Derrida y Fontgombault sobre la hospitalidad: la pregunta por la amistad

»No existe la hospitalidad»  
Derrida

»Me encontré con que el gregoriano era un maizal. 

Me encontré con un viento que hablaba en esa forma»

Arnaldo Calveyra 

»Precisamente los monasterios se han construido en lugares 
inhóspitos para dar refugio»

Dom Delatte

Imaginemos un intelectual no cristiano que se acerque a la abadía de Fontgombault,  alguien reconocido por la academia. Supongamos que se trate de Derrida. A ambos la práctica de la hospitalidad no les es indiferente. Uno negándola o dudando, o haciendo divisiones entre lo que se puede conocer y aquello que solo nos estaría permitido pensar. Los otros, los monjes, practicando la hospitalidad todos los días con los que vienen a las puertas de la abadía o se comunican con el Padre hotelero por algún retiro.

Sería un 13 de enero de 1996 después de dictar sus conferencia sobre la hospitalidad, en Francia es invierno, y a 60 km de Paris el frio no da tregua a veces con sus nevadas. Podría estar viniendo de la ciudad universitaria de Poitiers, o mucho más cerca de Le Blanc a un kilómetro de la abadía de Nuestra Señora de la Asunción de Fontgombault. Podría habérsele quedado el auto o la nieve impedido seguir hasta el aeropuerto de Chateraux. Y si le pedía a los monjes pasar la noche, o lo que fuera necesario, no le hubieran negado hospedaje y comida. Ni a él ni a nadie, ni en1996 ni ahora.

La puerta de la abadía no está sobre la ruta. Hace falta entrar a caminar un sendero arbolado y ligeramente descendente de pequeñas hojas rojas. Entonces primero el que llega da con el portón de una iglesia angostada hacia arriba como dos manos juntas, normanda, luego sigue una construcción breve que hace de librería, y finalmente la puerta que recibe a los huéspedes. Un edificio entre medieval y ancien régime de tres pisos que brilla en sus ventanas sobre el granito de su piedra. Un poco más allá el río y la represa. Derrida para no incomodar al sacerdote de la parroquia, porque no sabía que estaba frente a un monasterio, decide no entrar, tampoco lo haría en ninguna iglesia en su vida de todos los días. En la librería, apenas ingresó dio con un monje que después de hacerlo esperar unos segundos lo invitó a seguirlo hasta la puerta próxima. Nadie duerme en la nave de la iglesia ni en la librería. Pero si en la casa de los huéspedes.

Esa casa hace realidad la belleza de la austeridad en sus habitaciones. Cuando ve al segundo hombre vestido de negro con capucha se da cuenta que había llegado a un monasterio. Su auto había quedado a la vera de la ruta esperando el deshielo y el sol del mediodía siguiente. El padre portero casi no habla, hace un ademan de invitación. Cuando entró lo sorprendió en la penumbra un suave aroma a frutas. Estaba cansado, y subió las escaleras detrás del monje, pasó una imagen blanca de Nuestra Señora que no necesita el color rosado para impresionar vida. Finalmente el monje abre la puerta de unahabitación y no hace falta que diga nada para que el huésped Derrida se acomode y le agradezca la gentileza. El monje le dice que la cena estará en hora y media. La habitación tiene un lavatorio. Aprovecha para lavarse las manos y tirarse un poco de agua en la cara. No tenía sueño y estaba algo fastidiado con el temporal.

Después de un rato sentado en la cama haciendo eso que parece “estar pensando en nada”comenzará sin esforzarse mucho, como si lo estuviera viendo, a notar dos paradojas. La primera, que unas personas retiradas del mundo vengan a hacer de la hospitalidad a los que están en el mundo uno de los puntos más importantes de su vida. La otra paradoja, que aquellos que efectivamente no tienen casa, porque la abadía no es propiedad de cada monje a título personal, -ninguno podría vender o ceder en alquiler ninguna porción-, sean los que hagan la hospitalidad. Cuidarían de los huéspedes otros huéspedes. Cuando Derrida fue invitado a hablar sobre la hospitalidad el diez de enero encontró que “en muchos diálogos de Platón, a menudo es el extranjero (Xenos) quien pregunta. Trae y plantea la pregunta”. Que no sería la del cuidado en primer lugar, sino la de dejar de cuidarse de quien pide hospedaje. “Te haré aún un ruego dice el Xenos a Teeto –habrá dicho unos días atrás en el auditorio-, no considerarme un parricida”. ¿Me prometes que no vas a tenerme por tal? Ninguno de los monjes pidió, o, espero que sacara del bolsillo sus antecedentes penales. Nadie le preguntó nada, ni tampoco fue sería reconocido por el conocido autor de “La gramatología” como lo era en el mundo académico. 

