Es bien conocido el relato evangélico de la tempestad que aplacó el Señor en el lago Tiberiades: «Tunc surgens imperavit ventis et mari» (Mat. 8, 26). Cuando los papas residían en Aviñón, Giotto pintó la escena de la atribulada barca de San Pedro en un célebre mosaico que originalmente se encontraba en el pórtico de la primitiva basílica de San Pedro y actualmente puede contemplarse en el atrio de la nueva.
En la Cuaresma de 1380, Santa Catalina de Siena hizo el voto de acudir todas las mañanas a San Pedro para rezar ante la imagen mencionada. Un día, el 29 de enero de 1380, hacia la hora de vísperas, estando ensimismada en oración, tuvo una visión de Jesús que salía del mosaico y le colocaba sobre los hombros la navecilla de la Iglesia. Agobiada por semejante peso, la santa cayó inconsciente al suelo. Esa fue la última visita que hizo a la basílica la santa, que siempre había exhortado al Sumo Pontífice a guiar intrépidamente la nave de la Iglesia.
A lo largo de dos milenios de historia, la mística Barca de la Iglesia ha capeado los vendavales y tempestades que la han azotado.
Durante los tres primeros siglos, la Iglesia fue objeto de implacables persecuciones por parte del Imperio Romano. Entre San Pedro y el papa Melquíades, contemporáneo del emperador Constantino, hubo treinta y tres pontífices. Todos ellos fueron canonizados menos un par que sufrieron el exilio; los treinta restantes murieron como mártires.
En el año 313 Constantino el Grande otorgó libertad a la Iglesia y a los cristianos, que una vez fuera de las catacumbas comenzaron a echar los cimientos de una nueva sociedad cristiana. Pero el siglo IV, el del triunfo y la libertad de la Iglesia, fue también el siglo de la terrible crisis arriana.
Ya en el siglo V, el Imperio Romano se hundió y la Iglesia tuvo que hacer frente por sí sola a las invasiones, primero de loa bárbaros y más tarde del islam, que a partir del siglo VIII anegó los territorios cristianos de África y Asia Menor, que desde entonces no han sido devueltos a la verdadera fe.
En los siglos transcurridos entre Constantino y Carlomagno hubo sesenta y dos papas. Entre ellos se cuentan San León Magno, que se enfrentó solo a Atila, el azote de Dios; San Gregorio Magno, que esforzadamente combatió a los lombardos; San Martín I, desterrado en cadenas al Quersoneso, y San Gregorio III, que vivió en peligro continuo de muerte, acosado por los emperadores de Bizancio. Ahora bien, entre tan ardorosos defensores de la Iglesia, también encontramos a papas como Liberio, Vigilio y Honorio, que titubearon en la fe. Honorio en particular fue condenado por hereje por su sucesor San León II.
Carlomagno restableció el imperio cristiano y fundó la civilización cristiana medieval. Aquella era de la fe no estuvo exenta de males como la simonía, la laxitud moral del clero y rebeliones contra la autoridad de la cátedra de San Pedro por parte de emperadores y reyes cristianos. Tras la muerte de Carlomagno, entre 882 y 1046, hubo cuarenta y cinco papas y antipapas, quince de los cuales fueron depuestos y otros catorce encarcelados, exilados o asesinados. Los pontífices medievales conocieron contiendas y persecuciones, desde San Pascual hasta San León IX, concluyendo con San Gregorio VII, el último sucesor medieval de San Pedro canonizado, que murió perseguido y desterrado.
La época medieval alcanzó su apogeo con el pontificado de Inocencio III, pero Santa Lutgarda tuvo una visión en que se le apareció este papa envuelto en llamas y le declaró que estaría en el Purgatorio hasta el Juicio Final por tres graves faltas que había cometido. San Roberto Belarmino comenta al respecto: «Si un pontífice tan digno y que goza de tanta estimación sufre semejante destino, ¿qué pasará con otros eclesiásticos, religiosos y laicos que se mancillen de infidelidad?»
En el siglo XIV, cuando la Sede trasladó a Aviñón y permaneció allí setenta años, la consecuencia fue una crisis tan terrible como la del arrianismo: el Gran Cisma de Occidente, que dividió a la Cristiandad en dos, llegando al final a haber tres pontífices. El problema de la legitimidad canónica no se resolvió hasta 1417.
Siguió una época de aparente tranquilidad: un periodo humanista, que en realidad fue la antesala de una nueva catástrofe: la Reforma Protestante del siglo XVI. Una vez más, la Iglesia reaccionó vigorosamente, pero en los siglos XVII y XVIII se infiltró en su seno la primera herejía que optó por no separarse de la Iglesia y quedarse en ella: el jansenismo.
