Decíamos en el artículo anterior, que el Matrimonio no fue instituido por los hombres, sino por Dios (Gen 1 y 2; DS 3700). El Matrimonio, como institución natural, es de origen divino. Dios creó a los hombres varón y hembra (Gen 1:27) y depositó en la misma naturaleza humana el instinto de procreación. Dios bendijo a la primera pareja humana y les dijo que se multiplicasen: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra” (Gen 1:28).
A raíz del Pecado Original, la naturaleza humana quedó dañada y la concupiscencia se encargó de oscurecer los preceptos divinos y endurecer el corazón del hombre. Poco tiempo después vemos cómo los hombres fueron adquiriendo malas costumbres: poligamia, divorcio…
El Pueblo Elegido, movido por los profetas, y principalmente después del Exilio Babilónico, fue redescubriendo la monogamia y la fidelidad matrimonial.
Es Cristo quien devuelve la institución matrimonial a las propiedades que tenía en su origen (unidad e indisolubilidad); y además, lo eleva al grado de sacramento para los bautizados.
1.- El Matrimonio desde el fin de la época apostólica hasta nuestros días
Pronto, las sectas gnóstico-maniqueas de la Antigüedad y de la Edad Media negaron el origen divino del Matrimonio. Partiendo de la doctrina dualista según la cual la materia es la sede del mal, rechazaron el Matrimonio calificándolo de fuente de mal.
Los Santos Padres, de modo especial, San Agustín, aprovecharon esa circunstancia para dar una doctrina clara y profunda sobre el Matrimonio. Es San Agustín (s. V) quien defiende la enseñanza de la Iglesia frente a la doctrina de los maniqueos[1], Joviniano[2] y los pelagianos[3] en el área del Matrimonio. San Agustín, asimila, resume y expresa las enseñanzas de la tradición patrística anterior a él y su síntesis tuvo la máxima importancia e influjo hasta el s. XVI; e incluso hasta nuestros días. Es también original de él su enseñanza sobre los tres bienes del Matrimonio: la prole, la fidelidad y la sacramentalidad.
El Magisterio de la Iglesia, en sucesivos concilios y documentos, irá precisando toda la doctrina en torno al Matrimonio, saliendo así al paso de los numerosos errores y herejías. De entre ellos destaquemos sólo algunos de ellos: Concilio II de Letrán (a. 1139)(DS 718); Concilio (particular) de Verona (a. 1184)(DS 761); Concilio II de Lyón (a. 1274)(DS 860), Concilio de Trento (DS 1813-1816) y posteriores concilios y documentos papales.
La legislación actual de la Iglesia sobre el Matrimonio está recogida en el Código de Derecho canónico (a. 1983) (todo el Título VII, cc. 1055-1165) y que iremos desgranando en los siguientes artículos.
2.- El Matrimonio como contrato e institución natural
El Matrimonio es una sociedad que se constituye por la unión marital del hombre y de la mujer, contraída entre personas legítimas, y que lleva a mantener una íntima costumbre de vida, permanente y monógama.
El carácter de sociedad propio del Matrimonio como institución natural es uno de los rasgos esenciales que lo constituyen; y, como toda sociedad, está dotado de características y fines propios que lo configuran y especifican de tal manera que, si éstos faltasen, dejaría de tener sentido hablar de semejante sociedad. Esas características esenciales son: la unión permanente entre un hombre y una mujer ordenada a unos fines comunes; procreación y educación de los hijos en primer lugar y, secundariamente, a la ayuda mutua y remedio de la concupiscencia.
Todo ello es consecuencia de un libre pacto por el que ambos cónyuges hacen mutua donación del derecho sobre el propio cuerpo en orden a los actos requeridos para procrear. Donde falten esos elementos esenciales no podrá hablarse de verdadero Matrimonio (natural).
Es posible distinguir así en el Matrimonio, como institución natural, las relaciones específicas que surgen entre marido y mujer (sociedad o comunidad conyugal), y el pacto que da lugar al nacimiento de esas relaciones. El pacto o contrato es propiamente causa del vínculo, de la unión, y recibe el nombre de Matrimonio in fieri, reservándose para el vínculo la denominación de Matrimonio in facto. El pacto lo hacen los esposos a través de su “SÍ” y el vínculo lo crea Dios cuando recibe el sí de los esposos.
