La Colegialidad episcopal y el Primado del Papa según la doctrina de Ballerini

La doctrina de Ballerini sobre el Papado monárquico y el Episcopado subordinado

El famoso teólogo veronés Pietro Ballerini (7 de septiembre de 1698 – 28 de marzo de 1769)[i], en sus obras ya clásicas de eclesiología De Potestate ecclesiastica summorum Pontificum et Conciliorum generalium (Verona, 1765) y De vi ac ratione primatus Romanorum Pontificum (Verona, 1766), trató en general la cuestión dogmática de la naturaleza de la Iglesia de Cristo, y, contra el error conciliarista, profundizó especialmente en el problema del Primado de la monarquía papal sobre el Episcopado subordinado a ella[ii]. Esta última cuestión volvió a escena con el problema de la Colegialidad episcopal en el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, n. 22, del año 1965). El estudio clásico del insigne eclesiólogo veronés nos puede ser útil para comprender todavía mejor la oposición de contradicción que existe entre la doctrina católica tradicional sobre las relaciones que subsisten entre el subordinante y el subordinado, o sea, entre el Papa y el Episcopado, y la nueva doctrina de la Colegialidad episcopal, que reduce bastante la naturaleza del Episcopado monárquico del Papa y sobrevalora el Episcopado subordinado del Cuerpo de los Obispos, disminuyendo notablemente su desigualdad sustancial por divina Institución, sin llegar al conciliarismo, pero favoreciéndolo. Don Pietro Ballerini enseña que 1º) Pedro recibió directamente de Jesús el Primado sobre los demás Apóstoles, el cual pasó a los Romanos Pontífices sucesores suyos y Vicarios visibles en la tierra de Cristo ascendido al Cielo; 2º) el Primado de San Pedro y de los Romanos Pontífices no es solo de honor, sino sobre todo de gobierno o de jurisdicción; 3º) este Primado de jurisdicción es personal, o sea, se refiere a la persona de Pedro y del Papa reinante, y no es de la Iglesia, que lo transmite al Papa, más bien pasa del Papa a la Iglesia universal, que es gobernada por él, como de la Cabeza a los miembros; 4º) es de derecho divino, por lo que nadie, ni siquiera el Papa, puede cambiarlo sustancialmente, aguarlo y renunciar a él (como hicieron Pablo VI, Lumen gentium, n. 22, 1965; Pablo VI, la novedad del Obispo emérito, 1966; Benedicto XVI, la novedad del Papa emérito, 2013).

La potestad eclesiástica

Es conveniente especificar que la potestad eclesiástica se divide 1º) en poder de Orden, inmediatamente ordenado a santificar las almas mediante los Sacramentos y especialmente el Santo Sacrificio de la Misa y 2º) en poder de Jurisdicción, inmediatamente dirigido a gobernar a los fieles y conducirlos a su fin último. La Jurisdicción se subdivide a) en Magisterio, que enseña autorizadamente las verdades Reveladas, y b) en Jurisdicción o Gobierno en sentido estricto, que promulga las leyes (poder legislativo), juzga a los súbditos (poder judicial) y finalmente aplica las sanciones penales contra aquellos que transgreden las leyes (poder ejecutivo o coactivo). Algunos autores, por comodidad, hablan de tres poderes: Sacerdotium, Magisterium e Imperium, pero prácticamente el significado es el mismo. Por tanto, la jerarquía de Jurisdicción comprende el poder de enseñar y de gobernar: sus grados son, por derecho divino, el Episcopado y el Papado. En cambio, el Sacerdocio o poder de Orden se compone, siempre por derecho divino, de tres grados: el Diaconado, el Presbiterado y el Episcopado. El Sacerdocio o poder de Orden y la Jurisdicción (Magisterio y Gobierno) son distintos realmente entre ellos, pero están unidos por una mutua relación: el Sacerdocio está ordenado no solo a santificar directamente, sino también a enseñar y gobernar indirectamente, y la Jurisdicción no solo está finalizada directamente al gobierno y a la enseñanza, sino también indirectamente a la santificación de las almas. El Orden sagrado es conferido con el correspondiente Sacramento, mientras que la Jurisdicción es concedida inmediatamente por Dios al Papa por derecho divino y por misión canónica del Papa a los Obispos y de los Obispos a los Párrocos. La Jurisdicción supone el Orden sagrado y, viceversa, el ejercicio del Orden es dirigido por la Jurisdicción. La Iglesia tiene en su seno superiores e inferiores, por derecho divino, por tanto es una sociedad jerárquica o desigual, en la que los clérigos (clerós = escogidos) hacen parte del doble poder de Sacerdocio y eventualmente (Obispos y Papa) de Gobierno; todos los demás son laicos (laós = pueblo), o sea, los fieles. Por tanto, en la Iglesia existe quien manda y quien obedece y no todos sus miembros tienen iguales derechos y deberes[iii]. Retomo aquí seguidamente las enseñanzas de Ballerini para hacer ver cuánto está la doctrina pastoral de la Colegialidad episcopal del Concilio Vaticano II en contradicción con la doctrina dogmática contenida en la Sagrada Escritura, en la Tradición apostólica transmitida a nosotros por la enseñanza constante: por los Padres eclesiásticos, por los Doctores de la primera, segunda y tercera escolástica y enseñada autorizadamente por el Mgisterio constante y, por tanto, infalible (cfr. Pío IX, Encíclica Tuas libenter, 1863) de la Iglesia, que fue contradicho por el no dogmático, no definitorio y no obligante para la salvación del alma, y, por tanto, no infalible, del Vaticano II.

