Santos alternativos

Sin duda es de sumo interés el conocer la historia política de la Iglesia, la de su inserción en el mundo, la de sus combates con las potencias de la tierra, y sin duda también es cierto que no se puede escribir la historia de la Iglesia sin considerar la historia de su pensamiento, el desarrollo de sus dogmas y los demás combates que ha librado para defender el depósito sagrado que le fue confiado. Pero si la historia de la Iglesia se limitara a esos dos capítulos, sería la historia de un partido y la de una escuela filosófica; y, porque es mucho más que estas dos cosas, sus verdaderos conductores no son los políticos ni los pensadores –digámoslo con osadía: ni siquiera los teólogos-, sino esos testimonios a menudo obscuros y sacrificados.

¿Por qué no siempre es reconocida esa evidencia? Porque el testimonio de la santidad tiene algo de desconcertante, y, a menudo, incluso de escandaloso. No hablemos de algunos santos que han llevado muy lejos su desafío al mundo.[1]

I. Por medio de los Santos, la Iglesia ha vencido al mundo

Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Bernardo de Claraval, Francisco de Asís e Ignacio de Loyola: «ese judío, ese africano, ese borgoñón, ese umbrío y ese vasco fueron, sin duda los más grandes entre los Santos que Dios escogió para que, por medio de ellos, obrara su Iglesia. Mas su grandeza no debe hacernos olvidar que hubo otros, innumerables, enviados por él y adoptados por ella para que –en el momento, en el lugar y el las circunstancias precisas- tomaran parte en acción concertada de Roma, capital terrena de Cristo, sobre el mundo pagano, los disidentes de la verdadera fe y la propia comunidad católica, expuesta a las incertidumbres, a las flexiones, a los abandonos que constituyen la herencia de todas las sociedades humanas. Así ocurrió desde los primeros tiempos de la Iglesia y en cada coyuntura peligrosa de su historia, y así ocurre hoy y así ocurrirá hasta el fin de los siglos, cuando, en el día de la parusía, Jesucristo, Hijo de Dios, volverá a juzgar a la humanidad una vez ésta haya llegado al término final de su destino.

En los primeros tiempos del Cristianismo, según la expresión de Daniel-Rops, la Revolución de la Cruz había triunfado. La Iglesia, obrando por medio de sus mártires, había triunfado del paganismo romano. Al mismo tiempo, con la pluma inspirada de sus primeros doctores y de sus apologistas, asestó golpes mortales al pensamiento pagano.

Durante el prodigioso siglo IV, ese combate espiritual fue librado bajo la égida de la Iglesia y al servicio de la misma por tres grandes: Atanasio, obispo de Alejandría, Hilario, obispo de Poitiers, ambos grandes debeladores del arrianismo, y Ambrosio, arzobispo de Milán.

Juan Crisóstomo brilla inigualable. Los cientos de sermones y homilías que de él se conservan dan testimonio de un genio oratorio que hace de «san Juan boca de oro» el primero, en orden cronológico, y probablemente el más grande de los oradores sagrados por medio de cuya elocuencia la Iglesia actúa sobre las multitudes.

De aquella época conquistadora emergen los iniciadores que, a lo largo de los tiempos bárbaros, iban a plantar la cruz en todos los horizontes del mundo occidental.

Esta Iglesia jerárquica en la persona de sus papas y de sus obispos, produjo grandes de la santidad cuya acción sirvió de acicate y ejemplo.

La época siguiente fue la del triunfo, el tiempo en el que se abrió, en floraciones exuberantes, en el jardín de la Iglesia, la santidad que agrada a Dios: la Edad Media. Fue el tiempo de la Cristiandad, fueron los siglos de la verdadera luz que ilumina a todos los hombres, fue le claridad con el que brilló el genio de Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Alberto el Grande, Buenaventura y Tomás de Aquino, el papa Gregorio VII y Luis IX Rey de Francia, por medio de los cuales la Iglesia de esa edad de oro de la fe, obró con más vigor que nunca.

Esos santos de los siglos de victoria surgieron en número tan prodigiosamente abundante, que hemos de renunciar a incluirlos, no ya a todos, pero ni siquiera a los más grandes.

He ahí a unos monjes y a unos apóstoles.

He ahí a obispos y he ahí a doctores.

He ahí a papas y he ahí a reyes.

He ahí, en fin, de esos cuatro siglos que los cristianos humillados del nuestro forzosamente han de añorar: de las santas medievales: Hildegarda y Gertrudis, Elizabeth de Schönau, Mechtilde de Hackeborn, Angela de Foligno, Catalina de Siena, místicas evadidas de la tierra, visionarias, profetisas cuyo mensaje era acogido con temblor por los jefes de la Iglesia, y Brígida de Suecia, que hablaba tan alto y claro, y, punzante, Elizabeth de Hungría, y todas las demás que con sus virtudes sublimes o heroicas, dieron testimonio de que, en punto a santidad, las mujeres eran capaces de igualar, si no de aventajar a los hombres; cosa que ya era sabida, por la gracia de aquella a quien la edad media, por boca de Bernardo de Claraval, rindió homenaje de amor y a la que llamó su Señora: María Santísima.