Según nos enseña Santo Tomás de Aquino, la esencia del Matrimonio reside en el vínculo que nace al prestar los cónyuges el mutuo y libre consentimiento[4]. Éste ha de realizarse con unas características propias, de tal forma que sólo así los actos a los que se ordena serán moralmente lícitos.
El Matrimonio como institución natural implica un convenio específico entre un hombre y una mujer, que «lo hace totalmente diverso no sólo de los ayuntamientos animales realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo vínculo verdadero y honesto de las voluntades y están destituidas de todo derecho a la convivencia doméstica»[5] . El Matrimonio se especifica, pues, por la absoluta unidad del vínculo, contraído por libre voluntad, de modo indisoluble, y ordenado a la procreación.
De ahí, por tanto, que como institución natural pueda hablarse de verdadero Matrimonio cuando concurren las características mencionadas y que se considere legítimo y verdadero Matrimonio el contraído también entre infieles (no bautizados), siempre que se salven las propiedades esenciales del mismo.[6]
Cada Matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un hombre determinado y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de otro esposo… Esta libertad, sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieran o no contraer Matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza del Matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte que, una vez se ha contraído, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales.
En la Encíclica Casti connubii (a. 1930) de Pío XI se dice:
«El Matrimonio tiene solamente lugar a través del libre consentimiento de ambos contrayentes». Objeto de esta unión de voluntades, que «no puede ser sustituida por ningún poder humano», es, con todo, solamente esto: «que los contrayentes quieran o no contraer realmente Matrimonio, y, a decir verdad, con una determinada persona». Por otra parte, la naturaleza del Matrimonio «está completamente sustraída al capricho de los contrayentes, de modo que quien haya contraído una vez Matrimonio se someta a las leyes divinas y a la naturaleza intrínseca del mismo» (Cfr. DS 3700).
Mientras otros contratos están sujetos al libre convenio de los contrayentes, el contrato matrimonial está determinado en su contenido por su misma naturaleza, es decir, por Dios mismo. La celebración del Matrimonio en la forma contractual de modo que cree una obligación ante Dios y ante los hombres es una exigencia del orden social y, al mismo tiempo, una manifestación del amor conyugal, que se expresa a través del juramento santo como unidad, indisolubilidad y exclusividad.
2.1 Desviaciones del Matrimonio natural y respuesta del Magisterio
Las normas propias constitutivas de la institución matrimonial y, por tanto, su origen, como el de todo el orden natural, sólo cabe encontrarlo en Dios. Toda concepción positivista a este respecto es arena movediza, por carecer del fundamento apropiado: sería un contrasentido establecer unos principios primeros (origen del Matrimonio en usos sociales, consecuencia del evolucionismo, etc.), haciendo violencia a la realidad previa de la condición de criatura propia del hombre (exigencias naturales dimanantes de su estructura ontológica y, por tanto, del orden querido por Dios). Incluso desde un punto de vista histórico, primero es el hombre y, en función de él, la familia y la sociedad.
Previamente hemos visto las primeras reacciones de los Santos Padres y de la Escolástica frente a aquellas “filosofías” y “teologías” que negaban las propiedades esenciales del Matrimonio. Veamos ahora lo que ocurrió a partir del s. XVII
El liberalismo individualista de fines del s. XVII empezó a disentir enérgicamente del convencimiento, general en todos los pueblos y en todos los tiempos, de que existen instituciones sociales de naturaleza anterior al convenio humano.
El Dictionnaire philosophique, fundado por Voltaire (s. XVIII), de mentalidad racionalista y masónica, designó el Matrimonio como «un simple contrato entre ciudadanos» que podía ser en todo tiempo disuelto, sin que necesitase de otro motivo que el de la expresa voluntad de los esposos.