Oficio de Vísperas, 18 horas

No tenía sueño. Lo inquietaban las paradojas. Bajó al refectorio, todavía no había nadie, abrió una puerta apenas advertida por sus límites contra la pared de la planta baja. Dio con la nave de la iglesia. Le llamó la atención que de adentro parecía más grande. Posiblemente el efecto de una bóveda tan alta. No había calefacción. Pudo ver otros huéspedes como él, sentados, o parados, con unas hojas en la mano siguiendo el canto de los monjes agrupados cerca del altar. Cantaban una canción que le parecía canción de cuna. La canción de una madre que quiere que su hijo se duerma protegido. Ya no había más luz afuera. Eso era en latín, se dijo asombrado. ¿No había cambiado hace unos años? ¿Serán católicos o una denominación cristiana vuelta sobre algunas antiguas prácticas? Después se pudo enterar que Pablo VI les había otorgado un permiso especial. Pudo seguramente pensar también que el latín, a unos monjes que hablaban francés, los hacía tanto a ellos como a él participar en una misteriosa extranjería. Pero en su acercamiento, académico, a la hospitalidad lo tenía tenso la imposibilidad, según él, de un acto de hospitalidad puro, desinteresado, incondicional. Los monjes serían amables con él para ganarse el cielo. Los romanos y los griegos hospedaban a los viajeros porque habría entre ellos unos pactos previos. En ambos casos, todos los anfitriones, a fin de cuentas serían hospitalarios y generosos con sus huéspedes conforme algún beneficio material o espiritual a cambio. Y en ninguno la posibilidad de una hospitalidad pura. Pareciera que su preocupación fuera la de saber, conocer a ciencia cierta si la generosidad es sincera o interesada. ¿Los monjes lo hubieran ayudado si no tuvieran alguna esperanza puesta en las buenas acciones? ¿si el padre portero no fuera un religioso y en cambio se lo encontrara en la misma situación a la salida de su casa habría actuado generosamente, con la misma prontitud? ¿si no pensara en la recompensa de los cielos lo habría asistido? En la conferencia que después se publicará y circulará por el mundo simplemente con el título de “La hospitalidad” dice que hay dos tipos de hospitalidad. Una fundada en lo justo, “la hospitalidad justa” “absoluta e incondicional”. Pura. En donde las acciones no esperarían ningún tipo de reciprocidad, de ganancia. Estos hombres serán muy buenos, se lo puede pensar aún sin compartir su fe, pero ellos esperan una ganancia. No hay desinterés. Posiblemente la mejor respuesta que podría habérsela dado a Derrida es que por cierto “no hay desinterés”. Si no existiera el interés no habría ninguna acción. Pero el problema volvería al mismo lugar, la creencia y el deseo de Derridapor una acción de hospitalidad pura. A la “hospitalidad absoluta o incondicional” opondrá la “hospitalidad condicional” (condicionada). Así la hospitalidad justa se opondría a la de derecho. Esta ultima estaría limitada legalmente, efectivamente sería la “hospitalidad legal”, limitada y regulada por el soberano. La (hospitalidad) que aél le gusta es la primera pero dice que la que existe efectivamente es la otra y que esa misma no es sino una “trasgresión” de la “hospitalidad absoluta”. Los que dan, dice, lo hacen siempre en los términos de unas condiciones legales o de alguna reciprocidad.  ¿Pero acaso formularse ese estado de cosas no conlleva a preguntarse dramáticamente por la bondad de las personas? ¿Qué lejos estaría esa mirada de un interés extraño por la pureza no solo del acto sino también la de las personas?