El siglo XIV, en su último cuarto, vería surgir y crecer en su horizonte, los peligros nuevos que pronto se abatirían sobre la Iglesia. Entonces, como segregando un antídoto contra ese mal pernicioso que la corroe, suscita en su cuerpo gangrenado santos suya virtud y genio crecerán a medida que los peligros se consoliden.

He ahí dos mujeres, diversas por su origen como por su destino: Colette de Corbie y Juana de Arco. Como esas dos hijas de Dios, también Bernardino de Siena y Juan de Capistrano, Francisco de Paula combatirán denodadamente.

Pero Lutero y Calvino han librado su propia batalla, y la han ganado; también la ha librado Enrique VIII de Inglaterra. Parece que la Iglesia nunca podrá recobrar su robustez y su grandeza. Ahora bien, más eficazmente que el Concilio de Trento, una mujer contribuirá a rehacerla fuerte y grande a escala mundial, una mujer de la que se ha dicho que fue un prodigioso hombre en acción: Teresa de Avila.

Entre los que todavía militarán por la Iglesia cuando la herejía la desgarraba y amenazaba sumergirla en el paganismo renaciente, hay que conceder un puesto destacado a Carlos Borromeo… en Roberto Bellarmino tuvo la Iglesia, al par que uno de sus últimos doctores, el promotor principal del instrumento gracias al cual la fe católica iba a ser llevada a todos los pueblos de la tierra… Francisco Xavier… y San Pío V el papa asceta, el papa del Santo Rosario, que se hizo disponer en el Vaticano una celda monástica donde vivió de pan y agua, y que enseñó: «A nosotros, luz del mundo, sal de la tierra, incumbe iluminar a los espíritus, alentar a los corazones con el ejemplo de nuestra santidad».

Francisco de Sales y Vicente de Paúl abrieron a la Iglesia –agotada por el doble combate que acababa de sostener contra el Renacimiento y contra la Reforma– la entrada a los tiempos modernos. Después de ellos, frente al jansenismo, el absolutismo del rey «cristianísimo», al galicanismo de un clero domesticado, al paganismo de los pueblos todavía bárbaros, al ateísmo de Diderot, al jacobinismo de Roberspiere, al régimen policíaco de Napoleón, al liberalismo de Lamennais, al nacionalismo de Bismarck, al materialismo de Marx, a las intrigas masónicas de Cavour y de Garibaldi, lo serían Francisco Regis y Juan Eudes, Grignion de Montfort y Juan Bautista de La Salle, Isaac Jogues y Juan de Brébeuf, Benito Labre y Alfonso Mª de Ligorio, Juan María Vianney y Juan Bosco.

Pío IX inaugura la era de los grandes pontífices modernos que, con León XIII, San Pío X, Pío XI y Pío XII volvieron a hacer de la Iglesia el árbitro soberano de los destinos de la humanidad.

«El mérito excepcional de la acción ejercida por los santos sobre el mundo, radica en su permanencia: esos hombres, esas mujeres de Dios, que dominaron su época y, con sus virtudes o con su genio, subyugaron a sus contemporáneos, continúan mucho tiempo después de su muerte, desempeñando su papel sobre eminente de inspiradores, de guías espirituales. Que merecen ser escuchados o seguido».

«Como todos los que les precedieron y como todos los que seguirán sus huellas, los santos son, no ya algo perteneciente a la Iglesia, sino la Iglesia misma.

Sí, la verdad es que la Iglesia obra por medio de sus santos. La Iglesia son sus santos. Y la historia auténtica de la Iglesia, como se ha dicho con exactitud, es la historia de la santidad. Por medio de sus santos, la Iglesia ha vencido al mundo. Por medio de la santidad ha conquistado las almas. Los santos las arrancaron del mundo y la Iglesia las ha dado a Dios».[2]

II. Los «procesos de canonización»

En los orígenes de la Iglesia el término santo se aplicaba para designar informalmente a los bautizados. Así, muchos de los santos de los primeros siglos no fueron formalmente canonizados (incluso aquellos que eran sujetos de culto popular). En el primer milenio de la Iglesia, el culto de un Santo local era promulgado por la autoridad del obispo de la diócesis en la que el santo vivió o trabajó. La devoción a santos populares, incluso grandes santos, como Agustín de Hipona, se extendió a la Iglesia universal sin ningún proceso de canonización formal.

