La reprobación de Israel según el Evangelio de San Mateo

El Evangelio de San Mateo

Introducción

El lunes después del Domingo de Ramos, Jesús fue de Betania (adonde se había retirado) a Jerusalén. Por el camino vio una higuera y, al no hallar fruto en ella, la maldijo. Llegado a Jerusalén, entró en el Templo, del cual expulsó a los vendedores que lo profanaban. Ese mismo día, devolvió la vista a dos paganos que estaban ciegos y por la tarde volvió a Betania. El martes, volviendo a Jerusalén y contemplando la higuera que se había secado, instruyó a los Apóstoles acerca de la eficacia de la oración. Entró sucesivamente en el Templo y dio lugar a las grandes polémicas con los escribas y los fariseos.

Esta polémica de Jesús con escribas y fariseos constituye un núcleo homogéneo de parábolas sobre la reprobación de Israel, que son comentadas por San Pablo en la Epístola a los Romanos. De aquí la importancia de contemplar el Evangelio de San Mateo a la luz de San Pablo, comentado por Santo Tomás, para lanzar un poco de luz sobre un tema que, en estos tiempos de confusión y de gran apostasía, ya no es presentado a los fieles como la Tradición patrística lo leyó unánimemente.

La parábola de la higuera seca (Mt., XXI, 18-22)

Giuseppe Ricciotti

El Abad Giuseppe Ricciotti, en su celebérrima Vida de Jesucristo, escribe: “Jesús se acercó a una higuera que estaba junto al camino y estaba exuberante de hojas […], y buscó entre las hojas si había frutos. Pero frutos no había y no podía haber, por la simple razón de que no era la estación de los higos […]. El árbol […] [había] echado los primeros capullos, las llamadas brevas […]. Queriendo entonces juzgar al árbol como si hubiera sido una persona moral y responsable, sería necesario decir que no era culpable si no tenía frutos en esa estación: en realidad Jesús buscaba lo que normalmente no podía encontrar. Con todo, él  maldijo el árbol diciendo: ‘¡Que nunca más nadie coma fruto de ti!’. Todas estas consideraciones nos confirman que Jesús quiso realizar una acción que tenía valor simbólico […]. En el caso del árbol, el símbolo se refería al contraste entre la abundancia del follaje inútil y la falta de los frutos útiles, contraste por el cual estaba también justificada la maldición del árbol culpable […]. El verdadero culpable [al que se refería la enseñanza simbólica, ndr] era el pueblo elegido, Israel, riquísimo entonces de follaje fariseo pero obstinadamente privado, desde hacía mucho tiempo, de frutos morales y, por tanto, merecedor de la maldición de esterilidad eterna”[i].

Severiano del Páramo

El padre Severiano del Páramo, en su Commento al Vangelo di Matteo (Roma, Città Nuova, 1970), escribe que la intención del Señor era la de “manifestar, mediante una acción alegórica, la suerte que correrían los israelitas y a Jerusalén por su incredulidad. La representación del pueblo judío como un árbol fructífero no era rara en el Antiguo Testamento. Como se ve, esta acción de Jesús, puramente simbólica, es decir, sin otro objetivo que el de representar de manera perceptible por los sentidos la suerte que correría el pueblo judío, no era un género desconocido para los Apóstoles. La higuera era para ellos una clara imagen del pueblo judío, que, a pesar de la providencia especialísima con la que Dios lo había gobernado y sobre todo  a pesar de la predicación y los milagros de Jesús, no sólo no había madurado los frutos deseados, sino que estaba afligiendo el corazón misericordioso de Jesús con su persistente incredulidad: merecía, por tanto, la maldición de Dios. Es el misterio de la reprobación del pueblo elegido, sobre la cual más tarde San Pablo derramará lágrimas amargas (cfr. Rom., IX, 1 ss.; XI, 5 ss.)” (cit., p. 311).

