¿Qué es el vacío existencial?

La llamada Psicología Analítica  definió la neurosis que invadía el siglo XX como “el padecimiento de la psiquis que no ha encontrado su sentido” (Jung). Vimos en artículo anterior cómo esta “falta de sentido” implica más que una falta de finalidad, una la falta de significación.  ¿Hacia qué me dirijo? ¿Cuál es mi fin? son preguntas cuya respuesta puede estar supuesta en una cultura o una religión más o menos latente en el fondo de la existencia, y hasta puede ser postergada sin gran sufrimiento hasta el borde de la muerte, pero la pregunta que hoy  atormenta es la de  ¿Qué valor tengo dentro de la acción general que se desarrolla en torno a mí?

Urge una respuesta en una mentalidad narcisista e individualista que mira al mundo con la sensación de que este marcha sin importarle un comino mi anodina existencia; existencia que mora abandonada y herida en la banquina de la historia. Todos quieren ser alguien y hacer algo que deje huella de su pasar por la historia, o de lo contrario siente una enorme frustración.  El hombre actual se debate entre su amor propio y su odio propio.  El amor propio que inocula el psicologismo a presión forzada  tiene como enemigo el fracaso,  único resultado que está más o menos garantizado en la vida y que es mucho más persistente y seguro que el optimismo de los cursos de autoayuda.  “Es más fácil de lo que se piensa el odiarse; la gracia consiste en saberse olvidar”  decía Bernanos.

No se trata de una falta de finalidad o dirección, sino de proyección del sujeto dentro del todo social, ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cuánto valgo?  Y aún más, se trata de la incapacidad de encontrar y “sentir” esa tendencia, ese llamado a una misión, a una empresa, a un objetivo, dentro del cual instalarme y cobrar valor ante mí y ante los otros. Dejar de ser una de esas “Partículas Elementales” de las que hablaba Houellebecq, encharcada en una agitación amebásica de atracción y rechazo, de individuación y absorción; pues por fin, nuestra condición carnal puede suponer que tenemos un destino sobrenatural y archivar el tema, pero la psiquis nos exige también un destino terreno significativo. No sólo ser parte de un caldo biológico, sino ser parte imprescindible, aquí,  de un orden de cosas. Hablando en cristiano, no basta saber que nos espera un Reino allende la muerte, necesitamos ser parte de ese Reino en esta vida, jugar en él un papel.

Esa sensación de no ser nadie y ver que por más que lo intento, no lo logro, produce la “apatía” que vemos campar hoy de manera impresionante en las generaciones jóvenes (y no tan jóvenes). Ayer la juventud  creyó que con lograr la  “libertad” sería suficiente;  pero ya va tomando conciencia que el juego de la libertad es un corto movimiento atómico en un tejido que produce y descarta, que se alimenta y escreta, sin que se pueda salir de ese fijado destino. Polillas alrededor de la luz de una vela.

Queda entonces como consuelo el gozo del instante y la evasión de la realidad (el fenómeno del mundo virtual, esa enorme estafa que te hace creer que te fugas de una mala realidad en la fantasía,  y terminas entrando de la más estúpida manera comprando una excursión turística). La tan mentada “falta de compromiso” ya no es en resguardo de una libertad que mantenía como ilusión la anterior generación que reboleaba la lencería, porque se sabe hoy que esa libertad  no es más que el corto espacio de maniobra que deja una vida que obedece a una mecánica economicista, cuyos elementos celulares bullen con cierto azar previsible en un espacio infinitesimal, dentro de un todo enorme, uniforme  y condicionante. El compromiso no se evita por oneroso en términos de libertad, sino por ser utópico. ¿Cuál puede ser el compromiso de dos partículas que vibran en diferentes círculos con un solo punto de tangencia? Relación que tiene como medida la temperatura que produce la fricción.

Muchos especialistas han dado en llamar esta “patología” como  “vacío existencial”, haciendo de este vacío la gran enfermedad psíquica del siglo XXI. Un dolor que adormece, por carencia de “instalación significativa” en la vida.  Y no es que el planteo sea producto de seres simplemente insignificantes  como solemos ser la mayoría, pues hasta el orgulloso Unamuno (por poner un ejemplo), desesperaba en un tiempo de encontrar “el sentido de la vida”. Sino que el problema reside en  creer que todo se trata de la “correcta instalación en el sistema del mundo” (el famoso ¡hay que hacer algo!),  cuando el secreto está en desinstalarse,  porque el mundo y la historia, por sí mismos, mal que le pese al genio alemán, carecen de sentido propio.   

