Entrevista concedida por el profesor Roberto de Mattei a La porte latine
Roberto de Mattei ha sido profesor de historia en varias universidades italianas y vicepresidente del Consejo Nacional de Investigación, la más importante institución científica de Italia. En la actualidad es presidente de la Fundación Lepanto y director de la agencia de información Corrispondenza Romana (cuya edición francesa es Correspondence européenne) y de la revista mensual Radici Cristiane.
Ha publicado numerosas obras, entre ellas Concilio Vaticano II, una historia nunca escrita (Homo Legens, 2018), Apología de la Tradición (edición independiente, 2018), Vicario di Cristo. Il primato di Pietro tra normalità ed eccezione, Fede e Cultura, 2013]; Le ralliement de Léon XIII : l’échec d’un projet pastoral, (Cerf, 2016) [Il ralliement di Leone XIII. Il fallimento di un progetto pastorale, Le Lettere, 2014]; L’Église dans la tourmente : histoire du Ier millénaire de l’Église(Le Drapeau blanc, 2017) [La Chiesa fra le tempeste. Il primo millennio di storia della Chiesa nelle conversazioni a Radio Maria, Sugarco, 2012].
Ha concedido a La Porte Latine, sitio oficial del distrito de Francia de la FSSPX una extensa entrevista sin pelos en la lengua sin concesiones y sin miedo de ofender a los bienpensantes y contemporizadores de toda laya. ¡Cuando dice sí es sí, y cuando dice no es no!
Le damos gracias por su franqueza y por sus consejos, que no pueden menos que reforzar nuestra voluntad de instaurarlo todo en Cristo.
La Porte Latine: El 4 de junio de 2014, la Fundación Lepanto que usted dirige organizó en Roma un encuentro bajo el título de ¿Está la Iglesia Católica a las puertas de un cisma? Teniendo en cuenta los años transcurridos desde entonces, ¿podría definir con precisión el cisma que preveía?
Roberto de Mattei: En lenguaje teológico, cisma significa apartamiento de la unidad de la Iglesia Católica. Una separación naturalmente ilegítima, como recuerda el Dictionnaire de Théologie Catholique, porque puede haber también separaciones legítimas, «como sería en el caso de quien se negase a obedecer al Papa cuando éste ordenara algo malo o indebido» (DTC, vol. II (1939), col. 1301). Generalmente, el término cisma se refiere a la negativa a someterse a la Cátedra de San Pedro, como hicieron los cristianos ortodoxos en el Cisma de Oriente (1054). Pero además de este apartamiento de la cúpula de la Iglesia, un cisma puede indicar también una fractura horizontal entre los miembros del Cuerpo Místico. No sólo eso: un papa puede incurrir en cisma, como admiten casi todos los teólogos, por ejemplo «si se negara a obedecer la ley y la constitución que dio Cristo a la Iglesia y a observar las tradiciones establecidas desde los Apóstoles por la Iglesia Universal» (DTC, cit., col. 1306). Actualmente nos encontramos inmersos en un cisma horizontal, porque la Iglesia está fragmentada interiormente entre tendencias diversas y contrapuestas, ya que quien la gobierna parece alejarse más cada día de su doctrina y su tradición. Se trata, eso sí, de un cisma oculto, porque a pesar de ser público no es percibido como tal por la mayoría de los fieles. A consecuencia de ello vivimos una situación dramática inédita a nivel teológico y canónico.
LPL: El cisma actual, ¿no consistiría tal vez en la revolución de una praxis que ha ganado ventaja sobre la doctrina? En caso afirmativo, ¿en qué medida se puede decir que sea especialmente abierta desde el Concilio?
RdM: En su discurso Gaudet Mater Ecclesiae, con el que inauguró el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, Juan XXIII atribuyó una nota distintiva al concilio que inauguraba: su carácter pastoral. La especificidad del Concilio consistió en la primacía de la pastoral sobre la doctrina, en que la pastoral absorbía la doctrina, y la pastoral se transformaba en pastoralismo. El pastoralismo se presenta como una transposición teológica de la filosofía de la praxis marxista teorizada por el joven Marx en sus Tesis sobre Feuerbach (1888). En la segunda de dichas tesis, afirma Marx que el hombre debe encontrar la verdad de su pensamiento en la praxis, y en la undécima tesis sostiene que el deber de los filósofos no es interpretar el mundo, sino transformarlo. Cuando el papa Francisco afirma en Evangeli gaudium (nº 231-233) y en Laudato sii (201) que la realidad es más importante que la idea, lo que hace es precisamente imponer la praxis derivada del marxismo, invirtiendo el orden jerárquico de la contemplación sobre el que se funda filosofía occidental y cristiana.