Los Padres de la Iglesia

Los Padres de la Iglesia (cuyo consenso unánime en la interpretación de la Escritura es regla infalible de la fe) explican esta parábola del siguiente modo: las hojas son “símbolo del culto fariseo, con ceremonias sin fruto de buenas obras” (San Juan Crisóstomo, In Matth. hom. 68; como también San Hilario, In Matth. Can. 21): “la verdadera virtud religiosa que está viva y da la vida sobrenatural, aridecida en Judea, pasa a los Gentiles” (Orígenes, In Matth. tract. 16). La higuera seca representa “a quien tiene fe sin obras, es un árbol con muchas ramas pero sin ningún fruto. Pero Dios le pide cuentas de sus obras y de los frutos que debería haber dado; y como pena de su esterilidad culpable lo deja aridecer totalmente” (Orígenes, ibidem; cfr. también San Agustín, De cons. ev. II, 68). Esta parábola se encuentra también en el Evangelio de San Marcos (XI, 13-21). Los mismos Padres dieron de ella la misma interpretación; además están los comentarios de San Beda el Venerable (super Dimiserunt eis; super Invenerunt pullum alligatum), Teofilacto (In Matth.), San Ambrosio (super Lucam, lib 9), San Jerónimo (super Misit duos); todos concuerdan en ver en la higuera maldecida a Israel, que no ha querido aceptar a Cristo y dar frutos de buenas obras. Por tanto, está claro que el judaísmo post-bíblico, en la divina Revelación, es presentado – por Jesús mismo – como una ‘higuera infructuosa’ maldecida que se vuelve ‘seca’ y es después condenada también al fuego; de aquí la expresión corriente “valer una higuera seca”, o sea, nada, porque la higuera es un árbol óptimo que da frutos exquisitos, pero, si es estéril y además secada o seca, no da frutos y no vale nada, es decir, es una higuera seca, ni más ni menos.

La parábola de los dos hijos (Mt., XXI, 28-43)

Un hombre tenía dos hijos, que empleaba en el cultivo de su viña. Un día dijo al primero: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Él respondió: Sí, voy. Pero no fue en absoluto. Más tarde, el padre dio la misma orden al segundo, que respondió: No quiero. Sin embargo, después, arrepintiéndose, fue. Jesús interroga entonces a los fariseos: ¿Quién de los dos hizo la voluntad de su padre? Le respondieron: El último. Jesús aplicó entonces la parábola al caso histórico de las relaciones entre fariseísmo talmúdico-rabínico, Paganismo y el Mesías anunciado por el Antiguo Testamento: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas [arrepentidos, ndr] os precederán en el reino de Dios. Vino, en efecto, a vosotros Juan Bautista por el camino de la justicia y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él; vosotros, por el contrario, después de haberlo visto, ni siquiera os arrepentisteis después, de manera que creyerais en él” (Mt., XXI, 31-32).

Ricciotti

Ricciotti comenta: “Los intachables escribas y fariseos eran insinuados en aquel hijo que obedecía de palabras pero era rebelde en los hechos; por el contrario, el descarte de la nación elegida, es decir, los publicanos y las prostitutas, habían errado indudablemente, pero más tarde habían recapacitado, aceptando la misión de Juan Bautista, y así habían imitado al hijo rebelde primero y después obediente. De los dos hijos, el que tras hacer el mal cambia de mente y pasa a hacer el bien es preferible al que no se decide nunca a hacer el bien a pesar de declararse siempre dispuesto a hacerlo”[ii]. Esta parábola, siempre según Ricciotti, “había sido una sentencia de reprobación para aquellos que entonces se consideraban los guías y los más insignes representantes de la nación elegida”[iii].