La Unidad de la Iglesia

La Unidad es la prerrogativa principal de la Iglesia de Cristo, que por divina voluntad debe ser una (o sea, indivisa en sí misma y distinta de las demás iglesias y religiones) y única. En efecto, el Credo niceno-constantinopolitano la pone en primer lugar entre las cuatro notas de la Iglesia: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”. San Juan Crisóstomo la pone como el elemento esencial para definir a la Iglesia, la cual “significa unión y armonía, acuerdo o consonancia y no espacio o lugar en el que nos reunimos” (I hom. in Epist. ad Cor.). Jesús fundó una sola Iglesia y no muchas iglesitas y murió “para unir a los hijos de Dios, que estaban dispersos, en una sola cosa” (Jn., XVII, 20-27), o sea, en una sola Iglesia. San Pablo lo confirma: “Cristo es nuestra paz, Él, de dos [Judíos y Paganos], hizo una sola cosa” (Efes., II, 14), y antes de morir Cristo encomendó al Padre, entre sus últimas voluntades, la unidad de la Iglesia: “Padre santo, guarda a los que me diste para que sean uno como Nosotros [ut unum sint]” (Jn., XVII, 11). “En este versículo, Jesús no ruega solo por los Apóstoles, sino junto a ellos por los discípulos y por todos los fieles que creerían en Él en el futuro, o sea, por toda la Iglesia” (Cornelio A Lapide, Commentarius in Sancti Johannis Evangelium, Venecia, 1717).

Unidad de fe y de caridad

Como la Iglesia es una sociedad externa y visible, también la unidad debe ser externa y visible, de otro modo “no habría ninguna seguridad de unidad” (S. Aug., In Parmen., lib. III, n. 28). Pues bien, la unidad de la Iglesia es producida sobre todo por la única fe y por el vínculo de la caridad o de la comunión entre los miembros de la Iglesia y de los miembros con los Pastores y sobre todo con el Pastor de los Pastores, el Romano Pontífice. Por lo que los diferentes fieles, aun estando esparcido por todo el mundo, si profesan la verdadera fe y están en comunión unos con otros adhiriéndose y obedeciendo a los legítimos pastores, forman un solo cuerpo, una sola sociedad, o sea, una sola y única Iglesia, que es la de Cristo (cfr. Pietro Ballerini, De vi ac ratione primatus Romanorum Pontificum, cap. X, n. 1). La Iglesia es una sobre todo por la única fe enseñada y profesada, porque esta es su fundamento. Pues bien, todo edificio puede tener un solo fundamento. Por ello, Jesús, orando por la unidad de la Iglesia, dijo que oraba no solo por los Doce Apóstoles, sino por todos los que todos los días hasta el fin del mundo creerían en Él, formando, con esta única fe, una sola Iglesia (S. Ambrosio, De Incar., lib. I, cap. 5). Sin embargo, la unidad de fe, que es la más importante, precede y comporta la unidad de comunión o de caridad, que es su consecuencia necesaria. En efecto, donde existen divisiones y cismas, allí aparecen las variedades de opiniones o las herejías. San Pablo lo revela: “Os conjuro, hermanos, que profeséis la misma fe y que no surjan cismas en medio de vosotros, sino estad unidos en la misma doctrina y en la misma caridad” (I Cor., I, 10). Como se ve, sin unión de fe no hay unión de caridad o de comunión y el cisma sigue inevitablemente a la herejía y, viceversa, del cisma nace antes o después la herejía. De manera que el fin de la unión de caridad es la unión de fe. La primera es necesaria y está ordenada a la segunda. Ambas son talmente necesarias que, si falta una u otra, se deja de pertenecer al cuerpo de la Iglesia de Cristo. Por tanto, la herejía y el cisma excluyen de la Iglesia. En efecto, la herejía elimina la unidad de fe y el cisma destruye la unidad de comunión o de caridad (cfr. P. Ballerini, De vi ac ratione primatus…, cap. X, nn. 2-5; cap. XI, n. 1).

