El aguijón clavado en San Pablo

En una de las cartas paulinas, más precisamente en la Segunda a los de Corintios, se lee lo siguiente: “a fin de que por las grandezas de las revelaciones, no me levante sobre lo que soy, me ha sido clavado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás que me abofetee, para que no me engría. Tres veces rogué sobre esto al Señor para que se apartase de mí. Mas Él me dijo: ‘Mi gracia te basta, pues en la flaqueza se perfecciona la fuerza” (II Corintios 12, 7).

Tratando de buscar algún entendimiento a la manifestación de San Pablo, nos cuenta Monseñor Straubinger que algunos lo han interpretado en el sentido de que “el Apóstol alude a una enfermedad o dolencia física (cf. Gálatas 4, 13)”, y que otros lo han entendido en referencia a la “rebeldía de la concupiscencia de la que habla en Romanos 7, 23”. El mismo exegeta aludido habla de “una espina en la carne como un dolor prolongado”.

En la Biblia (Vulgata Latina) de 1861, comentada en cinco tomos por el ilustrísimo obispo de Segovia, Don Felipe Scio de San Miguel (también conocida como Biblia de Scio), traduce de esta manera el texto del Apóstol de los gentiles: “Y para que las grandezas de las revelaciones no me ensalce, me ha sido dado un aguijón de mi carne, el ángel de Satanás, que me abofetee. Y por esto rogué al Señor tres veces para que se apartase de mí. Y me dijo: Te basta mi gracia, porque la virtud se perfecciona en la enfermedad”. A dicha traducción le agrega el siguiente comentario: “Para que se vea, que no hay tentación ni dificultad, por grande que sea, que no se pueda vencer con la gracia del Señor: así que lejos de acobardarme las tribulaciones, penas y trabajos, recibo de ellas particular consuelo y complacencia” (Tomo V, editado por Librería de Rosa y Bouret, Paris, 1861, p. 592).

Straubinger traduce entonces “me ha sido clavado un aguijón en la carne”, y Scio traduce “me ha sido dado un aguijón de mi carne”. Si uno se basa en la primera de las traducciones parecería que se trata de algo que viene desde afuera, mientras que si uno se funda más en la segunda de las traducciones daría la sensación de que se trata de algo que proviene del mismo cuerpo, maguer movido por singular fuerza permitida por la Providencia. Pienso que no hay ninguna contradicción, y entiendo de esta manera la solución:

No se trata de una enfermedad cualquiera ni dolencia cualquiera, ni se trata de un movimiento libidinoso producto de la carne rebelde. Pienso que el mismo texto da la solución, y ese aguijón es un ángel de Satanás que lo atormentaba en su cuerpo, y las traducciones, tanto la de Straubinger como la de Scio no dan lugar a diferencia: “un ángel de Satanás que me abofetee, para que no me engría” (Straubinger); “el ángel de Satanás que me abofetee” (Scio). Y desde luego que esa vejación demoníaca, nada ilusoria nada imaginativa, causaba un dolor corporal al punto de minar un tanto la salud del Apóstol, acarreándole seguramente algún tipo de enfermedad. Me resulta claro eso, pues se agrega que San Pablo pide por tres veces a Cristo que “se apartase de mí”. ¿A quién busca apartar con la oración? Y entiendo que a ese ángel de Satanás que lo vejaba.

Y encuentro cierta comparación –acaso porqué no llamarlo apoyo- en la vida de muchos santos a los que Dios, por razones que solo Él conoce, los probó permitiendo que Satanás o algunos de sus esbirros malignos los zarandeen con dureza. Tal el caso de San Juan Bosco, de San Juan Bausitas María Vianey (El Santo Cura de Ars), de San Pío de Pietrelcina o Santa Gema Galgani. Sobre esta última santa se sabe que el demonio se ensañó atrozmente contra ella, sea atentando contra su castidad, sea haciéndose pasar por el ángel de la guarda y así engañarla, sea golpeándola, haciendo que su comida se llenase de gusanos, levantándola de la tierra y tirándola por debajo del armario de su dormitorio.