Severiano del Páramo

El padre Severiano del Páramo (Commento al Vangelo secondo Matteo, Roma, Città Nuova, 1970) escribe: “El segundo hijo, el que asegura a su padre que hará su voluntad, pero después no lo hace, simboliza a los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los fariseos, los cuales se gloriaban de ser observantes de la Ley, celosos de la gloria de Dios y justos en su presencia, pero no quisieron escuchar al Bautista, al cual Él había enviado, ni mucho menos al Mesías: por su dureza de su corazón serán excluidos del reino de Dios. El primer hijo, el que responde a su padre con un no claro y rotundo, pero después reconoce su culpa y cumple las órdenes recibidas, simboliza a los publicanos y las prostitutas, es decir, a los elementos más abyectos de la sociedad, que escucharon al Bautista y, cuando se les manifestó, también al Mesías, y no dudaron en entrar a hacer parte de su Reino. En realidad, las cosas iban yendo, cuando Jesús narraba esta parábola, precisamente de este modo: los que habían seguido las huellas de Jesús no habían sido los mejores del pueblo judío, sino sus estratos más ínfimos y los pecadores públicos, salvo alguna excepción” (cit., p. 314).

Los Padres

Los Padres de la Iglesia interpretan así esta parábola: “El hombre representa a Dios, que prefiere ser amado como padre a ser temido como Señor” (San Juan Crisóstomo, Super Matth., Op. imperf., hom. 40); “El primer hijo, por ser mayor de edad, representa a los Gentiles, a los cuales Dios habló con la ley natural” (San Juan Crisóstomo, Super Matth., ut supra); el trabajo en la viña al cual les llama el padre significa “las buenas obras, hacer el bien, vivir virtuosamente; pero con la idolatría y demás vicios los Gentiles respondieron no a Dios” (San Jerónimo, Super Matth., in prologo ad Eusebium y también San Juan Crisóstomo, ut supra). El arrepentimiento del primer hijo representa a “las Gentes o los Paganos, que oyeron más tarde la palabra de Cristo y se arrepintieron de su modo equivocado de razonar y de actuar y se corrigieron trabajando en su santificación con alegría (San Jerónimo, ut supra). El segundo hijo es “Israel” (San Juan Crisóstomo, ut supra); él respondió: Voy, “como respondieron sus padres a Moisés: Haremos todo lo que el Señor nos mande [Éx., XXIV]” (San Jerónimo, ut supra), pero no fue. “En efecto, pues, mintieron a Dios [Sal., XVII]” (San Juan Crisóstomo, ut supra). Cuando los Fariseos responden que el primer hijo ha hecho la voluntad del padre “se juzgan por sí mismos, admiten implícitamente que no obedecen a Dios con sus hechos sino sólo de palabra” (San Juan Crisóstomo, ut supra). Los publicanos y las prostitutas significan “que no sólo los paganos son mejor que ellos [los judíos], sino que incluso entre los pecadores públicos, los cuales se convertirán, habrá algunos más justos que ellos” (San Juan Crisóstomo, ut supra). Ellos les precederán, “ya que creerán más prontamente que los judíos y harán el bien antes que ellos” (San Rabano Mauro, Super Matth. y también San Hilario, In Matth., can. 22), pero “por último entrará en el reino, o sea, en la Iglesia de Cristo, también Israel [Rom., XI, 9]” (Orígenes, In Matth., tract. 19). Ya que lo mismo sucedió ya con Juan el Bautista, que vino “mostrando a Jesús como perfección de la Ley, camino, verdad y vida” (San Rabano Mauro, ut supra), y “mostrando en sí mismo tales virtudes que los pecadores públicos quedaron conmovidos y se convirtieron” (San Juan Crisóstomo, ut supra). Pues bien, mientras que “los pecadores públicos creyeron y obraron bien, vosotros fariseos no queréis admitir ni si quiera vuestra miseria moral, lo cual os prepararía para la justificación. Jesús dice a los doctores de la ley y a los sacerdotes que el pueblo simple es mejor que ellos, está más cerca del primer hijo, mientras que los fariseos y los escribas están cerca del segundo; en efecto, dicunt sed non faciunt” (San Juan Crisóstomo, ut supra).