Tanto la Revolución Francesa como Napoleón trataron de acabar con el Papado, pero no lo consiguieron. Dos pontífices, Pío VI y Pío VII fueron desterrados de Roma y encarcelados. En 1799, cuando falleció Pío VI en Valence, el consejo municipal comunicó la noticia por escrito al Directorio declarando que se había dado sepultura al último papa de la historia.
Desde Bonifacio VIII, el último pontífice medieval, hasta Pío XII, último de la era preconciliar, reinaron 68, de los cuales sólo dos han sido canonizados por la Iglesia hasta la fecha: Pío V y Pío IX. Dos están beatificados: Inocencio XI y Pío IX. Todos tuvieron que soportar violentas tempestades. San Pío V combatió el protestantismo y promovió la Liga Santa contra el islam, logrando la victoria de Lepanto; el beato Inocencio XI combatió el galicanismo y fue el artífice de la liberación de Viena en 1683, que la liberó del asedio turco. El gran pontífice Pío IX resistió valerosamente la Revolución Italiana, que en 1870 le arrebató la Ciudad Santa. San Pío X combatió una nueva herejía: el modernismo, síntesis de todas las herejías, que se había infiltrado en la Iglesia entre los siglos XIX y XX echando hondas raíces.
El Concilio Vaticano II, inaugurado por Juan XXIII y clausurado por Pablo VI, auguraba una nueva era de paz y progreso para la Iglesia, pero el postconcilio resultó ser uno de los periodos más dramáticos de la historia de la Iglesia. Benedicto XVI, sirviéndose de una metáfora de San Basilio[1], comparó el postconcilio a un combate naval nocturno en medio de una tempestad. Y ésa es la época que estamos viviendo.
Se podía decir que el relámpago que cayó sobre la cúpula de San Pedro el 11 de febrero de 2013, día en que Benedicto XVI anunció su abdicación, es símbolo de la tempestad en que se ve envuelta la barca del Pescador, así como la vida de todos los hijos de la Iglesia.
La historia de los tormentas soportadas por la Iglesia es la historia de las persecuciones que ha sufrido. Pero también es la historia de los cismas y herejías que desde su fundación han intentado socavar su unidad interna. Los ataques internos siempre han sido más graves y peligrosos que los externos. Los más graves, las dos tempestades más terribles, fueron la herejía de Arrio en el siglo IV y el Gran Cisma de Occidente en el XIV.
En el primer caso, el pueblo católico no sabía dónde estaba la fe verdadera, porque los obispos estaban divididos entre arrianos, semiarrianos y antiarrianos, y los papas no se sabían expresar con claridad. Fue entonces cuando San Jerónimo acuñó aquella célebre frase según la cual el mundo entero despertó y descubrió espantado que se había vuelto arriano [2].
En el segundo, el pueblo católico ignoraba cuál era el verdadero pontífice, porque cardenales, prelados, teólogos, reyes y hasta santos seguían a diferentes papas. No se trató de una herejía, ya que nadie negaba el primado petrino, pero dos y hasta tres papas se disputaban la dirección de la Iglesia, y se encontraban por tanto en la situación de división eclesiástica que en teología se conoce con el nombre de cisma.
La crisis modernista corría el riesgo de ser peor que las dos anteriores, pero no estalló con toda su virulencia porque San Pío X la había sofocado parcialmente. Desapareció por algunas décadas, pero resurgió con fuerza durante el Concilio Vaticano II. Este concilio –último de la Iglesia–, celebrado entre 1962 y 1965, optó por ser pastoral, pero el carácter ambiguo y equívoco de sus textos acarreó catastróficas consecuencias pastorales.
Fruto directo del Concilio Vaticano II es la crisis actual, que tiene su origen en la preponderancia de la praxis sobre el dogma preconizada por el Concilio.
El 11 de octubre de 1962, en el discurso inaugural del Concilio, Juan XXIII distinguió entre «el depósitum fidei» o verdades de la fe, y «la manera de formular su expresión» manteniéndolas intactas.
Cada uno de los veinte concilios anteriores había sido pastoral, pues tenían carácter dogmático y normativo además de su dimensión pastoral. En el Vaticano II, la pastoral no fue la simple explicación natural del contenido dogmático expresado de un modo adaptado al tiempo actual; todo lo contrario, lo pastoral se ensalzó como un principio alternativo al dogma. El resultado fue una revolución en el lenguaje y la mentalidad y la transformación de la pastoral en nueva doctrina.
