro es que quiso trazar una distancia con las creencias de sus padres. Ante mi enarqueo interrogante de ceja me indicó que ella era “católica no practicante”. Esta conversación con ella me dejó bastante perpleja, pero no era la primera vez que me topaba en un Instituto con profesores de Religión “no practicantes”.
Más adelante, le pedí que me dejara un libro de Religión; tenía curiosidad por ver sus contenidos. Mi hijo, con tres años, llevaba en su colegio un ridículo libro que hacía más hincapié en “valores cívicos” como tirar los papeles a la basura que en aprendizajes religiosos católicos. Quería saber si en el Instituto se seguía la misma pauta.
De nuevo, mi sorpresa fue mayúscula cuando me dijo:
—No llevo libro. Los críos se aburren con él y no se apuntan a mis clases. Por eso, voy por libre.
Le insistí en qué daba y me comentó:
—Vemos películas, hacemos debates… ¡Fíjate que se lo pasan bien, que tengo en clase hasta alumnos musulmanes! (Debo aclarar que esto último no era una exageración. Mi instituto recibe mucha inmigración musulmana, y efectivamente, comprobé con mis propios ojos que esto era cierto).
Siguieron pasando los años, y tuvo la desgracia de sufrir un divorcio “kasperiano” (o sea, su marido la abandonó por otra). Yo estaba por aquel entonces de baja por maternidad. Cuando me reincorporé, quise hablar con ella para animarla. Por entonces, ya estaba saliendo con otra persona. Supo qué le diría en cuanto me vio venir:
—Ya sé que no lo apruebas. Pero las cosas no son tan fáciles.
Siguen pasando los años, y mi compañera continua con las clases de Religión. Ahora está casada por lo civil.
Cuento esto porque es un claro ejemplo de lo que está ocurriendo en los colegios e Institutos. No solo públicos (como es el caso) sino también concertados. Con ello, no pretendo juzgar a mi compañera como persona, que no es mi labor, y tampoco la intención del artículo. Pero si pretendo juzgar su docencia. ¿Está enseñando religión católica? Evidentemente, no.
En primer lugar porque no está dando los contenidos que supuestamente debería dar. Lo curioso es que nadie, en todos los años que llevo, ha controlado el asunto. Ni el Inspector de Educación (más preocupado por otras asignaturas) ni el Obispo (que es quién debería velar por el asunto). He visto como sus alumnos estudiaban en clase películas como “Hermano Oso” (obra de Disney que habla sobre la Diosa Naturaleza y el equilibrio natural); han hecho interesantes debates sobre el aborto (¿Es un tema sujeto a debate? ¿En religión Católica?), han ido a excursiones a sitios tan estupendos como Terra Mítica… Pero, ¿y los contenidos católicos? ¿Se dan? Permítanme que afirme que, si tiene alumnos musulmanes en clase, es evidente que no.
¿Por qué no se dan los contenidos? No se dan por motivos de supervivencia. El Gobierno se ha ocupado de asesinar la asignatura en silencio y no ha habido quien defienda a su víctima. Los profesores de Religión dependen de los alumnos para asegurar su puesto. Si no hay alumnos matriculados, no se oferta Religión. Y si no se oferta, los profesores van a la calle (o se oferta con menos horas, con la consecuente bajada de sueldo). Esto ha provocado que los profesores de Religión parezcan mercaderes en el mes de Junio (fecha de las matriculaciones) ofreciendo a los alumnos viajes, excursiones, películas, actividades lúdicas… Cualquier cosa por asegurar un número de matriculaciones.
En segundo lugar, no se dan los contenidos porque seamos realistas, tal como está la sociedad del mínimo esfuerzo, ¿un alumno se va a matricular en la asignatura de Religión si tiene que estudiar? Recordemos que la alternativa a la asignatura es “Actividades de Estudio” (que es lo mismo que una hora en el aula sin hacer absolutamente nada), y que además no es evaluable. Por pura lógica humana, si los padres nos obligan a sus hijos a matricularse (y los padres ahora les importa un comino (perdón por la expresión) la Religión), los niños se matricularán en lo que más le interesa. Por tanto, o los profesores de Religión les ofrecen algún “caramelo” o se van a Actividades de Estudio.
¿Se puede luchar contra eso? No me gustaría estar en el papel de mi compañera. Y menos, si mi puesto de trabajo dependiera de ello.
El resultado es que la asignatura de “Reli” se ha convertido en cualquier cosa menos eso, Religión. Y para defender mis argumentos, me basta (por desgracia) con incluir el cartel con la que la Conferencia Episcopal Española empapeló mi Instituto: Fuente y fundamento de virtudes y valores.
(Llevaba años luchando por limpiar las paredes del Instituto de aquellos horribles grafittis que unos alumnos habían pintado en un taller de “plástica” y resulta que, ahora, es la propia Iglesia la que me ensucia el centro con este horror de cartel propagandístico).
El cartel merece todo un artículo. No lo voy a hacer. Habla por sí mismo.
Y aquí viene la pregunta del título, ¿qué hacemos los padres con nuestros hijos? ¿Los matriculamos en “Reli”? Es una pregunta que me he hecho muchas veces. Y no tengo respuesta. Me gustaría que los Sacerdotes que escriben en Adelantelafe nos dieran su opinión y guía.
Yo, por lo que he visto, no matricularía jamás a mis hijos. Primero, porque tengo el serio peligro de que les imparta Religión un profesor que no cree, o que no “comparte totalmente” las verdades de la Fe católica. En ese caso, estaría envenenando a mis hijos, y encima, en una edad terriblemente influenciable.
En segundo lugar, porque aunque el profesor fuera creyente, tal como están los Institutos, estoy seguro de que no se atrevería a expresar las verdades de la Fe. En cualquier momento se encontraría con algún padre escandalizado o algún compañero que le acusaría de intolerante…
En estas circunstancias, la clase de Religión se convertiría para mis hijos en una clase de debate sobre el catolicismo, donde todo cabe, siempre que se diga con respeto. Con el peligro que eso conlleva.
De ahí, de nuevo, mi pregunta:
¿Es mejor dejarlos en Estudio Alternativo? O por el contrario ¿los matriculamos en Religión para evitar que desaparezca la asignatura? ¿Qué es mejor? O dicho de otra forma, ¿qué hacemos?
Mónica C. Ars.