La parábola de los viñadores homicidas (Mt., XXI, 33-46)

Ricciotti

También esta, según Giuseppe Ricciotti, es “igualmente de reprobación, en la que [Jesús] quiso resumir la entera historia de Israel confrontada con la economía preestablecida por Dios respecto a la salvación humana. La enseñanza velada en esta nueva parábola era igual a la impartida por Jesús pocas horas antes, con la acción simbólica de maldecir y hacer que se secara la higuera; la imagen… había sido ya empleada siete siglos antes y con el mismo fin por el profeta Isaías (V, 1 ss.). La explicación […] había recordado que la viña ingrata era la nación de Israel y que su dueño era Dios […], el cual, sin embargo, exacerbado por la esterilidad de la viña, habría abatido la cerca, abandonándola a la devastación y dejando crecer en ella zarzas y espinos”. Dicha imagen, que predecía, setecientos años antes de Cristo, la reprobación, maldición y abandono de Israel por parte de Dios (son términos empleados en las Escrituras, Is., V, 1 ss. y Mt., X, 2-42), es retomada y ampliada en el Evangelio de Mateo citado más arriba: “Había un hombre que plantó una viña […]. Cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los viñadores a recoger sus frutos, pero los viñadores, agarrando a sus siervos, golpearon a uno, mataron a otro […]. Al final envió a su hijo […]. Pero ellos […] agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron […]. Les dice Jesús […] por esto os digo que se os quitará el Reino de Dios y será dado a una nación que dé fruto […] y al haber oído los sumos sacerdotes y los fariseo sus parábolas, advirtieron que hablaba de ellos”. Ricciotti comenta: “La viña era Israel, su dueño era Dios y los siervos maltratados o matados eran los profetas […]. Pero a esta parte que se refería al pasado Jesús había añadido, como conclusión, una parte que se refería al futuro y era aquella en la que había dicho que el mismo hijo […] había sido golpeado y matado; evidentemente en este hijo el orador se había insinuado a sí mismo, y así se había proclamado implícitamente hijo de Dios y había acusado anticipadamente a los culpables de su futuro delito”[iv].

Severiano del Páramo

El padre Severiano del Páramo escribe: “Esta parábola es una de las más importantes del Evangelio. En efecto, contiene en sí misma, en un cierto sentido, toda la historia de la Iglesia. La figura de la viña indica al pueblo de Israel […]. Cuando el dueño de la viña decide mandar a su hijo amadísimo, suponiendo que le respetarían, lo matan. Pues bien, según San Juan Crisóstomo, en los homicidios de la parábola Jesús pretendía simbolizar a los sanedritas y al pueblo judío. […]. La viña representa el Reino mesiánico prometido a los judíos, los arrendatarios son los Israelitas, especialmente aquellos que los amaestran y guían, el dueño de la viña es Dios […], el hijo único es Jesús. […]. El pueblo judío tropezó con la piedra angular, o sea, con Cristo, con la consecuencia de que el Reino que estaba destinado para los Israelitas en primer lugar pasó a los Gentiles” (Commento al Vangelo secondo Matteo, Roma, Città Nuova, 1970, pp. 315-319).