Propiamente, los procesos de canonización comenzaron en el siglo X d.C., cuando el Romano Pontífice legisló que todos los santos de su jurisdicción fueran agregados a una lista oficial (canon). El primer santo en ser agregado a esta lista oficial fue San Ulrico de Augsburgo, canonizado en 993. Con el tiempo, los procesos de canonización se hicieron más rigurosos, los cuales exigieron un estudio pormenorizado de las vidas, escritos y milagros póstumos de los posibles candidatos.

Fue el Papa Alejandro III que mediante una bula en 1170 reservó todas las canonizaciones exclusivamente a la Santa Sede. Este fue el inicio de los procesos de canonización como los conocemos actualmente.

Aunque los procesos de canonización, y previa beatificación de los candidatos a los altares, sufrieron algunos cambios a lo largo de las últimas diez centurias, ese nivel de escrutinio permaneció inalterable, al menos desde el pontificado del Papa Urbano VIII, complejidad y rigurosidad alteradas posteriormente con la promulgación del Código de Derecho Canónico de 1983.

Los procesos precedentes a 1969 eran bastante rigurosos y largos, la vía para canonizar a un cristiano ejemplar o a un mártir podía durar décadas y hasta siglos. Procesos bastante extensos en su duración, salvo en algunas canonizaciones extraordinarias, como para San Francisco de Asís y San Antonio, que solamente duró 2 años. Empero la diferencia entre el sistema anterior a 1969 no es su extensión en el tiempo, sino su carácter, en aquél se salvaguardaba la integridad de los mismos, una estricta atención a la forma y metodología en el proceso del que simplemente carece el sistema posterior a 1983.

III. Nuevos santos

El Papa Sixto V en 1587 estableció la Sagrada Congregación de Ritos, entre otros fines, con el propósito de que se ocupara de los procesos canónicos de beatificaciones y canonizaciones, en ese contexto, el Promotor Fidei tenía entre sus deberes: Evitar decisiones precipitadas respecto de milagros o virtudes de los candidatos a los honores del altar.  Su deber le requiere que prepare por escrito todos los argumentos, incluso a veces aparentemente leves, contra la elevación de cualquiera a los honores del altar. Para proteger el interés y honor de la Iglesia, se preocupa en evitar que nadie reciba esos honores si no se prueba jurídicamente que su muerte ha sido «preciosa a los ojos de Dios».[3]

Cualesquier documento o proceso no sometido al escrutinio del Promotor Fidei quedaba por ese hecho sin efecto. Debido a su deber de proponer explicaciones alternativas para las supuestas virtudes y milagros, recibió el apodo de abogado del diablo. Su importante tarea entonces resultaba ser un filtro para detectar candidatos cuya santidad fuese sospechosa y evitar canonizaciones temerarias. Consecuentemente su función era de primer orden debido a que aseguraba que las canonizaciones fueran un hecho objetivo.

El Papa Alejandro III castigó a un obispo en 1173 por permitir que un hombre inadecuadamente escrutado fuera venerado como santo.

En los actuales procesos de canonización el Promotor Fidei no tiene nada que se parezca a un poder de veto sobre el proceso; su función se ha reducido a elaborar informes, sin presentar una lista de cargos a ser contestados por los postuladores. El Promotor Fidei ha perdido la capacidad de aprobar personalmente todas las pruebas y la documentación del proceso, bajo pena de nulidad. Con la eliminación de su función persecutoria y la reducción de su autoridad, en lugar de un foro para argumentar a favor o contra las virtudes de un candidato, la actual Congregación para las Causas de los Santos tiene una función parecida a la de una comisión que reúne testimonios favorables de los candidatos y emite informes sobre ellos. También la correspondiente reducción del número de milagros necesarios, de cuatro a dos, disminuye la solidez de pruebas a favor del candidato.

Así, hemos llegado a un estado en el que las canonizaciones modernas pierden brillo. Parecería que se piensa en un santoral alternativo para un modelo de Iglesia progresista, en una Iglesia de la publicidad (P. Julio Meinvielle), mientras que los procesos de grandes figuras, han quedado rezagados, sino en el olvido: Isabel la Católica, Gabriel García Moreno, Papa Pío XII, Monseñor Fulton J. Sheen, cardenal Mindszenty, Fray Vicente Bernedo, Tito Yupanqui «el inca santo»…

Recientemente Franciscus, habría revelado en una conversación informal con el clero romano que su predecesor Paulo VI sería elevado a los altares durante este año, probablemente en octubre, a lo que añadió la lamentable ¿napoleónica broma? de que Benedicto XVI y él están en la lista de espera.

Germán Mazuelo-Leytón

[1] Cf.: ROPS, DANIEL, Santidad en la historia y santidad hoy.

[2] Cf.: CLUNY, ROLAND, La Iglesia obra por medio de sus santos.

[3] Enciclopedia Católica, 1913.

Germán Mazuelo-Leytón
Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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