Mundo e historia son sistemas que se tragan en su devenir hasta los Napoleones, los Einstein y los Wagner. Tarde o temprano todo gran personaje agoniza en Santa Elena mirando estupefacto la historia que lo abandona.  Ni que hablar de una pobre biografía como la propia, la de un mediocre habitante de este mundo que al repasar su propia historia no puede explicar ni aproximadamente quién es, ni siquiera definir la frustración de lo que se propuso, propuesta que muy probablemente nunca se animó a concebir. Toda biografía es anecdótica, fragmentaria, dislocada, como un rompecabezas cuyas piezas encajan de cualquier manera y da imágenes bobas.    

Dijimos antes, que esto se llamaba una “nueva desesperanza”.  Y es nueva en la medida que no se trata de que “no se espera nada”, sino que se trata de que no se sabe esperar. De que no sabemos vivir la espera. No es el asunto el que esperemos o no algo más allá del tiempo, sino de cómo debemos vivir el tiempo mientras esperamos.   ¿Cómo se deben llenar las horas que hacen al tiempo de la existencia terrena? Esto es por definición el “vacío existencial”. Si pensamos que el problema es la pérdida de proyección finalística, la cura del problema pareciera que consiste  en devolverlo a una  proyección si no trascendente, por lo menos altruista. Pero no es Dios quien ha muerto, que es el Fin de todo,  sino la cristiandad, que es el orden social que nos daba una significación individual dentro del todo. Todo el problema consiste en que no vivimos más en sociedad, sino en una disociación,  y nuestro lugar en el mundo  no nos viene dado por el orden familiar, social o político. La ubicación depende de un acto original, posiblemente violento y egoísta, para instalarnos en el caos.  Desheredados, que lejos de continuar el sitio y el conocimiento de sus padres, salen a descubrir e imponer nuevas reglas que les permitan encaramarse en la cadena alimenticia. ¡Pobres de los buenos! 

La experiencia nos habla de que aun creyendo en un destino sobrenatural,  el dolor del vacío existencial se experimenta en muchísimos creyentes. Miremos muy cerca alrededor nuestro. Por otra parte ese vacío, como sufrimiento,  no está presente en muchos agnósticos que tienen la suerte, en su soberbia,  de que su trajín bullente posponga hasta las últimas bocanadas de oxígeno  la experiencia de ser deglutidos por la historia.  

Nos atrevemos a afirmar que no es la solución la búsqueda artificiosa de una idea de trascendencia, en parte por esta experiencia que decimos arriba, de que aún los creyentes sufren el vacío,  y fundamentalmente porque esa idea de trascendencia no se ha perdido. Sigue entre nosotros. Como aquí tratamos de entender la enfermedad para desenredar su proceso, cabe preguntarnos si es tan cierto que el hombre perdió su sentido de trascendencia, ya que de haberlo perdido no habría vacío existencial, el requerimiento de lo vital sería casi animal. Un caballo no siente tal cosa. Asunto más que espinoso, pues el sentido de trascendencia está tan plasmado en la naturaleza que es casi imposible concebir su desaparición total sin que se desgrane el hombre en una nada informe. “El difícil ateísmo” escribía Gilsón. El “vacío existencial” no sólo convive con la idea de trascendencia, sino que es uno de sus efectos y,  hasta por ello su dolor suele hacerse más agudo.

Y esto porque,  la eternidad, así como no puede ser dada por el hombre ni por los demonios, sino por Dios,  tampoco nos puede ser quitada por estos. La eternidad está garantizada por Dios e inscrita indeleblemente en las almas, que por más atareadas, distraídas o divertidas, para bien o mal, poseen esa dimensión. Los peores demonios no pueden contra el peso que esta ocultada y pospuesta certeza pone en las existencias.  Los dominios del demonio están en el tiempo.