Los Padres

Los Padres de la Iglesia lo explican así: “Esta segunda parábola sirve para demostrar todavía más la culpabilidad de los fariseos” (San Juan Crisóstomo, ut supra). El dueño “es Dios” (Orígenes, ut supra). La viña del Señor es “la familia de Israel” [Is., V, 2]” (San Jerónimo, ut supra). Pero, “en Isaías, la misma viña es culpada de no dar fruto, mientras que aquí, en el Evangelio, los colonos son los culpables, ya que en el Profeta es Israel, mientras que en Mateo la viña es la verdad revelada y contenida en las Escrituras, el fruto son las buenas obras que los fieles deben sacar de la verdad revelada, bajo la guía de sus jefes: los escribas y los fariseos, o sea, los colonos, los cuales no cumplen con su deber. Los colonos son los sacerdotes y los levitas; pues bien, como no le aprovecha de nada al colono trabajar la tierra si esta no le da frutos, así el sacerdote no cumple con su deber si no le aprovecha al pueblo fiel” (San Juan Crisóstomo, ut supra). El dueño partió “dejando a los hombres el tiempo y la posibilidad de cumplir, con su libre arbitrio, su santificación” (San Jerónimo, ut supra). Cuando llegó el tiempo de los frutos: “la fe y la caridad, la moral y el dogma” (San Rabano Mauro, ut supra), Dios mandó a sus siervos, “los Profetas del Antiguo Testamento” (San Juan Crisóstomo, ut supra), pero los colonos los agarraron y “con la mano vacía de bien hacen el mal” (San Juan Crisóstomo, ut supra), a algunos les pegaron “como a Jeremías” (San Jerónimo, ut supra), a otros los mataron “como a Isaías” (ibidem), a otros los lapidaron “como a Nabot y a Zacarías” (ibidem). Finalmente, mandó a su hijo, “el Verbo encarnado” (San Juan Crisóstomo, ut supra), pensando: Al menos lo respetarán a él, porque “venía, no para castigarles, sino para salvarles” (San Jerónimo, ut supra); sin embargo, “sabía que lo rechazarían” (San Juan Crisóstomo, ut supra), pero “ellos deberían y podrían – con su libre albedrío – haberle acogido y amado” (San Juan Crisóstomo y San Jerónimo, ut supra). Los colonos, “aquellos que habrían debido y podido reconocer al Hijo de Dios, al tener la Revelación, renegaron de él odiándolo (Orígenes, ut supra). En efecto, dicen: ‘Este es el heredero’; por tanto, “no por ignorancia invencible y no culpable, sino por envidia y celos, odiándolo, lo crucificaron; y también aquellos que odian el Evangelio y persiguen a sus apóstoles intentan en lo posible dar muerte a Jesús” (San Rabano Mauro, ut supra). Aquí se ve cómo ya los Padres y después Santo Tomás de Aquino establecieron la distinción entre causa eficiente, física y real de la muerte de Cristo (los judíos infieles) y causa final (todos los hombres por los que Cristo murió); por tanto, no es exacto decir que no los judíos sino todos los hombres, y especialmente los cristianos, crucificaron a Cristo.