El Primado de Pedro mantiene la unidad de fe y de caridad

El fin del Primado del Papa es la unidad de fe y de comunión de la Iglesia universal. Ciertamente, también los Obispos son puestos al frente de las iglesias particulares o diócesis para gobernarlas y mantenerlas en la unidad, pero el Pontífice Romano ha recibido el Primado sobre toda la Iglesia y ha sido revestido por Cristo de la tarea de mantener la unidad de la Iglesia universal y de cada diócesis, la cual debe responder a través de su Obispo al Papa (De vi ac ratione primatus…, cap. VIII, n. 3). Por tanto, el fin por el que Jesús instituyó el Primado de los Papas es la unidad de fe y de comunión de toda la Iglesia. Más aún, la divina Institución del Primado pontificio es no solo útil, sino absolutamente necesaria para conservar la unidad de fe y de caridad en toda la Iglesia (cfr. Catecismo del Concilio de Trento, parte I, art. IX, § 12, n. 112, tr. it., a cargo del p. Tito S. Centi, Siena, Cantagalli, 1981, pp. 129-132). En resumen, la unidad de la Iglesia depende sobre todo de su única Cabeza visible, el Papa, y, como la unidad es esencial a la Iglesia, así el Papa es esencial a ella de manera que sin Papa no subsistirían la unidad y, por tanto, la Iglesia. La razón teológica de este principio dada por Ballerini (De vi ac ratione…, cap. VIII, nn. 5-7) es la siguiente: quien quiere el fin quiere también los medios. Pues bien, la Iglesia ha sido querida por Cristo esencialmente una y Jesús no pueda abandonarla en cuanto a las cosas necesarias a su subsistencia. Por tanto, debe proporcionarle medios aptos para mantenerse en la unidad, y especialmente para precaverse contra las herejías, que amenazan la unidad de fe, y los cismas, que atacan la unidad de comunión. Como estos medios están destinados a mantener la unidad visible de la Iglesia visible, también ellos deben ser visibles. Pero toda sociedad se mantiene unida mediante una Cabeza a la que todos los súbditos convergen como los radios de un círculo a su centro. Por ello, era necesario que, tras la Ascensión de Cristo al Cielo, hubiera una Cabeza vicaria de Cristo, visible en la tierra y principio de la unidad de la Iglesia. Los Apóstoles fundaron las diferentes iglesias particulares o diócesis, poniendo a su cabeza a un Obispo que las gobernase y custodiara su unidad, que se obtiene mediante la adhesión de los fieles particulares de cada diócesis a su Pastor particular, o sea, al Obispo del lugar. Pero estas unidades particulares de las diócesis particulares no son suficientes: están ordenadas, como medios al fin, a la unidad de la Iglesia universal. Pues bien, para que la Iglesia universal sea una de fe y de comunión, es necesario que todos, fieles y Pastores, estén unidos a la Cabeza única y suprema que Jesús ha puesto al frente de toda la Iglesia en la persona de Pedro y de sus sucesores. Por ello, el Primado papal es de derecho divino y no eclesiástico. Pero si el Primado fuera solo de honor y no de jurisdicción, no sería suficiente par obtener su fin: la real unidad de fe y de comunión de la Iglesia universal. Por tanto, Dios ha dado a Pedro y a los Papas la autoridad suficiente (legislativa, judicial y coactiva) y necesaria para mantener la unidad (De vi ac ratione, cap. II, n. 1; cap. IX, n. 1 y 2).

¿Colegialidad episcopal o Episcopado monárquico y Episcopado subordinado?