Entre los más fieles seguidores del espíritu del Concilio se encuentra el cardenal alemán Walter Kasper. Y precisamente a él le confió el papa Francisco la labor de redactar el informe preliminar del debate previo al Sínodo en el consistorio de febrero de 2014. El informe se centra en la idea de que lo que tiene que cambiar no es la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, sino la actitud pastoral hacia los divorciados vueltos a casar. La misma fórmula empleó el cardenal Kasper al comentar la exhortación postsinodal de Francisco Amoris Laetitia. Kasper explicó que la exhortación apostólica del Papa no cambia en nada la doctrina de la Iglesia ni el Código de Derecho Canónico, pero lo cambia todo.»[3].
La brújula que marca el rumbo al pontificado de Francisco y la clave para entender su reciente exhortación apostólica se centra en el principio de que es necesario introducir cambios, no en la doctrina, sino en la vida misma de la Iglesia. Sin embargo, para sostener el escaso valor que se da a la doctrina, el Sumo Pontífice presentó un documento de 250 páginas en el que expone una teoría sobre la preponderancia de la pastoral. El pasado 16 de abril, en el vuelo de regreso de Lesbos, aconsejo a los reporteros leer la presentación que hizo monseñor Schönborn de Amoris Laetitia, a quien le había encomendado la interpretación auténtica de la exhortación. En la conferencia de prensa del 8 de abril, cuando presentó el documento, Schönborn definió la exhortación pontificia calificándola de, ante todo «un acontecimiento lingüístico».
Esta fórmula no es nueva; ya la utilizó un compañero de orden de Francisco, el jesuita John O’Malley de la Universidad de Georgetown. En su historia del Concilio O’Malley definió a éste como «un acontecimiento lingüístico»[4], un nuevo modo de expresar las cosas que, según el historiador jesuita, «supuso una ruptura definitiva con concilios anteriores»[5] Decir que fue un acontecimiento lingüístico, –explica O’Malley– no es rebajar la magnitud revolucionaria del Concilio, porque el lenguaje mismo enseña. Los dirigentes del Concilio «(…)entendieron perfectamente que como el Concilio Vaticano II se había declarado un concilio pastoral, era por esa misma razón un concilio didáctico (…). El estilo discursivo del Concilio era un medio, el medio por el que se transmitía el mensaje»[6]
Que se eligiera un estilo lingüístico para comunicarse con el mundo contemporáneo revela una forma de ser y de pensar, y en este sentido es necesario reconocer que el género literario y el estilo pastoral del Concilio no sólo expresan la unidad orgánica del mismo, sino que son el vehículo implícito de una doctrina coherente. «El estilo –recuerda O’Malley–es la máxima expresión del sentido, sólo el sentido; no es un adorno, sino también el instrumento hermenéutico por excelencia»[7].
Esta revolución lingüística no sólo consiste en alterar el sentido de las palabras, sino también en omitir algunos términos y conceptos. Se podrían poner numerosos ejemplos: declarar que el infierno está vacío es con toda seguridad una afirmación temeraria, por no decir herética. Omitir, o limitar como mucho, toda referencia al infierno no expresa una proposición errónea, pero supone una omisión que da lugar al error aún mayor de un infierno vacío: la idea de que no existe el infierno, ya que nadie habla de él. Y como no se hace caso de él, es como si no existiera.
Francisco no ha negado jamás la existencia del infierno, pero en tres años sólo lo ha mencionado un par de veces, de manera muy impropia, y al declarar en Amoris laetitia que «el camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre» (nº 296) da a entender que niega la condenación eterna de los pecadores. ¿Acaso esta ambigüedad no equivale en la práctica a una negación teórica?
En la doctrina no cambia nada, pero en la práctica cambia todo. Ahora bien, si no se quiere negar el principio de causalidad sobre el que se levanta todo el edificio del conocimiento en Occidente, es necesario admitir que todo efecto tiene una causa y cada causa sus consecuencias. La relación causa-efecto es la única entre la teoría y la acción, entre la doctrina y la práctica. Entre los que han entendido esto muy bien se encuentra el obispo dominico de Orán, monseñor Jean-Paul Vesco. En una entrevista concedida a La Vie, declaró que con Amoris Laetitia «no cambia nada en la doctrina de la Iglesia, y sin embargo cambia todo en la relación de la Iglesia con el mundo»[8]. Actualmente –destaca el mitrado de Orán– ningún confesor podrá negar la absolución a quién esté convencido de que la situación irregular en que se encuentra es la única posible, o al menos la mejor posible. Según la nueva moral, las circunstancias y la situaciones concretas diluyen el concepto de mal intrínseco y de pecado público y permanente.
