La penitencia como virtud y como sacramento

El Evangelio de este segundo domingo (Mt 11, 2-10) nos presenta por primera vez en el Adviento a san Juan Bautista quien, con su predicación en el desierto de Judea, llamó al pueblo de Israel a convertirse, a estar preparado para la inminente venida del Mesías. Por eso se le denomina el “precursor”, el que va delante de Jesús para dar testimonio de Él mediante su predicación y su martirio.

La misión de san Juan Bautista es el último momento de la preparación que Dios había hecho de la venida de su Hijo a la tierra, anunciándola primero y sosteniendo después la esperanza del Pueblo de Israel mediante los Profetas. Y así el Evangelio del 4º domingo de Adviento (Lc 3, 1-6) nos presenta la predicación de san Juan Bautista como el cumplimiento de la profecía Isaías (Is 40, 3-5) que había vaticinado la cautividad del pueblo hebreo en Babilonia, lo consuela ahora con el anuncio de su libertad, y su visión se extiende a los tiempos mesiánicos: Juan es la voz que grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor, | allanad sus senderos; los valles serán rellenados, | los montes y colinas serán rebajados; | lo torcido será enderezado, | lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios» (Lc 3, 4-6).

La conmoción que el Bautista con su predicación de penitencia y su modo de vivir produjo, fue tan grande, que muchos creyeron que él fuese el Mesías prometido. Para evitar este engaño, Juan acentúa su misión de “precursor” señalando hacia Jesús: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias» (Mc 1, 7). En otra ocasión dirá: «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3, 30). Y estando ya en prisión, en el Evangelio de hoy, vemos cómo envió a sus discípulos para preguntarle «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» . La expresión “el que ha de venir” era una de las formas para aludir al Mesías.

El Bautista no envía sus discípulos a Cristo para que le responda a él sino a aquellos que en el círculo de sus seguidores no acababan de reconocer a Jesús. Una vez más, el Bautista señala a Cristo como el Mesías y quiere así dar testimonio de la Luz[1]. La misión de San Juan Bautista fue, por tanto, un llamamiento a la conversión para recibir a Cristo que viene: invita a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la confesión del propio pecado.

II. La preparación a la que invita Juan Bautista se define en el Evangelio con un término griego («metanoia») que significa «cambio de manera de pensar». A este cambio interior es a lo que llamamos «conversión» o «penitencia», una palabra que puede entenderse en un doble sentido: como virtud y como sacramento.

  • La penitencia como virtud, o penitencia interior, es la disposición del alma por la que nos convertimos de veras a Dios, detestamos los pecados cometidos, y nos proponemos cambiar nuestra vida con la esperanza de obtener el perdón de la divina misericordia divina.
  • La conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia, o penitencia exterior. El pecador arrepentido muestra, por sus palabras y actos, haber separado su corazón del pecado cometido; y el sacerdote manifiesta, por lo que dice y hace, la misericordia de Dios, que perdona los pecados. «La confesión individual e integra de los pecados graves seguida de la absolución es el único medio ordinario para la reconciliación con Dios y con la Iglesia»[2].

«Ambos aspectos están tan íntimamente relacionados entre sí, que la penitencia como virtud forma parte esencial del sacramento (proporcionando la materia del mismo) , hasta el punto de que la absolución del sacerdote (que constituye la forma sacramental) sería absolutamente inválida sin los actos de la virtud de la penitencia (arrepentimiento, confesión y propósito de enmienda) practicados por el penitente»[3].

III. Por último, podemos preguntarnos si el mensaje de San Juan Bautista tiene algo que decirnos a nosotros. Si todavía hoy, dos mil años después, es necesario convertirse, prepararse para recibir a Cristo que viene.

Un poderoso motivo lo encontramos en el tema dominante del Adviento que es la preparación para la segunda venida de Cristo. Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza la larga espera del Mesías: participando en la preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el deseo de su segunda Venida en gloria y majestad[4]. Por eso la Epístola (Rom 15, 4-13) nos insiste en la virtud de la esperanza apoyada en la voz de Dios que sigue resonando a través de las Sagradas Escrituras: «Pues todo lo que se escribió en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (v. 4). Si los cristianos esperan la transformación del mundo presente deben comportarse de tal manera que sean hallados por el Señor en una disposición moral y espiritual tal que les permita entrar en él. La espera de la parusía es un poderoso motivo de santificación[5].

«Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en ella quedará al descubierto. Puesto que todas estas cosas van a disolverse de este modo, ¡qué santa y piadosa debe ser vuestra conducta, mientras esperáis y apresuráis la llegada del Día de Dios! Ese día los cielos se disolverán incendiados y los elementos se derretirán abrasados. Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia. Por eso, queridos míos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con Él, intachables e irreprochables» (2Pe 3, 10-14).

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A la materna intercesión de la Virgen María confiamos nuestro itinerario de Adviento en el que nos disponemos para acoger en nuestro corazón y en nuestra vida a Cristo que viene y que nos invita a la conversión.

«Excita, Señor, nuestros corazones a preparar el camino de tu Unigénito, para que por su venida merezcamos servirte, purificadas nuestras almas. Él, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén»[6].


[1] Cfr. Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 259-262.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 960.

[3] Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, vol. 2, Los sacramentos, Madrid: BAC, 1994, 254-255.

[4] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 522-524.

[5] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: 2Pe 3, 3-14; José SALGUERO, Biblia comentada, vol. 8, Epístolas católicas. Apocalipsis, Madrid: BAC, 1965, 171-174.

[6] II Domingo de Adviento, oración: Eloíno NÁCAR FUSTER; Alberto COLUNGA,            Misal ritual latino-español y devocionario,      Barcelona: Editorial Vallés, 1959, 49.

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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