Oratoria mala en curas buenos

“El seminarista necesita aprender a hablar en público: la oratoria es un arte, arte necesario al sacerdoteEl seminarista necesita teatro: para aprender oratoria y para expresar emociones, que es la manera de educarlas.” P. Leonardo Castellani[1]

Fides ex auditu, la Fe entra por el oído, escribe a los Romanos San Pablo (capítulo X, 17). El gran predicador de los infieles nos deja una imagen muy gráfica de la unión que existe entre la Fe infundida por Dios en el alma a través del Bautismo y la actualización mediante su contenido gracias al catequista. Así lo quiso Dios, así pide que las causas segundas colaboren llenándose de méritos en la obra de la Redención, aunque ciertamente Dios podría dar toda la Sabiduría como quisiera y sin ayuda de nadie, como parece sucedió con el jovencito profeta Daniel.

Pero, en la ordinaria obra de la Evangelización, la palabra docta y eficaz es el camino para la salvación de las almas. “La Palabra se hizo Carne…” y María Santísima le dio su bello timbre. Y se escuchó lo Eterno en lo Temporal como Quien tiene Autoridad. Y por primera vez en lo creado se vio ese mix armonioso de una Personalidad viril dominando las turbas, y se oyó ese retiñir melodioso y modulado de palabras brillantes, y las audiencias sintieron ese vibrar de los corazones ante la pasión divina del Verbo latigando usureros, o acariciando niños o salvando mujeres de los imbéciles fanáticos; por primera vez los hombres recordaron cada Palabra con su acorde de emociones; por primera vez dijeron que habían ardido los propios corazones al recibir la mejor y más sublime cátedra bíblica de la Palabra profética cumplida en la Resurrección, y se enardeció aún más el corazón de los discípulos al verlo partir el Pan…

Y dio la orden de decir esa Palabra en los balcones y en las plazas. Y se dolió Nuestro Señor, Misionero de la Santísima Trinidad y Capitán de Luz, porque algunos serán perros mudos cobardes o ignorantes, o simoníacos o fariseos… “Haced lo que ellos dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen…” es una triste recomendación que avala la palabra pero no siempre a su portador.

Y San Pablo vuelve sobre la necesidad de hablar con aquél adagio propio “predicad a tiempo y a destiempo”, porque el tiempo se acaba. Todo bautizado, y con más razón los consagrados, tienen la obligación de hacerse oír con la Doctrina de Jesús. El tema radica en si realmente damos la Doctrina de Jesús. Porque es de saberse que se la traiciona por tergiversación o por mutilación, por silenciarla o por ensuciarla… “Dad razones de vuestra esperanza”, ruega San Pedro como pidiendo que sepamos explicarnos claramente acerca de nuestra Santa Fe y de las maravillas que nos aviene en el tiempo y en la eternidad.

Razones de la Fe, consuelos temporales de la Esperanza, obligaciones de la Caridad, expectativas de eternidad, diálogos en la oración, tristezas de la contrición, maravillas del perdón, figuras celestiales, caminos del obrar, virtudes de la virilidad, fortalezas de la femineidad, defensas ante las insidias del malo, menosprecios de lo mundano, aprecio de la Soledad con el Solo… ¿Cómo hablar de todo esto a los que deben escuchar si no tengo entendimiento formado sobre la Verdad y la belleza en las palabras de lo que es Bello?

