Después de la Carta a los Efesios, sigue en el canon del Nuevo Testamento la Carta a los Filipenses. Se trata, como la anterior, de una de las denominadas Cartas de la Cautividad, pues también ahora se alude a la estancia en prisión del Apóstol. Está dirigida a una comunidad cristiana a la que San Pablo manifiesta gran confianza y profundo afecto: “Os tengo en el corazón” (Fil 1:7), “hermanos míos muy queridos y añorados, mi gozo y mi corona” (Fil 4:1). [1]
Tanto por su contenido como por el tono amable de su exposición, es uno de los escritos paulinos de más grata lectura.
1.- Estructura y Contenido
Filipenses es una carta de amistad, escrita en tono íntimo y personal. No tiene, por tanto, una estructura bien definida, ni puede hacerse en ella una distinción taxativa entre una parte moral y otra dogmática.
- Se inicia con un saludo, muy sencillo, seguido de una acción de gracias a Dios.
- A continuación se alude a la situación de San Pablo en la cárcel y las consecuencias favorables que se han seguido de esa cautividad para una mayor difusión del Evangelio (1: 1-26).
- Después, San Pablo exhorta a comportarse de manera digna de los hijos de Dios, presentando como modelo a nuestro Señor Jesucristo mediante un himno, en el que se canta su humillación y su posterior exaltación (1:27-2:18).
- De la contemplación de Cristo se pasa a dar noticias de ámbito doméstico: el Apóstol anuncia que próximamente les enviará a Timoteo, que él mismo confía en poder ir pronto y que Epafrodito, ya restablecido de su enfermedad, regresa a Filipos (2: 19-30).
- Antes de terminar no falta una advertencia ante el peligro que suponen las doctrinas de unos predicadores cristianos de tendencia judaizante llegados a Filipos, ni una invitación a la perseverancia, a la alegría y a imitar el ejemplo recibido del Apóstol (3:1-4:9).
- La carta concluye con palabras de agradecimiento y saludo.
2.- Ocasión de la Carta
Entre el Apóstol y la iglesia de Filipos hubo una estrecha relación. En la propia Carta a los Filipenses, tal y como se ha conservado, hay recuerdos personales, noticias de la situación de San Pablo en la cárcel, y alusiones al contacto que mantuvo con esos fieles por medio de Timoteo y Epafrodito. Pero también puede sobreentenderse que la comunicación epistolar no se limitó a una carta, sino que el Apóstol les escribió en más de una ocasión (Cfr. Fil 3:1).
Ya en el primer tercio del siglo II, San Policarpo, cuando se dirige a los filipenses, alude a esos escritos de San Pablo: “Él [Pablo], cuando estaba entre vosotros, enseñó a sus contemporáneos la palabra de verdad, con claridad y firmeza. Y, cuando se hallaba ausente de vosotros, os escribió cartas que, si las leéis con atención, podrán edificaros en la fe que os ha sido dada”[2].
El análisis interno de la carta pone de manifiesto que su texto no tiene una estructura tan bien definida como otras epístolas del Apóstol, lo que induce a pensar que en ella podrían haberse fundido varias cartas paulinas dirigidas a esa comunidad. Por ejemplo, llama la atención, por contraste con otras cartas, que tras el anuncio de proyectos y noticias (Cfr. Fil 2: 19-29), que suelen ir al final, todavía se introduzca una sección, de tono más polémico que el resto, sobre los predicadores de tendencia judaizante, cuya influencia comenzaba a notarse en Filipos. Por su parte, la breve sección en la que San Pablo agradece la ayuda que le han prestado (Cfr Fil 4: 10-20), constituye un todo coherente en sí misma, como si fuera una breve carta personal.
Todo eso induce a pensar que el texto que ha llegado hasta nosotros pudiera contener la recopilación de dos o tres escritos enviados a los filipenses desde distintos lugares y momentos. El primero de ellos podría estar en Fil 4: 10-20; otro, más extenso, correspondería a Fil 1:1-3:1 y otros versículos del capítulo cuarto; e incluso un tercero podría ser la diatriba contra los judaizantes de Fil 3:2-4:1 junto con algunos versículos del último capítulo. Cada una de estas piezas tendría, pues, un contexto propio de composición.