Los demonios pueden hacerse del tiempo del hombre y esta es la clave de todo el asunto; nadie nos podrá robar la eternidad, de nuestra salvación o de nuestra condena. Pero nos han robado el tiempo. No es la reinstalación de una idea de trascendencia la solución al problema, es la recuperación del tiempo que nos ha sido birlado y falsificado. No es la esperanza la que ha sido borrada del hombre, sino el quehacer en la espera. Mil utopías y otras mil distopías se proponen al hombre para llenar ese vacío, pero el hombre está totalmente incapacitado para fijar nortes trascendentes que le den significado a sus existencias, los fines son asuntos demasiado serios para el hombre, o vienen en la religión y son puestos por Dios o son fraudes humanos, artilugios para evitar la locura y la total inacción, para esclavizarnos en empresas falsas. El apego a la carne y el fracaso que esta misma evidencia más temprano que tarde, con amarga sorpresa, inhabilitan la imaginación puramente humana para sostener por mucho tiempo algo tan alto, y pronto, ante el fracaso,  promueven la molicie o el odio. Su dimensión es el barro. Puestos a imaginar un cielo, los hombres  no pueden salir del libidinoso cielo musulmán que consiste en ser devueltos a la más crasa carnalidad.

Sin embargo, un elemento extraño persiste y aguijona al hombre, un hambre de trascendencia de lo humano y de lo terreno lo inhabilita para una vida satisfecha, aún en la gloria de la fama, en la mayor abundancia del lujo, en la satisfacción del placer erótico y hasta en la saciedad del odio homicida. Elemento extraño que la psicología determinará como patológico, como una enfermedad de inadecuada instalación en el “mundo real”, lo que tratará de solucionar con un tanto de terapia.

El cielo sólo puede ser imaginado por un Dios y cuando esta idea que nos sobrepasa se instala en el hombre y lo piensa a su medida,  crea un monstruo homicida o te arroja a la incomprensión del tiempo, produciendo el dolor del tiempo, la sensación de vacío, el hambre de eternidad. El tiempo pasa a ser un lugar infame del que huir y donde habita un vacío inconmensurable. El vacío existencial no es una enfermedad, es la prueba irrefutable de que hay un cielo, y que no es nuestro. El problema no es que haya personas que sufran el vacío, sino que haya personas que no lo experimenten y se encuentren tan cómodas, instaladas en estos tiempos malos. El sufrimiento no es patológico. Si veis en vuestros hijos algo de este dolor, de este vacío existencial, es que todavía tienen salvación.

Sé que me dirán que  el hombre debe transcurrir sus horas y rebuscar su quehacer en ellas. El fracaso de los intentos en la historia para lograr determinar cómo llenar la acción en el tiempo, una vez que parece haberse perdido el norte, han provocado esta hecatombe espiritual y se hace necesario ensayar diversos objetivos o finalidades para nuestra existencia; más o menos altruistas, individualistas o colectivistas, cínicos o escépticos, economicistas o espiritualistas. Cualquiera que pueda dar un paquete de conductas que seguir, un ethos que nos permita instalarnos con cierta sensación de utilidad en el mundo. Y tras esto se compran los más alocados proyectos.

Pero  ninguno ha podido dar en el clavo y ya se impone la sensación de que el tiempo sólo puede ser usado para la satisfacción instantánea, rechazando toda conducta que dirija un proyecto. Es el resultado obvio y final de una aventura que ha llevado al hombre a estar harto de sí mismo, de todas las propuestas y de todas las empresas, inaugurando una era de poshumanismo que no es otra cosa que la desilusión total de lo humano. La elección de un pésimo mal menor, es el síntoma de este hartazgo

Entre católicos sabemos que el abandono de toda idea de Dios es más una “pose” que un “dato”. Pose instalada y exigida en las élites intelectuales ¡agnósticas y creyentes! en las que se ha impuesto la idea de que las ciencias y las artes deben ser cultivadas de espaldas al misterio. Romper esta regla lo deja a uno fuera de la “normalidad” social, normalidad impuesta con una violencia moral y material  inédita.  Pose que algo más espontáneamente se encarna en los ambientes de buen pasar económico,  donde constituye una especie de buscado olvido o “distracción” de lo numinoso  para mejor disfrute de lo terreno, aún sabiéndolo momentáneo,  sostenido con contenida crispación y a contrapelo del alma, hecho posible mientras el dolor, meticulosamente evitado, no acude a despertarlos con la mala noticia de que te estás muriendo.

Ciertamente la presencia de Dios sigue siendo mayoritariamente una realidad enorme en el mundo, las pobres gentes absorbidas por una agitación absurda, obsesionados por la obligación de buscar una producción que sin embargo ¡¡¡siempre da pérdidas!!!  siguen cada tanto mirando al cielo. Y peor aún, ante el crujimiento de esas almas encadenadas a una excusa artificial para mantenerse superficiales,  la insobornable búsqueda de lo eterno termina encontrando una “presencia trascendente” ominosa, que está siempre dispuesta a “socorrerlos” y que  explica la perversión de las conductas sociales. Los demonios se hacen visibles y cotidianos.