Aquí hace su pobre ayuda, pero necesaria –Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti-, el ser humano al Espíritu Santo con la Lógica y sus ciencias derivadas, como la Oratoria, porque son patrimonio de la salud mental donde se apoya la educación. Cuando se establece la comunicación entre dos personas, el primer paso hacia la cordialidad es que se activen los juicios críticos tanto del Emisor como del Receptor. Si una de las partes en una sana conversación viera que no hay mucha salud en el intercambio de los bienes del alma que califica al diálogo, entonces debe tamizar bastante o mucho lo que se recibe y hasta lo que se emite. A los locos no hay que llevarle la contra, decía mi abuela… Todo depende de quién venga, le dice la mamá a las lágrimas de una hija herida por las palabras de alguna amiga… El juicio crítico exige valorar qué recibo y cómo lo recibo. Y este principio antropológico no puede ser obviado por aquél que tiene la misión de formar en los criterios morales y espirituales a sus hijos físicos o de la Gracia. La oratoria, más si es la sagrada, tiene por misión enseñar a juzgar la calidad de lo emitido, tanto para el orador como para el receptor. Un buen orador forma conciencias. El mal orador no les llega.

Enseñar al que no sabe, es una de las Obras de Misericordia que brotan de los Santos Evangelios, exigiendo tanto al emisor que sabe como al receptor que debe reconocer la necesidad. Si una faltara, la enseñanza es imposible. Es casi una analogía con la imperdonabilidad del pecado contra el Espíritu Santo: no es que Dios no quiera perdonar, es que el recalcitrante rechaza la Gracia de la contrición. Mutatis mutandi, así sucede con los necios, no quieren aprender. Decía Chesterton “si sólo tuviera la posibilidad de predicar una sola vez lo haría contra el orgullo”. Éste es el principal obstáculo contra la ineptitud en la predicación de la Fe. La oratoria es un arte que se aprende.

Es verdad que Dios da la Gracia al que llama a cualquier oficio, sin embargo, la Gracia supone la naturaleza, es decir, se exigen ciertas aptitudes y disponibilidad de la libertad humana para recibirla. Dios hizo hablar a la burra de Balaam, pero fue un milagro, y no es bueno pedir milagros cuando lo puedo llevar a cabo sencillamente, con la ayuda de Dios.

Esta naturaleza es la que debe educarse por el que sabe educar, con la ayuda de la Gracia, para ser eficaz instrumento en las manos del Espíritu Santo. Además, sería una especie de pecado de presunción pensar que Dios suplirá lo que nosotros buenamente podríamos haber puesto. “Lo que tú puedas hacer, Dios no hará por ti”, decía San Agustín. Y con el gran consuelo de saber “que al que hace lo que puede, Dios no le niega su Gracia”.

Es decir, el gran problema de nuestras épocas apóstatas son los perros mudos (papás, docentes, clero…), no sólo porque no ladran sino porque ni saben ladrar. “No pudisteis echar esos demonios por vuestra falta de Fe… (san Mateo XNII,21)” porque el exorcismo de la ignorancia o de la ideologización no se lo ahuyenta con verborragia repitiendo lugares comunes.

Recuerdo un amigo que me comentó haber leído la vida de San Luis María Grignon de Montfort, publicada en las obras de la BAC edición de 1984 como antesala de las obras completas del gran misionero, dándome una opinión sobre el autor: “es un piantavotos, típica rata de biblioteca”. Fuerte imagen tanguera que se aplica en Argentina sobre alguien que se dice amigo pero que con sus palabras o actitudes embarra la causa noble en la que dice militar. Y realmente, leyendo esa hagiografía se piensa que el santo de la Señora de los Ejércitos que fundamentó el espíritu de resistencia contra la malvada viniente Revolución Francesa era un timorato melindroso cobardón y pusilánime…

O sea, ¿hablar de cosas piadosas no implanta por sí mismo la piedad? O ¿hablar de manera tibia y lánguida, o híbrida y feamente  acerca de la Espada de la Verdad deja su filo romo? A la primera le contestamos que no, y a la segunda le decimos, lamentablemente, sí. Es un tabú pensar que la Verdad convence por sí misma, salvo que fuéramos ángeles intuitivos, y ni siquiera a la Verdad Encarnada se le puede aplicar tal adagio cuando vemos a las turbas farisaicas en el Litóstroto.