Cena en el refectorio, 19.25 horas

Dejándose llevar por la corriente de los otros huéspedes, sale de la nave de la iglesia. Los monjes habían terminado de cantar el oficio. Vio huéspedes laicos que habían seguido el canto, o así parecía que lo hacían con un libro grueso.Después de ser recibido por el padre abad que le lava las manos, dice entre distraído y sorprendido ¡oh! gracias y pasa a sentarse con otros huéspedes en una mesa y todas las mesas con sus platos y cubiertos en relación de equidad. Después de una alocución breve en latín, toma su lugar. Pensó si rápidamente podría descifrar la jerarquía en ese espacio. El abad presidía como un anfitrión y le llamó la atención el hueco que ocupaba el monje lector. Arriba de todos ellos del lado de las ventanas. No había radio ni televisión ni alguien haciendo música con algún instrumento. Sino alguien leyendo pero no leyendo sino cantando lo que leía para todos. El monje cantor se turnaba con otros monjes para no ser siempre él mismo en esa función como después le dijeron. Y bajo la mirada sobre platos, cubiertos y paneras rebosantes y vio una repetición diferente a la que estaba acostumbrado. Vio una relación de equidad. Nadie con más en el plato que su vecino. Nadie con más ni con menos entre el propio hambre y lo que había para todos. 

Que en la antigüedad clásica la hospitalidad fuera considerada una ley tenía su sentido. Se asistía “al que arriba suplicante”, y el bienhechor lo “tiene hospedado”. En la Odisea se describe muy bien el contraste con los cíclopes que sin “normas de justicia” no hacen sino “comerse al huésped dentro de la casa”. La legalidad de la hospitalidad no tiene mucho que ver con la mirada actual sobre las leyes. Griegos, romanos, y los pueblos en general hasta el siglo XIV, no veían en eso que hoy llamamos Derecho un sistema de leyes deducibles las unas de las otras, ni eran importantes la leyes escritas ni eran muchas las leyes ni tampoco consideraban que los derechos eran algo que generosamente les había otorgado un soberano. Esas diferencias, o rupturas,son las que Derrida, como la mayoría de sus contemporáneos, no tendrá en cuenta al momento de pensar la ley de la hospitalidad. Es un equívoco muy frecuentado, aún por el mismo Derrida, suponer que las “leyes” como normas de conducta que prescriben deberes y derechos seanun invento de la “tradición grecolatina, incluso judeocristiana”. Incluso extendiéndose en la obra de Kant y Hegel.

Entre su panera y los extremos del largo refectorio, algo parecía muy real. El padre abad no era un anfitrión kantianoactuando como una marioneta según los hilos invisibles de un imperativo categórico ciego e inhumano. La hospitalidad de los monjes desde los primeros momentos de la orden benedictina tiene en cuenta los recursos del monasterio. No se trata de un mero detalle contable. Las posibilidades de cualquier tipo de hospitalidad se encuentran razonablemente limitadas por los propios recursos. Reconocer esta “condicionalidad” es parte de una mirada realista y constructiva que rechaza tanto la perspectiva absoluta de Derrida como de la mayoría de las filosofías contemporáneas. Sin ir muy lejos los derechos individuales se piensan y escriben desde esa mirada absoluta, en donde la puesta en realidad no vendría a ser sino su transgresión. De esta manera es que nuestro huésped piensa a la hospitalidad concreta de todos los días como una transgresión a aquella que sería incondicional, absoluta. Como si esta última fuera la práctica auténtica y justa. Algo que jamás hubiera pensado la tradición greco-romana.

En la proximidad de los platos y los huéspedes con los monjes había un orden determinado por la amistad.