Ser la cabeza o el primero conviene a uno solo, así también el poder de la cabeza conviene a uno solo. Por tanto, si los Apóstoles podían ser iguales a Pedro en el apostolado, no podían serlo en el Primado de jurisdicción o gobierno (De vi ac ratione…, cap. III, nn. 1-5; cap. XIV, n. 25). Por tanto, nadie puede coparticipar con el Papa en cuanto al poder de jurisdicción que le viene del Primado. Afirmar lo contrario sería una contradicción en los términos, o sea, equivaldría a decir que en la Iglesia hay dos cabezas y dos primeros, o bien, que el primero en la jurisdicción no es absolutamente primero, sino que lo es solo relativamente al Cuerpo episcopal. Por ello, el Papa tendría y no tendría el Primado absoluto y universal de jurisdicción. En efecto, si el Cuerpo de los Obispos es copartícipe con el papa al poder de gobierno de la Iglesia universal, el Papa no sería ya auténticamente Cabeza absoluta y suprema, sino un primus inter pares, el cual no tendría ninguna jurisdicción sobre los Obispos para constreñirlos a la unidad, sino que sería un colega suyo más notable con un Primado de honor o puramente nominal y además sin poder legislativo, judicial y ejecutivo o coercitivo. Por tanto, la falsa doctrina conciliarista de la doble Cabeza de la Iglesia, condenada como herética por Inocencio X (24 de enero de 1647, DB, 1091), que volvió a tomar auge de manera más matizada con la Colegialidad episcopal del Concilio Vaticano II, es confutada por Ballerini en 1766 (De vi ac ratione…, cap. III, n. 2). En efecto, la jurisdicción primacial o Primado de jurisdicción puede encontrarse en uno solo, por ello el Episcopado está subordinado y sujeto al Papa en el poder supremo de jurisdicción y de gobierno de la Iglesia universal. Caen, por tanto, también las doctrinas heréticas que distinguían la Santa Sede y el Sedente (el Papa), la Iglesia de Roma y el Pontífice Romano. Como advierte Ballerini (De vi ac ratione…, cap. III, nn. 3-5; cap. V, n. 4; cap. VI, n. 1 y ss.), la autoridad dada a Pedro es personal y no es inherente a la Sede o a la Iglesia de Roma, sino al Sedente o al Pontífice Romano, y nadie, ni siquiera el Cuerpo de los Obispos, puede compartirla, al ser personal, de otro modo sería colectiva o colegial. El Concilio Vaticano II retoma y mantiene el equívoco según el cual el Papa tiene el Primado de jurisdicción, pero lo comparte con el Cuerpo de los Obispos. Por tanto, por una parte reafirma la doctrina católica y por otra, contradiciéndose, la niega o al menos la edulcora. La doctrina de la Colegialidad episcopal fue innovada oficialmente aunque pastoralmente, el 21 de noviembre de 1964, por la Constitución sobre “La Iglesia” del Concilio Vaticano II Lumen gentium, n. 22. Ella atribuye al Cuerpo de los Obispos, del cada uno de ellos entra a hacer parte con la sola consagración episcopal, un poder y una responsabilidad estable sobre la entera Iglesia y no solo sobre su propia diócesis particular; por ello fue considerada por varios Cardenales y Obispos como “que producía detrimento al poder primacial del Papa y contestaban que tuviera bases sólidas en la Sagrada Escritura” (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia-Roma, Morcelliana-Herder, 1978, p. 240). Esta doctrina de un doble sujeto del supremo y total poder de magisterio e imperio en la Iglesia (y, por tanto, de una doble Cabeza de la Iglesia) había sido condenada ya por el papa Clemente VI (29 de septiembre de 1325) en la Carta Super quibusdam ad Mekhitar, patriarca de los Armenos (DS 1050-1065, De Primatu Romanae Sedis). El Papa, en virtud del Primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal que le ha sido conferido por Cristo, tiene el poder para obligar (enseñando, legislando, juzgando y castigando) a la unidad de fe y de caridad a toda la Iglesia, o sea, a todos los fieles y a todos los Obispos. Por tanto, se sigue de ello que toda la Iglesia (fieles y Obispos) tiene el deber de conservar con el Papa la doble unidad de fe y de comunión. El derecho (en este caso del Papa), por definición, es correlativo al deber (del Episcopado). Ballerini prueba este principio con un argumento particular fundado en la unidad de la Iglesia mantenida a través de la unión de fe y de caridad. En efecto (De vi ac ratione…, cap. XI, nn. 1-3), la unidad visible de la Iglesia exige la unión visible de todos los fieles y de todos los Obispos. Pues bien, ella no puede obtenerse directamente por que es imposible que todos los cristianos estén en comunión entre ellos directa e inmediatamente y es muy difícil que todos los Obispos esparcidos en sus diócesis por todo el mundo estén en comunión directamente entre ellos. Por tanto, es necesario que los fieles estén en comunión con su Obispo local, el cual a su vez está en comunión con el Pontífice Romano, que pone de acuerdo y en unión a todos los fieles y a todos los Obispos. He aquí probado concretamente que el Papa es el centro y el principio de la unidad de la Iglesia católica: cada uno, en comunión con el centro, el Papa, está en comunión con todos aquellos que están unidos a él: fieles y Obispos (como los radios del círculo que convergen a su centro hacen una sola cosa con el círculo y entre ellos). Al contrario, quien (fieles/Obispos) se despega del centro (Papa), se despega a la vez de toda la Iglesia (como de todo el círculo), por esto, San Abrosio, comentando las palabras de Cristo: “Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam” (Mt., XVI, 18), deduce de ellas inmediatamente: “ergo ubi Petrus ibi Ecclesia” (Enarrat. in Psal. 50, n. 30).