También veo una cierta semejanza y explicación, entre lo que le ha sucedido al Apóstol de la Gentilidad y a Job, del que nos dice Monseñor Straubinger que  “es cosa admitida que no pertenecía al pueblo que había de ser escogido” (Biblia Comentada, México, 1969, p. 525). A Job, por permisión divina, Satanás mismo lo torturó: primero dejándolo en la miseria tras destruir sus pertenencias; segundo, quitándole hasta sus propios hijos, y tercero, hiriendo al mismo Job con una plaga maligna. Palabras de Satanás: “Piel por piel; porque todo cuanto tiene el hombre lo da por su vida. Pero anda, extiende tu mano y toca su hueso y carne, y verás cómo te maldice” (Job 2, 4-5). Palabras de Dios: “He aquí que en tu mano está, pero consérvale la vida” (Job 2, 6). Entonces “salió Satanás de la presencia de Yahvé e hirió a Job con una úlcera maligna” (Job 2, 7). Straubinger dirá: “Ulcera maligna: según la versión griega, la lepra”. Tras las pruebas tremendas con las que Job fue probado, “Yahvé bendijo los postreros tiempos de Job más que los primeros, y llegó a tener catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas. Tuvo también siete hijos y tres hijas. A la primera le puso por nombre Jemimá, y a la segunda Kesiá, y a la tercera Keren Happuk. No se hallaron en toda aquella tierra mujeres tan hermosas como las hijas de Job; y les dio su padre herencia entre sus hermanos” (Job 42, 12-15).

“Mi gracia te basta. En la flaqueza se perfecciona la fuerza”, le dijo Jesús a San Pablo. Bellísimamente nos recordará Straubinger las palabras de Santa Teresa de Lisieux: “Amad vuestra pequeñez, idea que parecería tanto más paradójica cuanto que no se trata aquí de la pobreza o humildad en lo material sino de nuestra incapacidad para las grandes virtudes, de nuestra insignificancia y debilidad espiritual, que nos obliga a vivir en permanente reconocimiento de la propia nada y en continua actitud de mendigos delante de Dios. Pero ahí está lo profundo. Porque si Él nos dice por boca de su Hijo Jesús que nos quiere niños y no gigantes, no hemos de pretender complacerle en forma distinta de lo que Él quiere, creyendo neciamente que vamos a hacer o a descubrir algo más perfecto que su voluntad. Esta presunción que el mundo ciego suele elogiar llamándola la ‘tristeza de no ser santo’ encierra, como vemos, una total incomprensión del Evangelio”. Se cuenta de la mente más brillante, me refiero a Santo Tomás de Aquino (hoy, 7 de marzo celebramos su día), que viéndose cercano a su muerte hizo confesión general con quien era su confesor fray Reginaldo de Piperno. Y luego de que éste escuchó la confesión de Tomás, entre lágrimas exclamó: “Dios mío… Los pecados de un niño de cinco años… En toda su vida solo unos pecadillos”.

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Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal
nació en 1979 en Capital Federal. Es abogado y se dedica a la escritura. Casi por once años dictó clases de Lógica en el Instituto San Luis Rey (Provincia de San Luis). Ha escrito más de un centenar de artículos sobre diversos temas, en diarios jurídicos y no jurídicos, como La Ley, El Derecho, Errepar, Actualidad Jurídica, Rubinzal-Culzoni, La Capital, Los Andes, Diario Uno, Todo un País. Durante algunos años fue articulista del periódico La Nueva Provincia (Bahía Blanca). Actualmente, cada tanto, aparece alguno de sus artículos en el matutino La Prensa. Algunos de sus libros son: En Defensa de los indefensos. La Adivinación: ¿Qué oculta el ocultismo? Vivir de ilusiones. Filosofía en el café. Conociendo a El Principito. La Nostalgia. Regresar al pasado. Tierras de Fantasías. La Sombra del Colibrí. Irónicas. Suma Elemental Contra Abortistas. Sobre la Moda en el Vestir. No existe el Hombre Jamón.

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