Así – se decían – ‘tendremos su herencia’, es decir, “no querían perder la herencia de las ceremonias extrínsecas de la Ley antigua (para que cediera el paso a la nueva), de la cual no serían ya los beneficiarios y no podrían sacar ya de él lucro y autoridad, como, en cambio, seguían haciendo” (San Juan Crisóstomo y San Rabano Mauro, ut supra). Lo echaron fuera “de Jerusalén, donde fue crucificado, como extraño a la viña, o sea, excomulgado de su Iglesia de la Antigua Alianza, que ellos mal cultivaban” (Orígenes, ut supra). Ellos debieron responder a Jesús, que les interrogaba, que el dueño les habría castigado justamente. “Se juzgan por sí mismos, todos sentían en conciencia que la pena era justa, pero – lo decían – algunos con la boca sólo y otros con el corazón, algunos de buen grado y otros a disgusto” (San Juan Crisóstomo, ut supra). Más aún, añadieron incluso que el dueño ‘daría la viña a otros colonos’, o sea, “la palabra de Dios debía pasar de Israel a las Gentes”, es decir, el antiguo pacto estipulado entre Dios y los primeros colonos se ha roto, ya que estos últimos han sido infieles, se pasa de una antigua a una nueva alianza, de modo que la Antigua Alianza ha sido realmente revocada y ha ocupado su lugar una Nueva y Eterna Alianza: esta es la enseñanza moralmente unánime (y, por tanto, infaliblemente cierta) de los Padres de la Iglesia; alejarse de ella significa judaizar, o sea, apostatar. En efecto, Jesús concluye: ‘Os será quitado el reino de Dios y se le dará a gente que lo haga fructificar’, o sea, que el reino es “la verdad revelada por Dios en la Antigua Alianza a Israel” (Orígenes, ut supra) y los jefes de los sacerdotes y los fariseos ‘comprendieron que hablaba de ellos’. San Jerónimo (ut supra) comenta: “aunque embrutecidos por la pasión de la envidia y los celos, sentían en su conciencia que las cosas estaban así realmente, pero, por ignorancia voluntaria, no lo confesaban públicamente”, más aún, ‘intentaban prenderlo’ para matarlo, pero ‘temían todavía al pueblo’, al cual corromperán, desinformándolo y persuadiéndolo (con el ‘boca a boca’) taimadamente. Jesús especifica que ‘la piedra descartada por los constructores se convertirá en piedra angular’, o sea, que Cristo, rechazado por los Jefes de Israel, se convertirá en “la piedra de un nuevo edificio: el Nuevo Testamento; ella será la piedra angular, o sea, unirá en sí misma dos muros o pueblos, Israel y los Paganos, que entrarán todos con igual dignidad en la nueva Iglesia cristiana” (San Juan Crisóstomo, ut supra), y amonesta: ‘El que tropiece con ella se herirá y aplastará a aquel sobre el que cae’; es decir, “no es la piedra o Cristo el que hace caer, sino que quien, no creyendo en él, se escandalice caerá por su culpa. En cambio, predice la caída de Jerusalén y del Templo, cuando afirma que ella aplastará a la ciudad deicida – recayendo su sangre, o sea, la responsabilidad de su muerte, sobre ella – después de haber sido rechazado por ella” (San Juan Crisóstomo, ut supra). La misma parábola se encuentra también en Lucas (XX, 9-19). Fue comentada también por San Agustín (De cons. evang. II, 69), San Cirilo, San Beda el Venerable, Teofilacto (super Cavete a fermento Phariseorum y super Quia vero resurgant mortui), Eusebio, San Basilio y San Ambrosio (In Lucam lib. 10), San Gregorio Magno (super Arborem fici habebat quidam, hom. 26), todos en el mismo sentido.

El banquete nupcial (Mt., XXII, 1-14)

El Abad Ricciotti no habla de ella, el padre Ferdinand Prat escribe que: “El banquete mesiánico es la cena que Dios celebra en honor de su Hijo; los invitados que responden a la llamada con un rechazo injurioso son los judíos y los que les sustituyen son los gentiles, llamados en último lugar y llegados los primeros”[v]. Con esta parábola, Jesús tiene la intención de “poner de relieve que la reprobación del pueblo judío y la llamada de los gentiles en sustitución suya es el castigo de su incredulidad”[vi].