Conclusión

Cristo dio a Pedro y a sus sucesores (los Romanos Pontífices) un Primado de jurisdicción (con el poder de enseñar y gobernar a la Iglesia legislando, juzgando y castigando), no de simple honor. El Concilio Vaticano I (DB, 1823) definió de fe esta doctrina. Pedro (Kephas = roca) es la piedra sobre la que Cristo edificó su Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt., XVI, 18-19). Jesús presenta su Iglesia bajo la imagen de una casa, de un reino y de un rebaño y pone a Pedro como su cimiento, el portador de sus llaves y su pastor. Pedro, inmediatamente después de la Ascensión de Cristo, actúa como Cabeza suprema de la Iglesia. Se levanta en el cenáculo para proponer a los demás Apóstoles sustituir a Judas Iscariote en el Colegio apostólico; predica el primero el día de Pentecostés; acoge a los primeros paganos en el seno de la Iglesia, en casa de Cornelio; interroga y castiga a los dos esposos culpables de mentira; finalmente toma el primero la palabra en el Concilio de Jerusalén[iv]. El Concilio Vaticano I (DB, 1831) definió solemnemente la doctrina del Primado del Papa, que tiene sobre el rebaño de Cristo una autoridad jurisdiccional o de gobierno plena, suprema, universal, inmediata y ordinaria, tanto el lo relativo a la fe y a las costumbres como en lo relativo a la disciplina[v]. El Episcopado no solo no es superior al Papa, sino tan siquiera es igual a él. Los errores del Conciliarismo y del Galicanismo, que enseñan la superioridad del Concilio sobre el Papa y que la jurisdicción de los Obispos deriva directamente de Dios y no a través del Papa, fueron condenados por la Iglesia (cfr. DB, 1322 y 1589) y recibieron el tiro de gracia con el Vaticano I. La Iglesia ha sido fundada sobre Pedro como roca primaria y fundamental y el Papa, como sucesor de Pedro, le es esencial; el Episcopado también es de institución divina, pero subordinadamente al Papado. Todo poder desciende de Dios directamente sobre el Papa y de este sobre los Obispos[vi].

Anacletus


[i]      Cfr. C. Testore, en Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano, 1949, vol. II, coll. 751-752, voz Ballerini Pietro.

[ii]     Cfr. T. Facchini, Il Papago principio di unità e Pietro Ballerini di Verona, Padova, Il Messaggero di S. Antonio, 1950, cap. IV, pp. 67-89.

[iii]    Cfr. Sto. Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 39, a. 3; L. Billot, De Ecclesia Christi, Roma, 1927, vol. I, Theses 15-24; A. Ottaviani, Institutiones Juris Publici Ecclesiastici, Roma, 1936, vol. I; A. M. Vellico, De Ecclesia Christi, Roma, 1940, pp. 549-603.

[iv]    Cfr. Sto. Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, IV, 76; E. Ruffini, La Gerarchia della Chiesa negli Atti degli Apostoli e nelle Lettere di San Paolo, Roma, 1921; E. Florit, Il Primato di San Pietro negli Atti degli Apostoli, Roma, 1942; U. E. Lattanzi, L’errore di Oscar Culmann sul Primato di Pietro, en “Protestantesimo”, a cargo de A. Piolanti, Rima, 1957.

[v]     Cfr. Sto. Tomás de Aquino, S. Th., III, q. 8; S. R. Belarmino, De Romano Pontifice, Venecia, 1599; R. Zapelena, De Ecclesia, Roma, 1903; D. Palmieri, De Romano Pontifice, Roma, 1931; U. E. Lattanzi, De Ecclesia, Roma, 1956.

[vi]    Cfr. A. M. Vellico, De Ecclesia Christi, Roma, 1940, pp. 24-29; R. Dell’Osta, Teodoro de Lelli: un teologo del potere papale e i suoi rapporti col cardinalato nel secolo XV, Belluno, 1948.

(Traducido por Marianus el eremita)

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