Es un desconocimiento de la naturaleza humana y sus fomes peccati, más la procedencia social, sumado a la herencia genética y a la educación recibida, lo cual da a cada ser una percepción del mensaje muy cargado de matices y hasta de prejuicios, pensar que automáticamente entenderá que la suma de los ángulos internos de un triángulo es igual a dos rectos porque sólo se lo enunciamos. No tenemos la intuición angélica de la Verdad, aunque sí sea cierto que lo supremo de lo inferior pudiera tocar lo inferior de lo supremo, dándonos hombres geniales como Chesterton o Castellani. Pero no en el común de los pedestres, porque aunque siempre la inteligencia se tope con la realidad de las cosas gracias a los sentidos externos, mucho le cuesta juzgar lo verdadero y bueno a pesar de los primeros principios grabados a fuego en la naturaleza humana. Muchas veces es necesario hacer ver lo que se mira y hacer gustar lo sensado.

El que piensa sabiamente se sabe expresar y sus palabras convencen mejor, enseña el libro de los Proverbios (XVI,23). Es decir, la Oratoria no es el diletantismo típico de los periodistas o de los politiqueros, sino un pensar sabio, nada menos, que tiene la intención de convencer y lo logra gracias a sus palabras. Pensar gustando (sabio: del latín sappere, saborear) la Verdad por la contemplación de lo Revelado y de lo Creado, reflectiendo a lo ignaciano aplicando lo contemplado sobre la propia vida y llegando a la síntesis en la Sabiduría. “De lo que hay en el corazón habla la boca”. Entonces,  temo al hombre de una sola idea

Y luego enseñan los Proverbios a los misioneros catequistas que la finalidad de las palabras es convencer. No se habla con otro objetivo que no sea hacer enamorar y desear a la Verdad. Salir por los caminos a gritar que el Amor no es amado. Entendiendo que el convencer nos habla de una inteligencia en el receptor que debe ser iluminada. El convencer exige los argumentos, las pruebas, los prolegómenos de la Fe, el orden didáctico para que no se atosigue aquel que escucha, para que no vaya a tergiversar la Palabra porque la dijo revuelta el emisor, para que la lámpara esté sobre la mesa. Convencer nos está diciendo que en la comunicación es más importante el recipiente.

La Oratoria mala no entiende los consejos de los Sabios, no quiere el orden digestivo en el receptor, se conforma con tirar no con llenar. Es mala porque no escucha aquel consejo de los Proverbios o a este otro: Las palabras del sabio son placenteras, pero los labios del necio son su ruina, dice Qoelet (X,12). Palabras placenteras, las que no causan estridencias ni malos entendidos. Las palabras placenteras pertenecen a los sabios que saben dar leche y miel hasta llegar al momento del alimento sólido, como hizo San Pablo. Las palabras placenteras no caen en el vicio de halagar, sino que entran con la de los oyentes para salir con la de Cristo Jesús, como explica San Pablo a los Filipenses. Las palabras placenteras no se dirigen al receptor como quien mete un palo en el ojo. Las palabras placenteras son una espada de doble filo que cortan al entrar y al salir para que dé más fruto todavía con esta poda.

“Cuando Vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará Fe sobre la tierra?”. Tremendo cuestionamiento para las familias y para el clero sobre si realmente se está informando la Fe que debe ser vivida por el Pequeño Rebaño…

Daniel Giaquinta

[1] https://sindoblez.wordpress.com/2015/10/13/la-educacion-en-los-seminarios-segun-castellani/

Daniel Francisco Giaquinta
Daniel Francisco Giaquinta
Nacido el 14 de octubre de 1958, Mendoza, Argentina.. Profesor de Oratoria (Filosofía, 1984). . Licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra, España, 1990. Bachellors of Arts, Teología, por la Universidad de Navarra, España, 1989. Máster en Ciencias de la Información, Universidad de Navarra, España, 1992. Profesor Universitario Universidad Católica Argentina, Mendoza. Capacitador de Empresas en Comunicación interpersonal. Capacitador de planta en Escuela Gobierno de Legislatura Mza, Argentina

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