La propuesta de nuevos objetivos vitales o existenciales para librar al hombre del vacío al que consideran una enfermedad  (y no un buen síntoma de carencia como puede ser al hambre ante la falta de alimento)  en su mayoría humanistas y hasta perversas, no sólo marcan un camino de fracaso sino que parten de una idea aviesa o errónea.

Aviesa cuando es puesta para evitar la reflotación de lo trascendente que busca emerger en el hombre siempre y en todo lugar, con una fuerza que es la vida misma, con un hambre espiritual que grita desde las entrañas, con la evidencia de un vacío doloroso que lo consume. Ahogamiento de una tendencia hacia lo sobrenatural  logrado con un enorme esfuerzo político, policial y publicitario; sostenido con ingentes gastos,  con mano de hierro, con un puño violento que clava dedos y uñas en los corazones desde la infancia para evitar lo inevitable, que es el dolor de no estar en el cielo.  Titánico esfuerzo para que finjamos no ser eternos, fincado sobre el desprecio y la burla que se vomitan con onerosidad desde las usinas publicitarias, o a veces, más económico, simplemente desde la brutal penalización del espíritu en los horrorosos hormigueros del oriente. Todo lo cual,  en una especie de sinsentido que no termina de explicar la utilidad o beneficio de semejante amputación de lo religioso, nos deja ante la evidencia de una voluntad maligna que gobierna por sobre los que gobiernan, que sólo captaban antes los exquisitos poetas malditos, pero  que se ha hecho palpable y fácilmente perceptible hoy aun para los espíritus más groseros, que lo festejan – como mostraba el Dante- “haciendo del culo trompeta”. 

Errónea en cuanto los pusilánimes suponen que está instalado lo que dijo el gran bigotudo: de que  “Dios ha muerto” (sin embargo este goza de Buena Salud) y no se atreven a quedar como locos hablando de fantasmas ante la “normalidad” que el mundo impone, normalidad de un conjurado contra miles de correctos cobardes.

Si toda idea de trascendencia podría borrarse del hombre, no hubiera hecho falta tantísima presión, que se aplicó y  que se mantiene,  que se intensifica en todos los ámbitos de la cultura. Enorme despliegue de medios para mantener ese falso estado de “opinión pública”; tanto músculo para mantener cerrada la tapa de una olla que bulle sangre y lágrimas.

No nos ha sido quitada la eternidad, nos ha sido quitado el tiempo que ocupamos, que ya no es para la salvación y el amor, sino para un trabajo que odiamos y sólo da dinero, o para una diversión que es revancha sensual de aquel mal trago. Esos tiempos han sido colonizados con violentos y onerosos artificios para desalojar de él,  no la idea de lo trascendente (que es imposible y permanece como incómoda inquietud)  sino “el trato” cotidiano con lo trascendente que llena el buen tiempo (¿podríamos llamarlo liturgico?). Para posponerlo, para ocultarlo en un cajón y vivir largas horas escapando del vacío existencial que delata con dolor, como síntoma necesario, la ausencia de Dios en nuestro vida terrena.

Volviendo a Unamuno, ahora en su Nicodemo…, hay demonios y endemoniados que nos sujetan con artificiosa violencia a los quehaceres y  pasatiempos anodinos que terminan en finales amargos. Pero es mayor traición la actitud de los buenos hombres prudentes, funcionarios como Nicodemo o empresarios como José de Arimatea, que escapando del mote de “anormalidad”  y del miedo a ser un enfermo psíquico, proponiéndose ocupar un lugar útil en una sociedad amputada de lo religioso,  aún con aparente piedad y real esfuerzo económico, corren presurosos y de buenas maneras, a enterrar a Cristo en una cueva para volver, ya más tranquilos,  a sus asuntos.

    ¡Qué enorme sorpresa será la resurrección!

Dardo Juan Calderón
Dardo Juan Calderón
DARDO JUAN CALDERÓN, es abogado en ejercicio del foro en la Provincia de Mendoza, Argentina, donde nació en el año 1958. Titulado de la Universidad de Mendoza y padre de numerosa familia, alterna el ejercicio de la profesión con una profusa producción de artículos en medios gráficos y electrónicos de aquel país, de estilo polémico y crítico, adhiriendo al pensamiento Tradicional Católico.

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