Los tiempos que nos ha tocado vivir son tiempos de confusión… Tiempos en que a menudo sucede que aquellos que fueron nuestros maestros, nuestros superiores, nuestros dirigentes o nuestros hermanos, camaradas o compañeros en el camino de la fe, defeccionan, cambian su discurso o su modo de pensar y/o de actuar… Hace pocos días el P. Alfonso Gálvez nos hablaba sobre los buenos y malos pastores. Sabemos que esto que sucede estaba anunciado:
“Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo. Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema. Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gál 1, 6-12).
Pero aún sabiéndolo, ante esto puede existir en nosotros la tentación de aflojar, de bajar los brazos, de ceder ante el mundo… Si los que me enseñaron o me guiaron hasta ayer, hoy me insultan y me injurian… entonces…
Entonces es cuando resulta más que conveniente recordar aquello que enseñaba el P. Leonardo Castellani en El Evangelio de Jesucristo acerca de la fe:
“Las gentes de mi raza no saben cómo se produce la fe, saben que tienen fe. Y yo sé cómo no se produce la fe. Estrictamente hablando nadie puede “enseñar” el Evangelio a otro: “No llaméis a nadie Maestro, porque uno es el Maestro, Cristo”. Decir por ejemplo que el P. Rosadini me “enseñó” la Epístola a los Tesalónicos, o San Agustín me hizo entender el Evangelio de San Juan, es como decir, más o menos, que el cura que casó a mi padre y a mi madre me dio la existencia” (p. 441).
Genial explicación de Castellani para que no nos confundamos: alguien puede anunciarme el Evangelio pero dado que el contenido de la fe es superior al intelecto del hombre, sólo Dios puede enseñármelo, estrictamente hablando:
“El Evangelio qua evangelio, es decir qua “Buena Nueva” y “Novedad Absoluta” se puede anunciar, no se puede enseñar. Un hombre puede ser ocasión de mi fe; no puede ser condición de mi fe; y mucho menos su causa” (p. 441).
Más adelante se explaya en esta misma idea:
“es necesario tener un ser humano que nos toque el timbre del oído para abrir el corazón; un “predicante”. Pero el predicante no es más que la Ocasión; el Espíritu es la Condición” (p. 442).
Esta es la razón por la que nuestra Fe y nuestra Esperanza no está puesta en los hombres, por mucha amistad, o admiración hayamos tenido por ellos; no fueron ellos más que la ocasión para que el Espíritu Santo en lo secreto de nuestra alma insuflara la fe.
Y hay algo más. Esta noción es indispensable tenerla presente cuanto más nos vayamos arrimando a los últimos tiempos, como el paisano se arrima al fogón a medida que la noche se va haciendo más espesa… Por eso vale también recordar lo que el Padre Castellani caracteriza como la madurez de la fe:
“Si yo abrazo “la fe de nuestros padres” por el mero hecho de haber sido gigantes padres, no paso más allá de ser un buen niño, un chiquito bien educado. Si el criterio para abrazar una religión es que muchos la profesan, entonces cuando la Iglesia de Cristo tenía doce hombres, era falsa; y al fin de los tiempos sería de nuevo falsa” (p. 446).
Porque, como sabemos, una de las mayores dificultades de los últimos tiempos será permanecer fiel, a pesar de que muchos no lo hagan. Pidamos entonces tener una fe madura, una fe adulta que no está fundada en palabras de hombre sino en el Espíritu de Dios. Sólo así podremos ser verdaderos apóstoles, con la ayuda de la Santísima Virgen, como los que describe San Luis María Grignion de Montfort:
“Serán los apóstoles auténticos de los últimos tiempos. A quienes el Señor de los ejércitos dará la palabra y la fuerza necesarias para realizar maravillas y ganar gloriosos despojos sobre sus enemigos.
Dormirán sin oro ni plata y, lo que más cuenta, sin preocupaciones en medio de los demás sacerdotes, eclesiásticos y clérigos (Sal. 68, 14). Tendrán, sin embargo, las alas plateadas de la paloma, para volar con la pura intención de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres adonde los llame el Espíritu Santo. Y no dejarán en pos de sí, en los lugares en donde prediquen, sino el oro de la caridad, que es el cumplimiento de toda ley (cfr. Rom. 13, 10).
Por último, sabemos que serán verdaderos discípulos de Jesucristo. Caminando sobre las huellas de su pobreza, humildad, desprecio de lo mundano y caridad evangélica, enseñarán la senda estrecha de Dios en la pura verdad, conforme al Evangelio y no a los códigos mundanos, sin inquietarse por nada ni hacer acepción de personas, sin dar oídos ni escuchar ni temer a ningún mortal por poderoso que sea.
Llevarán en la boca la espada de dos filos de la Palabra de Dios, sobre sus hombros el estandarte ensangrentado de la cruz, en la mano derecha el crucifijo, el Rosario en la izquierda, los sagrados nombres de Jesús y María en el corazón y en toda su conducta la modestia y mortificación de Jesucristo” (p. 38).
Andrea Greco de Álvarez
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Castellani, Leonardo, El Evangelio de Jesucristo, Buenos Aires, Theoria, 1963.
Grignion de Montfort, Luis María, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, Buenos Aires, Roma, 1973.