El padre del Páramo escribe: “Esta parábola está en estrecha relación con las dos precedentes y forma con ellas una trilogía que tiene como objetivo dar testimonio de un hecho: la sustitución de los Judíos por parte de los Gentiles en el Reino mesiánico; y enseñar una doctrina: la salvación es ofrecida por Jesús a todos los hombres sin excepción. En el Antiguo Testamento, la Alianza de Dios con su pueblo es a menudo representada con la imagen de un matrimonio místico, o sea, con un contrato que conlleva mutuo amor y recíproca fidelidad. Dios no abandona si antes no es abandonado y, como los Judíos, en su mayor parte salvo una pequeña reliquia, Lo abandonaron, fueron abandonados por Él. […]. Rechazar una invitación de un rey a un banquete, además nupcial, era considerado entonces una injuria gravísima, más aún, un acto de insubordinación; acogerla, en cambio, un obligado gesto de respeto y de sumisión. […]. El castigo infligido por el rey no se presenta inverosímil, a pesar de la crueldad manifiesta de su aplicación concreta al pueblo judío y sobre todo al castigo que se abatiría sobre él con la destrucción de Jerusalén. […]. El castigo querido por el rey es seguido de otra decisión suya, que puede considerarse a su manera una represalia contra todos los invitados descorteses: que ellos queden excluidos para siempre del banquete y que sus sitios sean ocupados por otros, sean quienes sean, con tal que acojan la invitación. […]. La doctrina de esta parábola es la misma de la parábola precedente. Ante todo, en la una y en la otra, los invitados al banquete son judíos que no sólo no acogen la invitación, sino que llegan a insultar, a golpear e incluso a matar a aquellos que Dios les ha enviado para invitarles, precisamente como los judíos habían hecho con el Bautista y como harán con Jesús mismo y con los Apóstoles. […]. Como podría parecer que todos los invitados sin excepción debieran considerarse excluidos del banquete mesiánico, Jesús precisa que esta exclusión no es para nada absoluta y universal en relación a ellos. El sentido de la sentencia, por tanto, viene a ser este: Muchos, en efecto, son los llamados, es decir, todo el pueblo judío, que fue repetidamente invitado por los Profetas, por el Bautista y finalmente por Jesús mismo y por los Apóstoles; pero pocos los elegidos, es decir, aquellos pocos judíos que respondieron a la llamada. Es esto lo que enseña San Pablo en su Epístola a los Romanos (XI, 5 ss.), que parece un auténtico comentario a estas palabras de Cristo” (Commento al Vangelo secondo Matteo, cit., pp. 319-324).

Los Padres

Los Padres de la Iglesia comentan de este modo: “Jesús responde a los fariseos, que le preguntaban a quién se confiaría la viña, o sea, el Reino de Dios” (San Juan Crisóstomo, In Matth. hom. 70), que “el banquete de bodas representa a la Iglesia de Dios sobre la tierra” (San Agustín, De cons. evang. II, 71) y “el Cielo eterno de los bienaventurados” (San Gregorio Magno, In Evang. hom. 36 vel 38). El rey es “Dios Padre” (Orígenes, In Evang. tract. 20), su hijo “es Dios Hijo o Jesucristo” (Orígenes, ut supra). Los siervos enviados en primer lugar son “Moisés y los Profetas del Antiguo Testamento” (San Jerónimo, Comm. in Matth.), los primeros invitados “que creyeron y actuaron bien” (Orígenes, ut supra) son “el pueblo elegido o Israel de la Antigua Alianza” (San Juan Crisóstomo, ut supra). Los segundos siervos enviados a invitar al banquete son “los Apóstoles de la Nueva Alianza” (San Jerónimo, ut supra), los cuales son mandados “por Dios primero a las ovejas perdidas de Israel y sólo más tarde a los Gentiles” (San Juan Crisóstomo, Super Matth. Op. imperf., hom. 41). A pesar del “rechazo de Israel a participar en el banquete, o sea, en la fiesta por la Resurrección de Jesús, Dios renueva la invitación, una vez más, a los judíos” (San Gregorio Magno, ut supra) a entrar en la Iglesia de Cristo, y así, “por medio de la gracia y los sacramentos, especialmente el banquete eucarístico” (San Jerónimo, ut supra), “participar del Reino de los Cielos” (San Gregorio Magno y San Juan Crisóstomo, ut supra). Pero ellos (Israel), rechazan también la invitación de los Apóstoles, tras haber rechazado la de Moisés y de los Profetas y haber matado al Hijo de Dios. Más aún, “algunos no sólo rechazan la gracia de Cristo y de la Iglesia, sino que incluso hieren y matan a los Apóstoles” (San Jerónimo, ut supra y San Juan Crisóstomo, ut supra). Pues bien, el rey (Dios Padre), oyendo esto, “se indignó” (San Juan Crisóstomo, ut supra) y “envió a su ejército, o sea, el ejército de Vespasiano y Tito en el 70 después de Cristo” (San Jerónimo, ut supra) y “a los Ángeles, ministros de Dios, al final del mundo” (San Gregorio Magno, ut supra) para dispersar a los homicidas o deicidas en la Diáspora entre las Gentes” (San Gregorio Magno, ut supra) y a “destruir Jerusalén” (San Jerónimo, ut supra). Sólo “tras el rechazo de Israel” (San Juan Crisóstomo, ut supra), Dios “manda a sus Apóstoles, salidos de Jerusalén y de Judea, a las Gentes” (San Jerónimo, ut supra), e invita “a todos, buenos y malos, justos y pecadores, a entrar en la Iglesia y después en el Cielo, a condición de cambiar de vida y convertirse a Cristo” (San Juan Crisóstomo, ut supra). El banquete (la Iglesia de la Nueva Alianza de Cristo) se llenó, “pero antes de que se sentaran los comensales, o sea, de que entraran al Cielo definitivamente” (Orígenes, ut supra), el rey (Dios) va a inspeccionar “el estado de gracia de los comensales, en el Juicio particular y después universal” (San Juan Crisóstomo, ut supra). Pues bien, uno no llevaba “el vestido nupcial, o sea, la gracia santificante, al no haber cambiado de vida con las buenas obras” (San Gregorio Magno); “tenía la fe pero sin la caridad” (San Agustín, ut supra). El rey “lo reprende, diciéndole: ¿Cómo no te da vergüenza? (San Jerónimo, ut supra). Éste “se quedó callado; no puede excusarse el pecador impenitente ante Dios juez” (San Jerónimo, ut supra). Entonces, el rey dijo: Atadlo de pies y manos y echadlo fuera “de la luz del banquete celestial (San Gregorio Magno, ut supra), a las tinieblas “de la oscuridad de la condenación eterna” (San Gregorio Magno, ut supra).