Si los sacerdotes dejan de hablar del pecado público y animan a los adúlteros y convivientes a fin de integrarlos en la comunidad cristiana, sin privarlos del acceso a los Sacramentos, cambia forzosamente también la doctrina junto con la praxis. La norma de la Iglesia era que los divorciados que se han vuelto a casar por la vía civil no pueden recibir la Eucaristía. Por el contrario, Amoris laetitia deja claro que, en algunos casos, los divorciados que han contraído nuevamente nupcias pueden recibir la Sagrada Comunión.
El cambio no es sólo de hecho, sino de principios. Basta una sola excepción en la práctica para alterar el principio. ¿Quién va a negar que esta revolución de la praxis no es también una revolución doctrinal? Pero es que aunque nada cambie en la doctrina, sabemos que en la práctica cambiará: se incrementarán las comuniones sacrílegas, aumentará el número de almas que se condenen, y nada de esto será en contravención de Amoris laetitia, sino a causa de dicho documento.
En Fátima, Nuestra Señora mostró a los tres pastorcillos una terrorífica visión del infierno al que van las almas de los pobres pecadores, y a Jacinta se le reveló que el pecado que condena más almas es el de la impureza. ¿Quién iba a imaginar que al ya nutrido número de pecados de impureza se le agregaría la difusión del matrimonio por derecho consuetudinario de los países anglosajones (common-law marriage), en muchos casos ratificado por vía civil? ¿Y quién habría pensado que una exhortación pontificia lo respaldaría? Y sin embargo eso es lo que ha sucedido. No podemos cerrar los ojos a la realidad. La Iglesia tiene una misión práctica: la salvación de las almas. ¿Y cómo se salvan las almas? Convenciéndolas para vivan de acuerdo con la ley evangélica.
El Demonio también tiene un objetivo práctico: que se pierdan las almas. ¿Y cómo se pierden las almas? Convenciéndolas para que vivan en desacuerdo con la ley evangélica.
Cuando después de la resurrección se apareció Jesús a sus discípulos en las montañas de Galilea les encomendó la misión de bautizar en nombre de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como de enseñar y observar su ley sin infringir un solo precepto: «docentes eos, servare omnia» (Mt. 18, 19-20). «Quien creyere y fuere bautizado será salvo –añade–, mas quien no creyere será condenado» (Marcos 16,16).
La labor del sacerdote consiste en enseñar y observar le ley, no dejar de aplicarla, no buscar excepciones a su cumplimiento. El que cree pero contradice con sus obras su fe se condenará como los que, según dice San Pablo, «profesan conocer a Dios, mas con sus obras le niegan, siendo abominables y rebeldes y réprobos para toda obra buena» (Tito 1,16).
Para evaluar negativamente la exhortación apostólica Amoris laetitia no es preciso haber estudiado teología. Basta con el sensus fidei adquirido en el bautismo y la confirmación. Mediante un instinto sobrenatural, el sensus fidei nos lleva a rechazar ese documento, dejando en manos de los teólogos la aplicación de las debidas notas teológicas.
Entre herejía y ortodoxia caben numerosas gradaciones. La herejía consiste en la oposición declarada, formal y continua a una verdad de fe. Con todo, hay afirmaciones doctrinales que, sin ser explícitamente heréticas, son objeto de censura por parte de la Iglesia según la medida de su gravedad y diferencia con la doctrina católica[9]. De hecho, en la oposición a la verdad puede darse una diversidad de grados, dependiendo de que sea directa o indirecta, inmediata o remota, manifiesta o disimulada, etc. Las censuras teológicas expresan la valoración negativa de la Iglesia a una expresión, una opinión o una doctrina teológica en su conjunto. Tienen en cuenta el contenido doctrinal: hay proposiciones heréticas, próximas a la herejía, de sabor herético, erróneas en la fe, temerarias, etc.; en cuanto a la forma, las proposiciones se valoran como equívocas, ambiguas, engañosas, sospechosas, que suenan mal, etc.; en cuanto a los efectos que puedan tener según las circunstancias del caso, se califican de perversas, corrompidas, escandalosas, peligrosas, engañadoras de los sencillos. En todos estos casos, la verdad católica carece de integridad doctrinal o se expresa de un modo deficiente e impropio.