Igualmente el decreto de la Revolución francesa de 20 sept. 1792 dio una interpretación individualista del Matrimonio: «Un lazo indisoluble» destruye «la libertad individual»; por lo mismo, se le concede al esposo la declaración de divorcio, aduciendo como motivo exclusivo la falta de la armonía de intereses característica del Matrimonio. Durante largo tiempo se quiso suprimir el código jurídico de la Revolución francesa de 1789 al 1804 por tratarse de «un derecho de transición, de corta vida»; pero sus efectos se dejan notar de modo manifiesto en el derecho matrimonial hasta nuestros días.
Aun cuando el individualismo liberal despojó al Matrimonio de sus propiedades esenciales, tuvo que confesar que las relaciones entre el hombre y la mujer no podían dejarse al puro capricho. Así se comprende que el Estado exigiera para sí la prerrogativa sobre el Matrimonio y la familia y la facultad de fijar el derecho matrimonial y someterlo a sus leyes.
Es digno de notar que el emperador de la casa de Augsburgo, José II (s. XVIII), bajo el influjo del Enciclopedismo, declarara en el decreto oficial sobre el Matrimonio de 16 enero 1783 que «el Matrimonio debía considerarse como contrato civil» y «que recibía su naturaleza, valor jurídico y finalidad, única y exclusivamente de nuestras leyes nacionales». Esta concepción encontró cada vez más amplia difusión en los siglos XIX y XX.
El Magisterio de la Iglesia siempre mantuvo su posición original frente a todo intento de relativizar el Matrimonio o de entregar al poder estatal parte alguna esencial del mismo. León XIII escribió en la Encíclica Rerum novarum (n. 9):
«Ninguna ley humana puede limitar la finalidad principal del Matrimonio, que fue fijada por la autoridad de Dios al principio de la historia del género humano»; el Matrimonio «es anterior al Estado; por ello tiene determinados y peculiares derechos y obligaciones que no dependen en nada del Estado»
Muchas personas, en la sociedad industrializada, quieren colocar su anhelo de felicidad individual y subjetiva sin tener en cuenta el orden querido por Dios. Sobre todo, la indisolubilidad del Matrimonio es, para muchos, piedra de escándalo. René Savatier escribe, con razón, que el divorcio, del cual se prometía «la mitigación de los sufrimientos del Matrimonio, produjo, por el contrario, un aumento de esas amarguras»; todo divorcio «es la dolorosa bancarrota de todo un capital de sueños apasionadamente queridos». Y Joseph Bernhart añade: “La retirada deja a las partes interesadas como objetos usados y no como hombres íntegros”. Tendría consecuencias insospechables capitular ante la conducta de una gran parte de la población y convertir la opinión y las circunstancias mudables en norma última de virtud.
La jurisprudencia debe partir de que «los preceptos que fijan y garantizan fundamentalmente las relaciones sexuales y la vida comunitaria de marido y mujer -y a través de ellas, y simultáneamente, garantizan el orden debido en el Matrimonio, y últimamente el orden social- son normas derivadas de la ley natural y no simples leyes convencionales sometidas al cambiante capricho de algunos grupos sociales»
En la actualidad, se suelen organizar encuestas en los Estados Unidos y en Europa para conocer la opinión de la gente en el terreno matrimonial, sexual, con el fin de poner como norma de conducta el “se piensa”, y llegar así a un relativismo sociológico, moral y legal. Con ello, se intenta elevar a la categoría de norma moral el comportamiento medio del hombre.
Ante todo lo dicho, debemos concluir que hay tres características esenciales para la validez del Matrimonio y que, por lo mismo, deben ser incluidas en «SÍ” de los esposos:
- la ordenación a la procreación de nuevas vidas;
- la dualidad de hombre y mujer;
- y la indisolubilidad.
En el caso de que las leyes civiles determinen otra cosa, valen para los cristianos las palabras de S. Juan Crisóstomo:
«No me cites las leyes que han sido dictadas por los de afuera… Dios no nos juzgará en el día del juicio por aquellas leyes, sino por las leyes que El mismo ha dado».[7]
3.- Sacramentalidad del Matrimonio
La institución natural fue elevada por Cristo a la dignidad de sacramento, sin que sus elementos básicos se modificaran. «Cristo Señor elevó el Matrimonio a la dignidad de sacramento, y juntamente hizo que los cónyuges, protegidos y defendidos por la gracia celestial que los méritos de Él produjeron, alcanzasen la santidad en el mismo Matrimonio»[8].
