Con la soga al cuello

Hace tan solo cuatro días, estaba visitando a uno de mis enfermos, cuando la persona que le cuida me dice:

—¿Sabe usted que Fulanico se ha muerto esta mañana de repente?

Fulanico era una persona bien conocida por mí. No llegaba a los cincuenta. Había estado casado por la Iglesia y había tenido varios hijos. Al poco tiempo se separó de su mujer y se hizo con otro compromiso. La nueva mujer había sido, hasta que le conoció a él, lectora y catequista de su parroquia.

Parece ser, según cuentan las lenguas, que Fulanico había ido al campo a llevar a unos trabajadores, cuando de vuelta, se sintió indispuesto mientras conducía. Se bajó del coche y junto a una rueda se lo encontraron muerto. Esta persona había decidido vivir al margen de Dios. Según las gentes, no era malo; pero a decir verdad, yo nunca lo vi por la Iglesia, salvo cuando su hijo pequeño hizo la primera comunión.

Hace dos semanas me entero de la muerte de un feligrés mío, una mujer joven que padecía cáncer. En varias ocasiones le había visitado en la casa intentando hacerle ver la grave situación moral en la que se encontraba; situación a la que había que poner remedio cuanto antes, pues la enfermedad estaba muy avanzada. Ante mis insistencias, ella siempre me dijo:

—Padre, no estoy preparada.

—Mire que su proceso está muy avanzado.

A lo que ella me dijo:

—Lo siento, Padre, pero no me sale rezar.

Un mes antes de su muerte, fui a verla al hospital y su corazón seguía duro como la piedra.

—Mire que dentro de poco se va a encontrar con Dios y su vida ha estado muy alejada siempre de Dios.

Lo único que le pude sacar fue la promesa de que se confesaría y recibiría los sacramentos antes de morirse.

Una semana después de muerta, su madre se me acercó para pedirme una Misa por su eterno descanso. Yo, con bastante miedo le pregunté:

—¿Sabe si su hija se confesó y recibió la Unción?

A lo que ella me respondió:

—Si Padre. Dos días antes de morir vino el sacerdote, la confesó, le dio la Unción y el Viático.

Hace dos meses se me acercó una joven, que había sido catequista en una de mis parroquias, con un bebé a cuestas.

—¡Hola Pepita! ¿Qué es de tu vida?

—Pues mire, Padre Lucas, que vengo a ver si me bautiza a mi hijo.

—¿Estás casada? –Le pregunté.

—No. No estoy casada y de momento no tengo planes de hacerlo. Quizás en un futuro.

Yo me di cuenta que de la Pepita que yo había conocido, cuando era mi catequista, ya no quedaba nada. Había sido tragada por el mundo.

Situaciones como estas les podría contar miles a lo largo de mis treinta y tres años de sacerdocio; y mi pregunta es la siguiente: ¿Cómo se puede vivir tan tranquilo con la soga al cuello si uno no sabe si hoy mismo tendrá que presentarse ante el Altísimo?

Yo estoy harto de predicar sobre todo esto. Sin ir más lejos, la semana pasada, hablando de la Transfiguración del Señor, aproveché para hablar del cielo, del infierno y de estar preparados para nuestro encuentro con Dios. ¿Creen ustedes que alguien escuchó esas palabras?

La situación moral en la que se encuentra la gran mayoría de los católicos es de pecado mortal, aunque ellos no lo quieran reconocer. Y además se pasan en pecado mortal gran parte de sus vidas.

Ustedes me dirán:

—¡Padre es usted muy exagerado!

Lo siento pero no soy exagerado en absoluto. Según estadísticas oficiales de los obispados, menos del 10% de los católicos asisten semanalmente a Misa; menos del 10% de los católicos se confiesan una vez al año. Todas estas personas ya están en pecado mortal. Y en esa situación se quedarán si no ponen remedio. Si están esperando al momento final de su vida para convertirse y confesarse, lo más seguro es que no tengan oportunidad. Según experiencia propia menos del 5% de las personas que mueren han recibido los sacramentos. Cuando una persona mayor se enferma y agrava, rápidamente es conducida al hospital, pero allí, a no ser que la familia lo llame, no acude ningún sacerdote. La persona muere a los varios días sin haber recibido los sacramentos; y dado que era una persona que normalmente vivía en estado de pecado mortal, se va directamente al infierno.

Muchas personas, se han acostumbrado a ir con la soga al cuello y no se dan cuenta de la grave situación moral en la que se encuentran. No sólo por el tremendo castigo del infierno que les espera a la gran mayoría, sino también porque se privan de la alegría más grande que se puede tener en la tierra: la de ser amigos de Dios.

Me cuesta entender cómo algunos sacerdotes y obispos pueden celebrar la Santa Misa estando su alma en pecado grave. Me cuesta entender cómo muchos obispos se niegan a permitir que en sus diócesis se celebre la Misa Tridentina y en cambio no levantan la más mínima queja antes las concentraciones pro-aborto y a favor de los movimientos homosexuales. Como sacerdote, me alegro grandemente cuando una persona se convierte gracias a Dios y a la ayuda que yo le pueda prestar; pero me horroriza pensar que una persona se condenara por mi culpa, pues yo iría detrás de él.

Yo no soy un sacerdote santo, pero intento ser coherente y fiel a mi sacerdocio. Cuando en alguna ocasión le he faltado a Dios, intento cuanto antes acercarme a la Confesión, y no dejo que pase un día antes de recuperar el estado de gracia. Sí, tengo miedo al infierno; aunque más miedo le tengo quedarme sin mi Amado, sin mi Dios, aquél a quien hace ya muchos años prometí entregarle mi corazón y mi vida.

La verdad es que me cuesta mucho entender a esa masa ingente de católicos que llevan la soga al cuello las veinticuatro horas al día, durante años y años, y no hacen nada para recuperar la libertad y la gracia.

Padre Lucas Prados

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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