¿Entonces si fuera posible la “amistad perfecta” lo sería también el acto puro de hospitalidad? Más allá de los inconvenientes de lo segundo -que podría haber repensado nuestro huésped en la abadía-, es un hecho que Derrida no cita mucho en sus textos al peripatético. Sin embargo, en esa mesa larga de visitantes y monjes la amistad pareciera un comienzo de explicación convincente para comprender que unos sirvan a los otros. Aunque la amistad, como la hospitalidad también podría ser puesta en duda. Pero la amistad, tiene en la Etica a Nicómaco, texto fundante de cualquier reflexión sobre la justicia, un principio de “comprobación” o formación muy concreta. Las comidas compartidas entre unos y otros en un plazo de tiempo prolongado. “La amistad perfecta” “requiere(n) tiempo y trato, pues, como dice el refrán, es imposible conocerse unos a otros “antes de haber consumido juntos mucha sal”, ni, aceptarse mutuamente y ser amigos”. En la ley de la hospitalidad, el huésped y el anfitrión, la vinculación entre el dikaión (el derecho, lo justo) y la amistad (philia) “en las diferentes formas de sociedades” no es un pintoresquismo. Después del segundo plato, mientras parecía estar escuchando al monje que leía cantando, Derrida volvió sobre el orden de los platos y los huéspedes. Nada quedaba al azar, no había lugares salteados ni vacíos entre cada uno de los visitantes, tampoco entre los monjes. El que arribó esa tarde con el auto varado en la nieve, posiblemente, él mismo, como los platos y los lugares en la mesa, y los cantos y toda la actividad, no era algo librada al azar. Eso, efectivamente era un determinado orden, no, en el sentido moderno de la palabra en donde priman los plazos de inmediatez y el coaching. Aquel, en cambio, es un orden construido en el largo plazo de la vida que en vez de encerrarse sobre sí mismo se despliega en desarrollos. Desarrollos que tampoco son lineales. Por este motivo tanto griegos como romanos tenían a lo justo (el derecho) y la amistad como el origen de todas las asociaciones entre los hombres. Así lo justo fue descubierto en la ciudad antigua como aquello, concreto, que se ve, lo proporcional, lo que corresponde a cada uno. En una escala menor pero no opuesta: un determinado orden de proporciones (de “cosas justas”) como el que intrigaba a Derrida en el refectorio esperando ahora el servicio del postre. Un orden que no se define desde la coacción, ni por lo que se manda para obedecer, ni tampoco por esa asistencia inmediata al que arriba a las puertas de la abadía. El orden de la vajilla en una mesa sería una superficialidad sin plazos de larga duración, los propios de la vida (aunque tampoco esos plazos son fijos). Pierre Hadot lo explica mejor cuando hace referencia a la escritura de los Diálogos platónicos:“Esos giros, desvíos, divisiones sin fin, digresiones y sutilezas de todo tipo que desconciertan al lector moderno de los Diálogos tiene como objetivo hacer recorrer cierto camino a los interlocutores y lectores antiguos (…) hasta que  enciende una chispa. Hay que ponerse al trabajo, pues con la mayor paciencia: “La medida de discusiones como éstas es, para la gente inteligente, la vida entera . Esta aclaración sobre el tiempo  extenso necesario para conocer, o alcanzar la sabiduría, se aplica también a la amistad y a la hospitalidad. Aristóteles advierte, y es muy claro en relación a la impaciencia de los tiempos, “los que rápidamente muestran entre sí sentimientos de amistad quieren, si, ser amigos, pero no lo son (…) porque el deseo de amistad surge rápidamente, pero la amistad no”. La práctica de la hospitalidad, en la regla de los monjes, aún viéndolo con los ojos de un huésped escéptico, inicia con “el que arriba” pidiendo entrar por uno, dos, o los días que sean, comenzando el largo camino de las amistades genuinas.

Completas 20:35 horas

No tuvo que dejar ninguna propina. Tampoco nadie le pide que agradezca nada. Se retira con el resto de huéspedes. Los sigue con su oído, pasan por su habitación bajando las escaleras, entrando a la nave de la iglesia. Esta a oscuras apenas unas velas en un lugar muy lejos. Esta sentado como si esperara que empezara la misa, pero es el último oficio del día. Completas. El silencio es roto con un sinfín de pisadas que entran a ubicarse en paralelo cerca del altar. Una vela acompaña al monje que comienza una oración semicantada,el resto contesta, el huésped pierde de vista al padre abad. Son todos monjes. Al menos si rehusaba a considerar la validez de esa hospitalidad debería haber incluido el misterio de la gratuidad de todas esas acciones. Gratuidad que nada tiene que ver con un tipo de generosidad estatal, o con algún presupuesto de acción colectiva, sino con algo que elige cada uno para dar en sus condiciones reales de existencia.Condiciones que tampoco son circunstancias individualistas como las del náufrago de Defoe. 