En una de sus reflexiones, fechada el 16 de abril del año en curso, el padre Jean-Michel Gleize comenta el párrafo 299 de Amoris laetitia, que afirma: «los bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo.» (§ 299). Señala el P. Gleize: «En las diversas formas posibles…» ¿Por qué no se les administra entonces la comunión eucarística? Si ya no se puede decir que los divorciados vueltos a casar viven en estado de pecado mortal (301), ¿qué va a tener de escandaloso darles la Sagrada Comunión? Llegados a ese punto, ¿por qué se les va negar? La exhortación Amoris Laetitia va sin duda alguna en esa dirección. Al hacerlo, se convierte en una ocasión de ruina espiritual para toda la Iglesia. Dicho de otro modo: es lo que en teología se conoce como escándalo, en toda la extensión de la palabra. Y ese escándalo es fruto de la relativización práctica de la verdad de la fe católica en lo que respecta a la necesidad e indisolubilidad de la unión sacramental del matrimonio»[10]
Amoris laetitia es un documento escandaloso de efectos catastróficos para las almas.
No perdemos el respeto al Papa, ni mucho menos ponemos en duda el primado petrino. Debemos sentir honda gratitud al beato Pío IX por haber definido en el concilio Vaticano I dos dogmas que nos permiten encarar con claridad de ideas la actual crisis: el primado de Roma y la infablibilidad papal.
El primado de gobierno del Papa, junto con su magisterio infalible, constituyen los cimientos sobre los que Jesucristo fundó su Iglesia, y sobre los que ésta se mantendrá firme hasta el fin de los tiempos. Este primado se le otorgó a San Pedro, príncipe de los apóstoles, después de la Resurrección (Juan, 21,15-17, y la Iglesia primitiva lo reconoció, no como un privilegio transitorio, sino como elemento permanente y esencial de la constitución divina de la Iglesia.
No hay en la Tierra autoridad superior a la del Papa, por la sencilla razón de que no existe en este mundo cargo ni misión más elevados. ¿Qué misión? La de confirmar a los hermanos en la fe, abrir el Cielo a las almas, pastorear los corderos y ovejas de Cristo, que es el único pastor, el Buen Pastor, el pastor supremo. En resumidas cuentas, la misión de gobernar la Iglesia.
La Iglesia la gobierna el Papa. Esta misión le corresponde porque es el sucesor de San Pedro, a quien Jesús confió la misión como cabeza visible de la Iglesia. Y es una misión que trasciende su persona, ya que la habrían continuar sus sucesores.
El Papa no es el sucesor de Cristo. Es el sucesor de San Pedro, y no de forma inmediata, sino mediante la sucesión apostólica, que, a lo largo de una veintena de siglos, lo vincula con San Pedro, príncipe de los apóstoles y primer Vicario de Cristo.
El Vicario de Cristo es el obispo de Roma, porque Roma no es una ciudad o una diócesis como cualquier otra: tiene una vocación universal. Los sucesores de San Pedro son obispos de Roma porque, por disposición divina, San Pedro fue a Roma y al morir allí estableció para los obispos de Roma la sucesión legítima e ininterrumpida de su primado universal.
Todos los obispos poseen la plenitud de las sagradas órdenes, y en este sentido el Sumo Pontífice no es superior a los demás prelados; es igual a ellos. Ahora bien, sólo el Papa tiene la jurisdicción suprema que le confiere una autoridad plena e ilimitada sobre todos los demás.
El Concilio Vaticano I declaró dogma de fe el primado pleno, ilimitado y universal del Papa sobre todos los obispos del mundo. El primado de jurisdicción consiste en la autoridad gubernativa del Pontífice, e incluye su autoridad magisterial. En 1870, el Concilio Vaticano I, tras promulgar el dogma del primado de Roma, promulgó asimismo el del magisterio infalible del Papa en unas circunstancias determinadas. La infalibilidad es la prerrogativa sobrenatural por la que el Pontífice y la Iglesia no pueden errar al profesar y definir una verdad revelada, mediante una asistencia divina especial atribuida al Espíritu Santo. Y el Papa, que no es infalible al gobernar la Iglesia, puede ser infalible en su magisterio pontificio.
No siempre es infalible el Papa. Es preciso que se proponga serlo, y si se lo propone, debe respetar unas reglas concretas. Las condiciones para la infalibilidad se aclararon en la constitución dogmática Pastor aeternus: el Papa tiene que hablar como autoridad pública, ex cathedra y con la intención de definir una verdad de fe o moral, así como de precribir a todos los fieles su obligación de creerla.
Que no se den estas condiciones no quiere decir que el Papa esté equivocado. Al contrario; en principio, hay que inclinarse a su favor. Eso sí, cuando el Sumo Pontífice no es infalible, puede cometer errores de gobierno y de magisterio. El llamado magisterio extraordinario del Papa, el magisterio ex cathedra, siempre es infalible. Podemos ver un ejemplo de ello en los dogmas de la Inmaculada Concepción y la Asunción. De todos modos, el magisterio ordinario del Papa también puede ser infalible. Lo es cuando reitera una verdad de fe o moral que la Iglesia ha enseñado durante siglos.
