Tras más de medios siglo desde el cambio de paradigma desarrollado en la Iglesia a raíz del concilio Vaticano II, y aplicando la máxima evangélica de “por sus frutos se conoce al árbol” entre las múltiples revisiones de los “frutos” obtenidos tras la reforma conciliar habría que examinar la tesis ideológica (más que teológica) implantada desde los años sesenta del pasado siglo para hacer desaparecer el estado confesional en todo el orbe cristiano.
Esa tesis, sustentada desde el optimismo antropológico (o sea buenismo) que sostuvo el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura el año 1962, sostiene el siguiente guión crítico de la forma de estado que preferentemente defendió la Iglesia desde el siglo IV cuando el imperio romano asumió el cristianismo como religión oficial:
1: El estado confesional promueve una moral sociológica divergente de la virtud personal y crea un falso ambiente de fe
2: El estado confesional impone una confusión administrativa al mezclarse lo político con lo religioso en la vida cotidiana de los ciudadanos
3: El estado confesional viola la libertad de conciencia de las personas
4: El estado confesional es un “esquema cómodo” para que vivan los católicos sin que se desarrolle y anime la vocación a la santidad
Para los llamados “nuevos movimientos” del siglo XX (Comunidades neocatecumenales, Opus Dei, Comunión y liberación, Focolares…) la crítica y rechazo al estado confesional es una evidencia contundente y basada en ese humanismo ingenuo aunque basado en que el ser humano está creado a imagen de Dios. Cierto, sin duda, y hay una huella divina en cada hombre. Pero hay una herencia del pecado original que no desaparece aunque, como decía Juan XXIII, la trágica experiencia de la II guerra mundial haya convencido a la humanidad de que por sí misma pueda rechazar el mal (cfr discurso de apertura del concilio vaticano II).
Ahora, y a la luz de los efectos tras seis décadas de tendencia “sana laicidad”, se puede y debe dar una respuesta realista y coherente a la mencionada tesis y a sus defensores que, erre que erre, siguen enrocados en la “maldad intrínseca del estado confesional”. Concreto esa respuesta de forma clara y concisa:
- El estado NO confesional (ya sea en su variante llamada aconfesional o laico), al estar basado en las mayorías electorales, implanta una inmoralidad general que, con el paso del tiempo, se convierte en amoralidad totalitaria. Al caer la confesionalidad del estado es inminente la llegada, con tutela legal, de la mentalidad anticonceptiva, abortiva, ideología de género y cultura individualista que rompe con la familia, el matrimonio, la ley natural y hasta la misma biología. Una mirada a la actual sociedad española sirve para constatar este dato.
- El estado NO confesional pervierte hasta la médula las costumbres de la comunidad en todos sus niveles sociológicos. El ambiente de Bien-Verdad-Virtud, con todos sus defectos propios de la naturaleza humana herida por el pecado, se torna en un ambiente de permisividad que destroza los vínculos familiares y empuja a los ciudadanos a buscar su relación no en las entidades naturales puestas por Dios (hogar, patria, lugar de trabajo, Iglesia) sino en los entes artificiales creados por los medios informativos y poderes económicos con objeto de manipular a la masa (colectivos, bandas, “nuevas realidades familiares”, partidos políticos).
- El estado NO confesional modifica hasta tal punto la libertad de cada conciencia ya que, al no sostenerse en principios de orden Divino (ley natural, Sagrada Escritura, Mandamientos de Dios, Tradición) y sustituirlos por otros de índole ideológico (constituciones modernas, declaraciones de “derechos” humanos, alianzas de civilizaciones) consigue destrozar en cada alma el sentido de la responsabilidad moral individual y convierte al ser humano es una especie de “ameba” sin criterio propio y a merced de las migajas que le da el sistema en forma de placeres sexuales, adicciones a nuevas tecnologías…etc
- El estado NO confesional comprime de tal manera la libertad personal que convierte, a la larga, al católico en un individuo aislado que se ve en el dilema de ceder al totalitarismo progre con sus nuevos “dogmas” (falso feminismo, homofilia lgtbi, ecologismo casi religioso, relativismo ético) para poder sobrevivir cómodamente o bien resistir con valor y heroísmo a la avalancha maligna con el precio adjunto de ser relegado por la sociedad a través de los múltiples poderes de la nueva “confesionalidad democrática” (medios informativos, partidos, observatorios…etc)
El estado confesional podrá ser sometido a objetiva y rigurosa crítica: no lo niego. Pero si nos atenemos a la realidad (no al sentimentalismo oportunista) podremos calificarlo, si acaso, de bien menor o hasta de mal menor….pero comparado con el actual modelo aconfesional o laico (que tanto promociona la Iglesia desde el concilio) es sin duda un bien superior que, en base a una teología buenista y bastante ingenua, ha sido descalificado y destruido del todo en la segunda mitad del siglo XX con las consecuencias que hoy podría percibir hasta el más ciego de los pastores de la Iglesia. Es obvio que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han intentado, por todos los medios a su alcance, la “cuadratura del círculo” al defender esa “sana laicidad” como alternativa al confesionalismo desde una óptica de la “madurez de la historia y los signos de los tiempos”.
El fracaso ha sido y es más que evidente. Y los llamados “movimientos conservadores” de la Iglesia siguen, no obstante, empeñados en el intento. Como dice el refranero castellano: “Sostenella y no enmendalla”.