Permanecen, pues, intactos los principios esenciales que convienen al Matrimonio como institución natural, pero el carácter sacramental del Matrimonio cristiano eleva, en virtud de la gracia, la misma institución confiriendo a los esposos esa ayuda sobrenatural en orden a la santidad dentro de su nuevo estado
Cristo restauró el Matrimonio instituido y bendecido por Dios haciendo que recobrase su primitivo ideal de unidad e indisolubilidad (Mt 19:3 ss) y elevándolo a la dignidad de sacramento.
Contra los Reformadores que negaban la sacramentalidad del Matrimonio considerándolo como cosa exterior y mundana (Lutero), el concilio de Trento hizo la siguiente declaración:
“Si quis dixerit matrimonium non esse vere et proprie unum ex septem Legis evangelicae sacramentis, a Christo Domino institutum, sed ab hominibus in Ecclesia inventum, neque gratiam conferre. Anatema sit” (DS 1801).[9]
Hagamos un resumen o compendio de la doctrina de la sacramentalidad del Matrimonio para los bautizados.
- Todo cuanto integra el Matrimonio se encuentra radicalmente potenciado por la gracia, que perfecciona el amor natural entre los esposos, confirma su indisoluble unidad y los santifica[10].
- Por voluntad de Cristo, el mismo consentimiento conyugal entre los fieles ha sido constituido signo de la gracia y de ahí que «la razón de sacramento se une tan íntimamente con el Matrimonio, que no puede darse Matrimonio verdadero alguno entre bautizados sin que sea, por el mero hecho, sacramento«.[11]
- El Matrimonio cristiano es sacramentum magnum (Ef 5:32), por los efectos y exigencias sobrenaturales que entraña, y por significar de modo particular la perfectísima e indisoluble unión entre Cristo y su Iglesia[12].
- Por eso, si un bautizado se casara excluyendo el sacramento, es decir, contrajese solamente el llamado Matrimonio civil, tal unión no sería sino un concubinato. De ahí que la Iglesia haya reprobado siempre, entre los bautizados, ese tipo de unión:
«Ningún católico ignora o puede ignorar que el Matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, instituido por Cristo Señor y que, por tanto…, cualquier otra unión de hombre y mujer entre cristianos, fuera del sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil, en cuya virtud está hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato…; y, por tanto, el sacramento no puede separarse nunca del contrato conyugal»[13]
- Sin embargo, donde está vigente el Matrimonio civil obligatorio, los bautizados pueden celebrarlo, sabiendo que no hacen otra cosa sino cumplir una ceremonia puramente legal, de orden civil. Deben recibir antes el sacramento, por el que contraen el Matrimonio; si por imposibilidad de hacerlo de otro modo, celebraran antes la ceremonia civil, no pueden cohabitar hasta que contraigan Matrimonio por la Iglesia, porque, evidentemente, hasta ese momento no son verdaderos cónyuges.[14]
4.- Potestad de la Iglesia sobre el Matrimonio
Frente a lo que afirmaba el Decreto de la Revolución francesa (el Estado exija para sí la prerrogativa sobre el Matrimonio y la familia y la facultad de fijar el derecho matrimonial y someterlo a sus leyes), la Iglesia afirma que posee derecho propio y exclusivo para legislar y juzgar en todas las cuestiones relativas al Matrimonio de los bautizados, en cuanto éstas conciernan al sacramento (CIC 1059).
- Los comienzos de una legislación eclesiástica propia sobre el Matrimonio los tenemos ya en el apóstol San Pablo (1 Cor 7).
- Desde el siglo IV algunos sínodos eclesiásticos establecen impedimentos dirimentes del Matrimonio: los sínodos de Elvira (disparidad de religión), de Neocesarea (afinidad) y el Trulano (parentesco espiritual).
- Los emperadores cristianos reclamaron para sí el derecho de legislar sobre el Matrimonio, pero tenían en cuenta en cierto modo la mente de la Iglesia. El derecho al divorcio estaba restringido, pero, no obstante, seguía ampliamente en vigor no sólo de una manera teórica, sino también efectiva.