Tal es el caso de la encíclica Humane Vitae, que en sí no es infalible, ya que no se trata de una proclamación ex cathedra por el Sumo Pontífice, pero es infalible por cuanto reitera la condena milenaria de la Iglesia al control artificial de la natalidad. Si una enseñanza de la Iglesia es universal, no tanto en cuanto a extensión territorial, sino a duración en el tiempo –cuando la confirma la Tradición–, ello es señal de que lo asistió el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo asiste a los cardenales cuando eligen papa reunidos en cónclave. Y una vez elegido el Pontífice, el Espíritu Santo lo asiste en el ejercicio de su gobierno y magisterio. No obstante, la historia nos enseña que, a pesar de la asistencia del Paráclito, es posible elegir a papas indignos que en su vida privada pueden pecar –incluso gravemente–, así como pontífices que erraron en su gobierno y hasta en su magisterio. Pero ello no debe ser motivo de escándalo. Si la Providencia permite que se elija a un papa malo, ello obedece a razones más elevadas y misteriosas que no se aclararán hasta el final de los tiempos. El Espíritu Santo sabe sacar bienes de males.
La salvación, a la que los teólogos llaman justificación, resulta del misterioso encuentro entre la voluntad humana y la gracia divina. Quien piensa que la acción del Espíritu Santo en la vida del hombre basta para salvarse, sin el concurso de la propia voluntad, adopta una postura luterana o calvinista.
Y quien sostiene que el Papa nunca se equivoca porque el Espíritu Santo lo asiste de forma infalible, incurre en el mismo error sobre la gracia que cometen los calvinistas.
La papolatría es pecado porque convierte a San Pedro en Cristo. Al atribuir al Papa perfección e infalibilidad a todo acto y palabra del Sumo Pontífice, se lo deifica y deificar al Papa no tiene nada que ver con la veneración debida a su persona. Al igual que la devoción a Nuestra Señora, la devoción al Papa es un pilar de la espiritualidad católica, Sin embargo, la espiritualidad requiere un cimiento teológico y antes incluso que teológico, racional. Para venerar al Papa es preciso saber quién es y quién no es.
El Sumo Pontífice no es, como Jesucristo, hombre y Dios a la vez. No hay en él una divinidad que absorba su humanidad. No tiene dos naturalezas, una humana y otra divina, en una misma persona. El Papa sólo tiene una naturaleza y es una sola persona, humana. Está manchado por el pecado original, y no es confirmado en gracia en el momento de ser elegido. Como todo hombre, puede pecar y equivocarse, pero sus pecados y errores revisten más gravedad que los demás hombres. No sólo porque las consecuencias son más graves, sino porque todo acto suyo que no corresponda a la gracia de Dios es mucho más grave, al ser mayor la asistencia que recibe del Espíritu Santo.
Además del primado petrino y la infalibilidad, hay una tercera verdad de fe que puede considerarse dogma, aunque la Iglesia nunca la haya proclamado como tal mediante un decreto extraordinario: la indefectibilidad de la Iglesia. Esta indefectibilidad la afirmó el propio Jesucristo cuando dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del abismo no prevalecerán contra ella» (Mat.16,18).
¿Qué quiere decir indefectibilidad? Que la Iglesia no puede equivocarse. Significa que, como explican los teólogos, la Iglesia llegará hasta el fin de los tiempos tal como se fundó, sin alteraciones en la esencia que le comunicó el propio Jesucristo.
La indefectibilidad es la propiedad sobrenatural de la Iglesia por la que no sólo no desaparecerá, sino que tampoco cambiará. Seguirá siendo hasta el fin del mundo exactamente tal como la instituyó Jesucristo. Permanecerá con sus características, su constitución, su magisterio. Idéntica, fiel a sí misma: una en la fe, monárquica y jerárquica en su forma, con una organización visible, resistiendo a perpetuidad, idéntica para todos los hombres y en todos los tiempos, sin conversión ni reconversión posible. El decreto Lamentabili de San Pío X condenó la proposición 53 de los modernistas, que decía: «La constitución orgánica de la Iglesia o es inmutable; antes bien, la sociedad cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sometida a una perpetua evolución»
La Iglesia es indefectible, pero eso no quita que por su lado humano pueda cometer algunos errores; errores y padecimientos que pueden ser causados por sus hijos e incluso por sus ministros.
Esto puede suceder cuando se confunde la institución con los hombres que la representan. La fortaleza del papado no se deriva de la santidad de San Pedro, del mismo modo que la negación de San Pedro no es señal de debilidad de la institución, ya que las palabras que le dirigió Jesús, «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», iban dirigidas a la figura pública de San Pedro, no a la privada.
