Sermón para el Primer Domingo de Cuaresma (padre Cipola)

«Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo.» (Mt 4:1)

Nunca tendremos que preocuparnos sobre cuál será el evangelio del primer Domingo de Cuaresma. Es siempre el evangelio de las tentaciones de Cristo. El misal no es necesario, sólo nuestra atención y apertura. Las tentaciones son básicas y profundas: la tentación para satisfacer los deseos personales, especialmente los deseos corporales; la tentación del poder, y la tentación de tentar a Dios, de jugar con Dios, ‘a ver quién es el más gallina’ por así decirlo. Todos sabemos de estas tentaciones. Para cumplir con el deseo humano, sea por hambre o por satisfacción sexual; el querer ser importante a los ojos del mundo y el ser un jugador donde quiera que estemos, va a determinar el resultado; y para desafiar a Dios para demostrar que él es Dios. Estos son los conceptos básicos. Y las tentaciones fundamentales que todos conocemos.

Y así la Iglesia insiste en que esto es lo que debemos escuchar el primer domingo de Cuaresma, en el tiempo de Cuaresma, que es la preparación de la Pascua, para despertarnos más profundamente en nuestra vida espiritual. Esta lectura, este evangelio, no es didáctico. No existe intención alguna de informarnos de algo que no sepamos ya. No somos como niños sentados aquí escuchando la lección del profesor. Las lecturas de la Misa no son principalmente un instrumento de enseñanza. ¡Hemos escuchado en este mismo evangelio tantas veces! El evangelio es cantado en un tono rígido, sin emoción, sin personalidad, porque estas palabras trascienden a la inmediata comprensión. No presumimos el juicio intelectual, sino más bien la apertura de mente y corazón de lo que se oye. De esta manera, el evangelio de las tentaciones de Cristo, en las palabras de todos los evangelistas, es icónico. No es como un discurso o como una lección. Es más bien como un cuadro, un cuadro sagrado, como si fuese un icono que señala la verdad de lo que está pintado en el mismo icono. Está pintado de una forma tradicional porque esta en la única manera de transmitir el significado de las palabras. Es por eso que las lecturas son cantadas en tonos fijos que no permiten interpretación alguna por parte de los que las cantan. Esto no es mera objetividad. Esta es la razón de tomar en la objetividad radical que es la Palabra de Dios, quien es a su vez sujeto de las lecturas.

Jesús va al desierto, al lugar de peligro y el silencio, para enfrentarse a Satanás, la personificación del mal y de la rebelión contra Dios. Y el evangelio de hoy es el icono de la confrontación, un icono que es frío, es limpio, va al punto. Las tentaciones son icónicas, son radicalmente humanas después de la caída, y sabemos que esto es cierto porque somos humanos, somos hombres y mujeres que viven en este mundo después de la caída, en el mundo de la tentación y del pecado. Pero hay peligros en la contemplación de este icono de la tentación de Cristo. El primer peligro es que podemos poner a este icono y a esta lectura en una hermosa vitrina religiosa para  hacerlos parte de un mundo religioso que nada tiene que ver con el mundo real en el que vivimos. Entonces, nuestra religión se ve reducida a un anhelo sentimental por aquello que creemos que es real, por aquello que nos satisface, por aquello que va a satisfacer nuestros anhelos particulares.