Maitines, Laudes, y misas rezadas

A la mañana los monjes se levantan temprano para cantar el primer oficio del día. Es muy parecido al de la noche en la penumbra de la iglesia. Aunque por la mañana se sumanalgunos piares más allá de los portones de madera. Parecen estar justo detrás, esperando a los monjes, o adelantándoseles con el oficio propio de su especie. Derrida pudo observar que después de cantar, los monjes se retiran y vuelven a los minutos con sus casullas para celebrar una misa en los pequeños altares adosados a las columnas centrales. Vio, así, desde la nave central, muchas misas celebradas al mismo tiempo. Nadie le indicaba en donde debía estar. Permanecía en el medio de la nave pero los huéspedes habían migrado, ¿peregrinado?, a los márgenes, al pie de cada columna, apenas detrás del monje monaguillo y del celebrante. Le llamó la atención que no podía decir que el monje junto al pequeño altar estuviera frente a una columna. Se preguntó por algún juego de visiones típico en las arquitecturas medievales. Pero no había nada de eso. Simplemente el monje-sacerdote, que tenía frente a sí una columna gigantesca, miraba a otro lugar, Ad orientem

¿Y si acaso el negocio de la hospitalidad pase por contribuir a la salvación de aquellos a quienes vienen al monasterio?“Podrá contribuir a la salvación de aquellos a quienes amáis”dice el monje san Anselmo. Aún, cuando la salvación no fuera un bien reconocido por alguien que no tiene fe, poner en duda la sinceridad de la otra persona, no parece sino una banalidad, cuanto menos. 

Nuestro huésped rechaza la idea de un anfitrión kantiano que considera el deber absoluto de la hospitalidad. Porque, como habría dicho días atrás en su conferencia, podría darse el caso de unos asesinos que buscando a un huésped, el anfitrión, conforme al imperativo absoluto de decir la verdad, deba efectivamente, decirle a estos que hospeda a quien buscan (para matarlo). Derrida dice que son dos principios absolutos y que ambos no pueden convivir, sería imposible. Por lo tanto uno de esos principios debería ser menos absoluto que el otro. Piensa por eso en una transgresión de uno sobre el otro, una violación. La hospitalidad, entonces, no sería sino algo, necesariamente,negativo. Violatorio de un sentido absoluto de lo justo. ¿Por qué gran parte del mundo académico rechaza el principio de una ley natural, que progresivamente se descubre y conjetura, que no produce esas encerronas de absolutos? ¿Por qué preferir en cambio una mirada gnóstica, de plena iluminación, sobre la realidad? ¿Cómo pretender verificar la pureza absoluta de un acto de hospitalidad sin indagar peligrosamente después sobre las interioridades? ¿Por qué se supone que un abstracto y absoluto imperativo moral de justicia sería más justo que su descubrimiento desde el derecho natural? Derrida, sin embargo, como muchos filósofos posestructuralistas son conscientes de que el hombre está más sujeto y acorralado, en muchos aspectos,ahora que en siglos anteriores. 

Las misas que observa en el medio de la nave central son breves. Y en silencio, así como vinieron, los monjes se retiran. También se va. En el comedor de la planta baja, tomasu petit dejeneur. Le dio las gracias al padre hotelero y a lo mejor se haya ido pensando en que el tiempo ahí era diferente. Y que posiblemente en un plazo de mayor duración que el de un beso y un apretón de manos se pueda encontrar esa sinceridad que busca, y que a veces en algunas prácticas hace posible eso que recibe el nombre de virtud y excelencia. Después, solo le bastaría tomarse ese mismo tiempo para acercarse a la amistad sobrenatural. Porque “no es cuestión de una esforzada cortesía sino de una cortesía y humildad sobrenaturales”, como se puede leer en DomDelatte en alguna repisa a los costados del pasillo de huéspedes, en su comentario a la regla de san Benito. 

Gustavo Nózica

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