El Papa no es Jorge Bergoglio ni Joseph Ratzinger. Es, ante todo, como nos enseña el Catecismo, el sucesor de San Pedro y el Vicario de Cristo en la Tierra. Lo cual no disminuye en modo alguno la grandeza e indefectibilidad del Cuerpo Místico de Cristo. La santidad en una nota imborrable de la Iglesia, pero eso no quiere decir que sus pastores, ni siquiera los pastores supremos, sean impecables en su vida personal, o incluso en el ejercicio de su misión.
Cuando dijo Jesús que las puertas del infierno no prevalecerían sobre la Iglesia, no prometió que el infierno no la atacaría. Al contrario, nos permite vislumbrar que se está librando una feroz batalla. La lucha no fle altará, pero tampoco será derrotada. Al final triunfará la Iglesia.
El principal cometido del infierno es la herejía. Y la herejía no se impondrá sobre la fe de la Iglesia.
A dos verdades nos remite el dogma de la indefectibilidad: el primero, que la Iglesia vive perpetuamente entre conflictos y es blanco de los ataques de sus enemigos. El segundo, que la Iglesia derrotará a sus enemigos y triunfará en la historia. Pero sin contienda no puede haber victoria, y ésta es una verdad que nos afecta, ya que afecta nuestra vida como hijos que somos de la Iglesia, e incluso como meras personas.
Decir que las puertas del infierno no prevalecerán es lo mismo que decir «Al final, mi corazón inmaculado triunfará», como dijo Nuestra Señora en Fátima. Hace exactamente noventa y nueve años.
El 3 de enero de 1944, Nuestra Señora dirigió unas palabras proféticas a Sor Lucía, mientras ésta rezaba ante el Tabernáculo.
Así lo cuenta Sor Lucía: «Sentí mi espíritu inundado por un misterio de luz que es Dios, y en Él vi y oí la punta de una lanza como una llama que se separaba de ella, tocaba el eje de la Tierra y lo hacía temblar: montañas, ciudades y aldeas fueron enterradas junto con sus habitantes. El mar, los ríos y las nubes se salieron de sus confines, e inundaron y arrastraron consigo en un remolino las casas y las personas en tal cantidad que no se puede contar. Es el mundo purificándose del pecado en que está inmerso. El odio y la ambición provocan la destructiva guerra. Después, sentí que el corazón me latía apresuradamente, y una voz suave que decía: «Al final, una sola fe, un solo bautismo, una sola Iglesia, santa, católica y apostólica. ¡En la eternidad, en el Cielo!» La palabra cielo me llenó el corazón de tanta paz y felicidad que, casi sin darme cuenta, no dejé de repetirme durante mucho rato: ¡¡El cielo, el cielo!!»[11]
«Una sola fe, un solo bautismo, una sola Iglesia santa, católica y apostólica». Las palabras de Nuestra Señora son las mismas del papa Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam, en la cual, al final de la Edad Media, reiteró la singularidad de la Iglesia en la obra de la redención: «Por la fe estamos obligados a creer que hay una sola y Santa Iglesia Católica y Apostólica (…) y fuera de ella no hay salvación ni perdón de los pecados (…). En ella hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Efe. 4,5)[12]»
La exclamación final «¡El cielo, el cielo!» parece referirse a la épica elección entre el cielo, donde las almas salvadas encuentran la bienaventuranza eterna, y el Infierno, donde las almas de los réprobos padecen tormentos durante la eternidad.
La Iglesia no abre las puertas del Infierno, sino las del Cielo.
El Papa y los obispos no son los únicos que constituyen la Iglesia, sino los fieles: sacerdotes, monjas, religiosos, seglares y laicos. Se le garantiza asistencia divina hasta el fin de los tiempos para que no se pierda ni debilite. Eso quiere decir que a lo largo de la historia la Iglesia puede pasar por momentos de desorientación y deserción, pero vista en su conjunto, jamás llevará a los fieles a la perdición.
Después de resucitar, Jesús se apareció por segunda vez en el lago Tiberiades, y dijo a sus apóstoles: «Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi» (Mat. 28, 20). He aquí que estaré con vosotros hasta el final de los tiempos.
Estas palabras no sólo confirman la indefectibilidad de la Iglesia por estar divinamente asistida. También nos recuerdan que Dios no nos dio una ley imposible de cumplir. Jesús está con nosotros todos los días, en todas las situaciones y circunstancias. No es imposible cumplir la ley, porque con la ayuda de la gracia de Dios todo es posible. Eso es lo que nos gustaría que nos recordara el Papa, confirmándonos en la fe.