- En la Alta Edad Media se fue imponiendo poco a poco la exclusiva competencia de la Iglesia en la legislación y jurisdicción matrimonial, a través de una tenaz lucha contra mentalidades ajenas al cristianismo. El fin de este proceso evolutivo lo marca el Decreto de Graciano (a. 1140).
- El concilio de Trento definió, contra los Reformadores, que la Iglesia tenía el derecho de ampliar los impedimentos de consanguinidad y afinidad enumerados en Lev 18:6 ss, y de fijar otros impedimentos dirimentes, de dispensar de algunos (en cuanto no sean de derecho natural o derecho divino positivo) y de entender en las causas matrimoniales.
- Sobre el canon 12 del concilio de Trento (DS 1812), el papa Pío VI dio interpretación auténtica asegurando que todas las causas matrimoniales de los bautizados son de la competencia exclusiva del tribunal eclesiástico, porque el Matrimonio cristiano es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza y su administración corresponde exclusivamente a la Iglesia.
- El mismo papa Pío VI condenó como herética la afirmación del sínodo de Pistoya (a. 1786) según la cual la Iglesia no tendría poder por derecho propio, sino únicamente en virtud de un derecho recibido de la autoridad civil para establecer impedimentos dirimentes, ni para dispensar de ellos (DS 2659).
5.- Competencia del Estado sobre el Matrimonio
El Estado tiene competencia para determinar los efectos puramente civiles que se siguen del contrato matrimonial (tales son los derechos de apellido y rango, los matrimoniales sobre los bienes de los esposos, los hereditarios) y para dirimir todos los litigios que surjan sobre los mismos (CIC 1059).
Cuando la legislación y la jurisdicción civil se entrometen en el campo de la Iglesia, ésta tiene derecho a no reconocerlas. Ella no considera el enlace civil como verdadero contrato matrimonial, sino como mera formalidad legal.
Las autoridades civiles no tienen potestad para aprobar una ley que admita el divorcio (aunque sea un Matrimonio meramente civil; incluso entre “infieles”); pues si el Matrimonio fue verdadero (ya sea entre bautizados o ya entre infieles), sólo Dios tiene potestad para disolverlo; y es su voluntad declarada en las Escrituras, que el Matrimonio como tal, sea de suyo uno e indisoluble. Y como luego nos dirá en el Génesis: “lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe”. Los tribunales civiles sólo podrían declarar, en el caso de Matrimonio entre infieles, que el Matrimonio fue nulo; pero en ningún momento romper lo que estaba unido por Dios.
Padre Lucas Prados
[1] San Agustín, Contra Faustum Maniquaeum, PL 42,207 ss.
[2] San Agustín, De bono coniugali: PL 40,373 ss.; De sancta virginitate: PL 40,397; Retractationes, PL 32,583 ss.; Opus imperfectum contra Iulianum, PL 45,1090.
[3] San Agustín, Contra duas Epistulas Pelagianorum, PL 44,606; De peccato originali, PL 44,404.
[4] S. Tomás de Aquino, Summa Theologica, Supl. q. 44, a. 2.
[5] Pío XI, Encíclica Casti connubii, (a. 1930), DS 3700.
[6] cfr. Inocencio III Carta Quanto te magis, 1 mayo 1199: DS 769.
[7] San Juan Crisóstomo, Aclaración a la Carta a los Corintos 7,39 ss.
[8] León XIII, Encíclica Arcanum, (a. 1880): DS 3142
[9] 1801 1 Can. 1. Si alguno dijere que el Matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los
siete sacramentos de la Ley del Evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los
hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema
[10] cfr. Pío XI, Encíclica Casti connubii, DS 3713.
[11] Pío XI, Encíclica Casti connubii, DS 3713; cfr. León XIII, Encíclica Arcanum, DS 3145.
[12] cfr. Concilio de Florencia, Decreto Pro armeniis, (a. 1439), DS 1327.
[13] Pío IX, Alocución Acerbissimum, (a. 1852), DS 1640; cfr. Pío IX, Syllabus, (a. 1864), DS 2973.
[14] cfr. Instrucción de la Sagrada Penitenciaría, 15 en. 1866.