La primera (Fil 4: 10-20) sería una breve carta manuscrita por el propio San Pablo (como la Carta a Filemón) redactada por el Apóstol para agradecer la ayuda que le han enviado.
La segunda (Fil 1:1-3:1), desde la cárcel, para dar noticias de su situación y el progreso del Evangelio en esas circunstancias difíciles, a la vez que exhorta a la unidad y la humildad. Según parece, en esa situación, los filipenses, siempre solícitos por ayudar al Apóstol en todo lo que necesitase, decidieron enviarle a Epafrodito para que le prestase ayuda mientras estaba en prisión (Cfr. Fil 2:25). Pero Epafrodito sufrió una grave enfermedad, que estuvo a punto de causarle la muerte. Una vez restablecido, San Pablo decide que regrese a su ciudad para consuelo de los filipenses (Cfr. Fil 2: 26-30).
La tercera (Fil 3:2-4:1) tendría como objeto llamar la atención sobre lo que el propio San Pablo les ha enseñado de modo que no se dejen seducir por los falsos predicadores judaizantes.
En cualquier caso, el vocabulario y el estilo literario de esas tres partes, ya procedan de cartas independientes unificadas después, ya sean tres secciones de un mismo escrito, es idéntico y presenta grandes afinidades con el modo con que San Pablo se expresa en otras cartas, como las dirigidas a los Corintios, Romanos, Gálatas o Tesalonicenses, por lo que no hay motivos serios para dudar de que fueran escritas por él.
Respecto a la fecha de composición, cabría pensar en la primera cautividad romana de San Pablo (años 61-63), si se entiende en su sentido más obvio la afirmación de que está encadenado en el pretorio (Cfr. Fil 1:13), así como los saludos que envía de parte de “los de la casa del César” (Fil 4:22). Sin embargo, también es posible suponer, como es corriente en la actualidad, que la carta fuese escrita en Éfeso, durante una prisión sufrida por el Apóstol en esa ciudad, en el llamado tercer viaje, antes de pasar de nuevo por Macedonia (entre los años 54-57)(Cfr. 2 Cor 1:8). La razón es que la carta refleja la existencia de una comunicación frecuente entre los filipenses y San Pablo, que no parece fácil de explicar si el Apóstol estuviera en una ciudad tan lejana de Filipos como la capital del Imperio. Además, si hubiera sido escrita en Roma, resultaría extraña la afirmación de que no se había presentado a los filipenses ocasión de manifestarle sus sentimientos de afecto, desde que lo socorrieron en Tesalónica (Cfr. Fil 4: 10.16), pues antes de estar cautivo en Roma había visitado otras dos veces Filipos, durante su tercer viaje apostólico (Hech 20: 1-3). De otra parte, la mención de estar encadenado en el pretorio no implica necesariamente que se encontrase en Roma, ya que el pretorio puede referirse también al palacio del gobernador de una provincia. “Los de la casa del César” podría referirse a los funcionarios del gobierno imperial, diseminados por todas las provincias, y que en Éfeso eran especialmente numerosos. En este caso, la carta habría de datarse entre los años 54 y 57.
3.- Enseñanza
El tono general de la carta es más sugerente que sistemático. Con lenguaje entrañable San Pablo transmite noticias sobre la difusión del Evangelio. Desde la prisión anima a poner por obra sus enseñanzas y a fomentar el crecimiento en las virtudes cristianas. A pesar de la brevedad de la carta, destacan por su importancia algunos temas doctrinales.
3.1.- Naturaleza de la vocación cristiana
Mientras el cristiano permanece en esta vida puede ser llamado santo (Fil 1:1) en virtud de la gracia santificante. Sin embargo, no puede afirmarse que haya alcanzado la santidad definitiva, o que ya sea perfecto (Fil 3:12). San Pablo muestra el camino que conduce a la santidad: la participación de los padecimientos de Cristo y la configuración con su muerte (Cfr. Fil 3: 10-11). Ser cristiano, por tanto, es identificarse con Cristo, procurar tener “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Fil 2:5), seguir su ejemplo, pues Él se dio como modelo acabado “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2:8).