Pero el segundo peligro, que sugiero que conlleva un peligro más profundo, consiste en anular el vínculo de la humanidad que nos une a la persona de Jesucristo. Es aquí donde la imagen del icono se rompe, o al menos se muestra incompleto. Porque las tentaciones de Cristo sólo tienen un significado último si son tentaciones reales, con algo básico y real respecto de nuestras propias tentaciones. En otras palabras, las tentaciones de Cristo en el evangelio de hoy son reales y no una mera actuación de algo que trasciende fuera de nuestra realidad. Con lo que Cristo se enfrentó en aquel desierto no fue un mero actuar dentro de algo humanamente inevitable. Fue una tentación realmente humana el poder negarse a hacer la voluntad de Dios. Si esto así no fuese cierto, entonces no podríamos salvarnos, porque si Cristo no es un hombre como lo son los hombres, salvo por el pecado, entonces esperamos en vano, nuestra fe es en vano, porque si sus tentaciones no son reales, si Él no tiene la libertad de decir no a las demandas de Su cuerpo, de tener la fuerza y de hacer de Sí mismo un dios, entonces el icono es sólo un cuadro que debe ser colgado en una galería de historia religiosa. Lo que está en juego aquí es la humanidad real de Cristo, la humanidad que comparte con nosotros. Porque si no es totalmente humano, entonces, no puede salvarnos. Si Él no es verdaderamente Dios, entonces Él no puede salvarnos.

Siempre ponemos nuestro énfasis en lo último. El Cristo sin-pecado no es una negación del ser humano. Es la realidad de ser hombre o mujer. Pero la realidad de sus tentaciones, realidad que es marca del ser humano después de la caída y por la que se afirma en Su divinidad, es crucial para nuestra salvación. Las tentaciones de Cristo fueron para no hacer la voluntad de Dios, fueron para no ser el Salvador, fueron para no morir en la Cruz por aquellos como tú o como yo; una tentación que es comprensible para todos nosotros y que conocemos nosotros mismos, y por aquello mismo que no valdría la pena morir en opinión del mundo o en el mundo del sentido común. Ya que el Cristianismo no es una religión que se basa en un mito sobre la muerte y la resurrección de un dios. La daga de nuestra fe hacia la mera realidad es la Encarnación de Dios, que se hizo hombre, y que la comprensión de tal afirmación, de que esa religión, de que esa creencia, de que esa fe, es radicalmente diferente de cualquier otra religión, como el infinito es a lo finito, y el propósito de esa irrupción no es una perfección platónica ni una perfección Aristotélica moderna, sino más bien, y de una manera absoluta, es el propósito de la salvación.

Justo el otro día se anunció la detección de las ondas gravitacionales que fueron predichas por Einstein y que son  como destellos que prueban la colisión de agujeros negros. Esto es impresionante, ya que profundiza en el maravilloso misterio que es nuestro universo. Pero no es nada comparado con el Dios que creó el universo y todo lo que está en él, para morir en una cruz y poder salvar a la humanidad del pecado y de la muerte eterna. Este no es un destello parpadeando en una pantalla, billones de años atrás. Este es un evento en la Historia de la Humanidad, que no se mide ni en años luz ni se puede detectar por ciertos instrumentos ultra sensibles enterrados bajo la tierra. Lo que hacemos aquí en la Misa trasciende y, sin embargo, está profundamente involucrado con los agujeros negros, y contigo y conmigo y con todo lo que existe. La Cuaresma es tiempo de lucha, de nuestra lucha; lucha con nuestra humanidad caída, ya que Dios nos ha dado la gracia para trascender nuestras caídas por la fe en Nuestro Señor Jesucristo. La Cuaresma es ese tiempo, que Dios nos ha dado, para realmente hacer lo que tenemos que hacer; para volver al Señor y librarnos de aquella ilusión en donde la fe Católica no es más que un tren de ‘chu-chú’ hacia una felicidad eterna en un cielo hecho con nuestros propios anhelos y deseos.

La Cuaresma es una oportunidad para usar la gracia de Dios, para convertir nuestros corazones de piedra en corazones de fuego con amor de Dios y por lo tanto con amor al prójimo. Recordemos que la gracia es un regalo para ser utilizado y no magia; oremos para que cada uno de nosotros pueda mantener una verdadera Santa Cuaresma y para que podamos crecer en la fe, en la esperanza y, sobre todo, en el amor.

Padre Richard G. Cipola

[Traducción de Miguel Tenreiro. Artículo original.]

RORATE CÆLI
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