De en medio de el fuego has oído sus palabras» (Dt,4,36). ¿Por qué causado tanta conmoción en el mundo el incendio de la catedral de Notre Dame? Porque, más allá del valor intrínseco de monumento, Notre Dame es un símbolo. Todos han escrito cosas como símbolo de la Cristiandad, símbolo de la conciencia de Occidente, símbolo de un patrimonio cultural colectivo, símbolo de la identidad europea o símbolo de la historia nacional francesa.
Vivimos en un mundo en el que se ha perdido el valor de la lógica, pero la fuerza de los símbolos sigue siendo extraordinaria, porque los medios informativos se sirven de símbolos para suscitar emociones indebidas que frecuentemente usurpan el papel de la razón. De hecho, existen dos vías para acceder a la verdad: una por medio del raciocinio y la otra por medio de símbolos. Ahora bien, ambas vías no son alternativas, sino complementarias. Por ejemplo, en sus parábolas Jesús se vale del lenguaje de los símbolos, pero también hace uso de una lógica convincente.
El lenguaje racional se basa en el principio de no contradicción, mientras que el de los símbolos se basa en imágenes y símbolos visibles que remiten a una realidad invisible. La lógica ayuda a descifrar el lenguaje de los símbolos. Todo cuanto perciben nuestros sentidos tiene un significado y nos conduce a lo invisible, de lo cual es reflejo e imitación.
En el caso del incendio de Notre Dame, todos han reparado en el valor simbólico de la catedral herida, pero pocos han tratado de entender el significado simbólico de lo sucedido. Como todas las catedrales, Notre Dame representa apuntando al cielo a la Iglesia Católica.
¿Cómo no ver en el humo y las llamas que la envolvieron el pasado 15 de abril la imagen del humo y las llamas que envuelven actualmente a la Iglesia de Cristo? Desde 1972 Pablo VI hablaba del humo de Satanás que se había introducido en el templo de Dios. El humo actual es de un incendio que se ha propagado por la Iglesia que ha llegado a carbonizar su cúpula. El desplome de la alta aguja de Notre Dame, ¿no sería más bien una imagen del desplome de la cúspide de la Iglesia?
Hay otra imagen simbólica que se superpone en este momento a la pira de Notre Dame: la escena del papa Francisco, Vicario de Cristo, que besa los pies de tres dirigentes musulmanes sudaneses pidiendo que extinga de una vez para siempre el fuego de la guerra. Esto tuvo lugar el pasado 11 de abril al final del retiro espiritual celebrado en el Vaticano a instancias del arzobispo (cismático) de Canterbury Justin Welby. Inmediatamente después, el Lunes Santo, la catedral francesa, la más celebre y visitada del mundo después de San Pedro, era pasto de las llamas.
Entre los fieles de la Tradición hay un debate, a veces bastante vivo, para determinar si tal o cual expresión verbal del papa Francisco puede considerarse herética. Pero esas investigaciones teológicas y canónicas corren el riesgo de mantenerse en el ámbito de lo abstracto y no ver el lenguaje de los gestos, el cual expresa de modo directo una realidad que fácilmente puede discernir todo bautizado que no haya perdido el sensus fidei.
Pocas veces ha sido la Iglesia objeto de tanta humillación como con el gesto del papa Francisco postrado a los pies de dirigentes políticos y religiosos de otras religiones. Francisco es ciertamente el Vicario en la Tierra del Rey de reyes, a quien todos beben rendir homenaje. Y tampoco puede existir auténtica paz fuera de la Verdad anunciada por Aquel que es el único Príncipe de la Paz, Nuestro Señor Jesucristo.
Sus dominios alcanzan a todos los hombres, como señala Pío XI en la encíclica Quas primas del 11 de diciembre de 1925 evocando las palabras de su predecesor León XIII: «El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano» (encíclica Annum Sacrum del 25 de mayo de 1899. Y añade Pío XI: «Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino a servir?»
El pasado 11 de abril Jesucristo fue humillado por su Vicario con un acto tan simbólico como el incendio del día 15. La Divina Providencia no permitió que en la tragedia se destruyese la Santa Corona de Espinas, que, tras rescatarla a un elevadísimo precio, instaló San Luis en París en 1239 portándola en procesión mientras vestía una humilde túnica de lino y a pie descalzo. A fin de custodiar dicha reliquia, el monarca mandó edificar más tarde la Santa Capilla, joya extraordinaria del arte gótico. Manifestamos nuestra gratitud al padre Fournier, capellán de los bomberos de París, que, desafiando el peligro consiguió poner a salvo las Sagradas Especies y la Corona de Espinas.
Tras ser flagelado, insultado y cubierto de escupitajos, Jesús fue obligado a vestir una túnica púrpura, se le encasquetó una corona de espinas y, a modo de cetro, le colocaron en la mano derecha una caña para tomarse a chacota su Reino. Más tarde, sus verdugos se arrodillaron ante Él en una parodia de adoración, diciéndole «Ave, Rex iudeorum» (Mt.27, 28-29). El Señor apareció ante la multitud vestido de púrpura y coronado de espinas: «Portam coronam spineam et purpureum vestimentum» (Jn.19,5), y Pilatos lo mostró al pueblo diciendo: Ecce Homo», he aquí al hombre. Sin él lo supiera, por la boca del prefecto del pretorio hablaba el Espíritu Santo, que decía: parece apenas un hombre, pero es el Hijo de Dios, el Mesías prometido en la ley, el Rey de los hombres y de los ángeles, el Redentor del género humano. Del mismo modo, en la época de Pasión que estamos viviendo, pareciera que resonasen las palabras Ecce Ecclesia: he aquí la Esposa de Cristo, la única depositaria de los medios de salvación, la Reina de la Paz, la Maestra de los hombres, el Reino cuyas llaves le fueron confiadas a Pedro. He aquí la Santa Iglesia, cubierta de llagas, desfigurada y manchada. ¿Cómo pueden tratarla de esta manera?
Conmovidos de dolor y de indignación, veneramos la Iglesia, centrando particularmente nuestra veneración en la adorable reliquia de la corona de espinas, a fin de reparar los ultrajes contra la Realiza de Cristo que se renovaron en los días que siguieron. Al igual que en Notre Dame, en las catedrales medievales los demonios eran representados en forma de esculturas deformes y grotescas al exterior de los templos, a cuyo interior no podían acceder los espíritus malignos.
Cuando dentro del templo de Dios la purísima luz de los vitrales es sustituida por el resplandor del fuego, es señal de que el infierno ha penetrado en su interior. «Infierno en Notre Dame», rezaba el titular de primera plana del diario alemán Bild el pasado 16 de abril. Las palabras de San Luis María Griñón de Monfort en la invación de su Plegaria fogosa resuenan proféticas: «¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Hay fuego en la casa de Dios! ¡Fuego en las almas! ¡Fuego en el Santuario!»
Pero igual de vibrantes resuena en nuestro corazón, en esta Vigilia Pascual, la invocación final del santo: «Exurge, Domine, quaere abdormis? ¡Levántate, Señor! ¿Por qué te haces el dormido? Álzate con toda tu omnipotencia, misericordia y justicia. Reúne una compañía escogida de escoltas que defiendan tu casa y tu gloria y se salven las almas, de modo que haya un solo redil y un solo pastor y todos puedan glorificarte en tu templo. Et in templo ejus omnes dicent gloriam. Amén.»
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)