Por tanto, incluso después del deicidio, Dios envía a sus Apóstoles en primer lugar a Israel y, sólo después de su obstinación contra la Iglesia naciente, los manda a los Paganos. Sin embargo, si todos son ‘llamados’ a entrar en la Iglesia, no todos son ‘elegidos’, porque no responden con las buenas obras o la caridad sobrenatural, que informa y vivifica la fe, a la gracia de Dios. Está claro que Israel es desposeído del reino de Dios en esta tierra y remplazado por los paganos, que se convertirán en masa a Cristo, no sólo con la fe, sino también con la práctica de las virtudes. La teología de la sustitución está, por tanto, divina y formalmente revelada y enseñada infaliblemente por el consenso común de los Padres de la Iglesia.

En la próxima parte veremos cómo Santo Tomás de Aquino, comentando la Epístola a los Romanos de San Pablo (IX, 5 ss.; XI, 1 ss.) explica la reprobación de Israel de la que habla el Evangelio de San Mateo en los capítulos XXI y XXII.

(continuará)

Thomas

(Traducido por Marianus el eremita/Adelante la Fe)


[i]     G. Ricciotti, Vita di Gesù Cristo, Milano, Mondadori, 5ª ed., 1974, 2º vol., pp. 570-571.

[ii]    G. Ricciotti, Vita di Gesù Cristo, Milano, Mondadori, 5ª de., 1974, 2º vol., p. 573.

[iii]   Ibidem, p. 574.

[iv]    Ivi, p. 575.

[v]     F. Prat, Gesù Cristo, Firenze, LEF, 1945, 2º vol., p. 234.

[vi]    S. del Páramo, Vangelo secondo Matteo, Roma, Città Nuova, 1970, p. 323.

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Mateo 5,37: "Que vuestro modo de hablar sea sí sí no no, porque todo lo demás viene del maligno". Artículos del quincenal italiano sí sí no no, publicación pionera antimodernista italiana muy conocida en círculos vaticanos. Por política editorial no se permiten comentarios y los artículos van bajo pseudónimo: "No mires quién lo dice, sino atiende a lo que dice" (Kempis, imitación de Cristo)

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