Nunca ha habido tanta necesidad como ahora de un punto de apoyo, de una luz que nos guíe, de una piedra en la que podamos afirmar el ancla. Y esa Piedra sólo puede ser Pedro. No Simón, sino Pedro. En Pedro buscamos esencia, sentido e inmutabilidad. Lo hombres, todos ellos, hasta los más grandes, mueren. Pero quedan los principios, y entre ellos, hay uno que sostiene a todos los demás: el primado petrino. Sabemos muy bien que sólo una voz suprema y solemne puede poner fin al proceso de autodemolición en curso: la voz del Romano Pontífice, el único al que se la ha concedido la posibilidad de definir la Palabra de Cristo, haciéndose portavoz infalible de la fe. Sabemos también que un papa puede contribuir a la autodemolición de la Iglesia, llegando incluso a caer en herejía, en cuyo caso la conciencia nos obliga a resistirle.
Amoris laetitia atribuye a la conciencia un lugar fundamental y exclusivo en la evaluación de las acciones morales (§ 303). Al mismo tiempo, el mismo documento libera la conciencia de toda objetividad moral, cuando precisamente debemos basar todas nuestras decisiones en la moral y la razón. La luz de la fe, al igual que la de la razón, no es ajena a nosotros; ilumina el corazón de toda persona bautizada, ya que la conciencia no es otra cosa que la voz de la verdad en el alma. Por esa razón, el ilimitado amor que sentimos por el Papa nunca nos puede llevar a obrar contra nuestra conciencia.
El día del juicio compareceremos solos ante Dios con nuestra conciencia. Sin papas, obispos, parientes y amigos, y sin la menor posibilidad de engañarnos a nosotros mismos ni a los demás. Entonces Dios penetrará e iluminará nuestra conciencia como un relámpago. Quienes sigan a su conciencia con pureza de intención, teniendo por criterio los datos objetivos de la fe y la razón –la cual sostiene la fe–, no podrán errar en sus juicios. No podemos hacer nada contra la fe y la razón; nada que sea en modo alguno contradictorio, ambiguo o equívoco,ya que Dios no se contradice. Es luminoso, sencillo, idéntico a Sí mismo en su unidad y Trinidad.
Pareciera que las olas están a punto de engullir la nave de San Pedro mientras el Señor duerme, como en aquella tempestad del lago Tiberiades. Volvámonos a Él diciéndole: «Exsurge, quare obdormis Domine? Exsurge (Ps. 42, 23). Levántate, Señor. ¿Por qué da la impresión de que duermes?
Tal vez fuera ése el ruego que le hizo Santa Catalina de Siena ante el mosaico de Giotto en aquel lejano enero de 1380. Y es posible que no sea causal que este año, la hora tradicional de adoración del Santísimo Sacramento de los participantes en la Marcha por la Vida tenga lugar en la basílica de Santa Maria sopra Minerva, bajo cuyo altar mayor reposan los restos de Santa Catalina de Siena.
En esta hora de adoración, no nos limitemos a implorar ayuda para la Marcha por la Vida, sino también para la Santa Madre Iglesia, con una fervorosa súplica al Señor: «Exsurge, quare obdormis Domine? Exsurge!»
Roberto de Mattei
[Traducido por J.E.F]
[1] San Basilio, De Spiritu Sancto, XXX, 77, in PG, XXXII, col. 213.
[2] S. Jerónimo, Dialogus adversus Luciferianos, n. 19, in PL, 23, col. 171. “Ingemuit totus orbis, et Arianum se esse miratus est”
[3] Vatican Insider, 14 April 2016
[4] John O’Malley, What happened at Vatican II. Life and Thoughts, Milan 2010, p. 313.
[5] Ivi, p. 47.
[6] Ivi, p. 314.
[7] Ivi, p. 51
[8] http://www.lavie.fr/religion/catholicisme/jean-paul-vesco-dans-amoris-laetitia-le-pape-appelle-a-une-revolution-du-regard-11-04-2016-72152_16.php
[9] Antonio. Piolanti, Pietro Parente, Dizionario di teologia dogmatica,, Studium, Rome 1943, pp. 45-46
[10] P. Jean-Michel Gleize FSPX, Amoris Laetitia, considerations on chapter 8, in http://sspx.org/en/amoris-laetitia-sspx-gleize
[11] Carmelo de Coimbra, Um Caminho sob o olhar de Maria, Ediçoes Carmelo, Coimbra 2012, p. 267
[12] Bonifacio VIII, Bull, Unam Sanctam , avril 18th 1302, in Denz-H, n.870.