El cristiano que lucha por estar unido a Cristo será, como Él, exaltado (Cfr. Fil 2:9) en la gloria del cielo. Por esto, todos los sufrimientos que pueda padecer en este mundo, hasta el derramamiento de sangre si fuera necesario, serán motivo para él de auténtica alegría (Cfr. Fil 2:17); pues sabe que tanto la vida como la muerte corporal se ordenan a la gloria de Dios a través de la unión con Cristo (Cfr. Fil 1:20).
3.2.- El cristiano en el mundo
Los cristianos viven en el mundo, con los demás hombres, entre los que no faltan —junto a quienes actúan rectamente en sus asuntos, movidos por ideales nobles— los que se dejan llevar por la ambición desordenada que engendra la avaricia (Cfr. Fil 2:15). Siempre acecha la tentación de dejarse arrastrar por el ambiente.
Por eso, en cualquier lugar donde se encuentre, un cristiano no debe olvidar que su ciudadanía está en los cielos (Cfr. Fil 3:20), y por eso ha de comportarse de una manera digna del Evangelio (Cfr. Fil 1:27); esto es, con humildad, buscando no el propio interés, sino el de los otros (Cfr. Fil 2: 3-4); estando siempre alegre (Cfr. Fil 4:4), siendo irreprochable y sencillo (Cfr. Fil 2:15); comprensivo con todos los hombres (Cfr. Fil 4:5). De este modo, la vida digna de los hijos de Dios brillará en medio del mundo (Cfr. Fil 2:15), alumbrando a todos con la luz de Cristo.
3.3.- El misterio de Jesucristo Redentor
El Apóstol propone como modelo el comportamiento de nuestro Señor. Para ello presenta en el himno de 2: 6-11 un compendio de excepcional valor sobre la vida y obra redentora de Cristo. En él canta la exaltación a la que ha llegado la humanidad de Cristo después de su existencia terrena, vivida en acto de voluntaria obediencia, humillándose hasta la muerte y muerte de cruz. El himno proclama con hondura de pensamiento la naturaleza divina de Cristo preexistente a su Encarnación, y, por tanto, su consustancialidad con Dios Padre, a la vez que su anonadamiento al hacerse hombre —pues, sin dejar de ser Dios, se abajó hasta tomar la forma o naturaleza humana—; y canta, tras su muerte redentora, su exaltación gloriosa (Cfr. Fil 2: 9-11). El Cristo exaltado es el Hombre Dios que nació y murió crucificado por nosotros.
Las expresiones y temas descritos por San Pablo a lo largo del himno hacen patente que la Revelación hecha por Dios en el Antiguo Testamento alcanza su plenitud en Jesucristo. En primer lugar, Jesús repara con su muerte redentora la caída y desorden producido por Adán, el primer hombre. En Cristo, nuevo Adán (Cfr. Rpom 5:14), se realizó la salvación prometida en el protoevangelio (Cfr. Gen 3:15). De otra parte, Jesucristo asume el papel de siervo al aceptar voluntariamente el camino de la obediencia. Su obra y su figura son las que el libro de Isaías describe a propósito del Siervo del Señor: por su humillación y muerte es causa de salvación para todos los hombres (Cfr Is 53: 2-11). En Cristo se cumplen plenamente los anuncios de los Profetas. Además, a la luz de la exaltación cantada en Fil 2: 9-11, Jesucristo puede ser reconocido también como el que habría de venir sobre las nubes del cielo, apareciendo como el Hijo del Hombre (Cfr. Dan 7: 13-14). De este modo, con una imagen procedente del libro de Daniel, se ratifica plenamente el señorío de Cristo.
San Pablo centra su atención en el Hijo hecho hombre, atendiendo tanto a su vida terrena como a su glorificación en los cielos. Jesucristo es así contemplado como verdadero hombre, según las expresiones de Fil 2: 7-8. Sin embargo, la Persona divina de Cristo queda como oculta por el velo del misterio, pues aunque se manifieste como hombre, posee un origen y una dignidad infinitamente superiores. Y precisamente por ser Dios y hombre verdadero, es por lo que su vida terrena, tal como se desarrolla en la historia narrada en este texto, cobra un relieve singular, y concluye con su exaltación gloriosa.
[1] La introducción a esta carta está tomada de la Sagrada Biblia, Ed. Eunsa, Navarra.
[2] San Policarpo, Ad Philippenses 3.