Este concepto se hace patente en la exhortación postsinodal Amoris laetitia. Amoris laetitia no niega explícitamente la doctrina de la Iglesia sobre los divorciados que se han vuelto a casar, pero afirma que es necesario distinguir entre la idea, que no cambia, y la realidad pastoral, mudable, en la cual la aplicación concreta del principio queda en manos de la conciencia de los fieles o de su director espiritual. La pastoral pierde las referencias absolutas de la metafísica y la moral para proponer una ética situacional. El obrar del hombre se reduce al libre albedrío del individuo, que no radica en la objetividad de una ley divina y natural sino en el desarrollo de la historia.
LPL: El pasado 5 de enero usted hizo un llamamiento a toda persona que ejerza autoridad en la Iglesia para que «asuma una actitud de filial crítica, de respetuosa resistencia, de devota separación moral con respecto a los responsables de la autodemolición de la Iglesia». Desde hace un tiempo, usted habla del falso concepto de obediencia que se práctica hoy en día en la Iglesia. ¿Podría precisar cuál es el lugar que corresponde a la obediencia en la Iglesia, así como dónde y cuando comienza, a su juicio, la falsa obediencia?
RdM: La obediencia a la autoridad, sea familiar, política o eclesiástica, es una eminente virtud cristiana, que a pesar de ello no es ciega ni incondicional, sino que tiene sus límites y sobre todo un cimiento, que es el propio Dios. Es más, dice San Pablo que quien tiene la autoridad es «ministro de Dios para el bien» (Rm. 13, 4). Ahora bien, en el caso de un ejercicio inicuo e injusto de la autoridad, el amor de Dios nos obliga a realizar actos de suprema obediencia a su voluntad que nos liberen de las ataduras de una falsa obediencia humana. En este caso, la aparente desobediencia es una forma más perfecta de obediencia. La resistencia católica a los responsables de la autodemolición de la Iglesia, como la recientemente expresada, por ejemplo, en la Corrección filial al papa Francisco, no es desobediencia; sino fruto de la virtud de la obediencia. Una resistencia filial, devota y respetuosa que no lleva a abandonar la Iglesia, sino que multiplica el amor a ella, a Dios y a su ley, ya que Dios es el fundamento de toda autoridad y obediencia. Creo que en la crisis actual esa actitud de resistencia debe llevarnos a la separación moral, que no jurídica, de los malos pastores que hoy en día guían a la Iglesia.
Desgraciadamente, en la actualidad está muy difundida la papolatría, según la cual el Papa no es el Vicario de Cristo en la Tierra, que tiene el deber de transmitir íntegra y pura la doctrina que ha recibido, sino un sucesor de Cristo que perfecciona la doctrina de sus predecesores adaptándola según vayan cambiando los tiempos. La doctrina del Evangelio está en perpetua evolución, porque coincide con el magisterio del pontífice reinante. El magisterio perenne es sustituido por un magisterio vivo que se expresa mediante una enseñanza pastoral que se transforma a diario y tiene su regula fidei en el sujeto de la autoridad en vez de en el objeto de la verdad transmitida.
LPL: En octubre del pasado año, el papa Francisco canonizó a su predecesor Pablo VI. Son conocidas las reservas que usted alberga hacia dicho pontífice. ¿Qué piensa de de dicha canonización?
Tengo certeza moral de que Pablo VI no es santo. En realidad, la santidad es el ejercicio heroico de las virtudes con arreglo a los deberes de estado, que en el caso del Sumo Pontífice es el gobierno de la Iglesia. Y el Concilio Vaticano II, la Ostpolitik y el Novus Ordo Missae –de todos los cuales es responsable Pablo VI– son incompatibles con la santidad, porque objetivamente han supuesto un perjuicio para las almas y van en desmedro de la gloria de Dios.
Lógicamente, aquí nos topamos con el problema de la presunta infalibilidad de las canonizaciones, tema complejo sobre el que remito a los estudios de monseñor Brunero Gherardini, el P. Jean-Michel Gleize, Christopher Ferrara, John Lamont, John Salza y Robert Siscoe.
Basta con observar que mientras que la infalibilidad de las canonizaciones no es dogma de fe, sí es dogma de fe la imposibilidad de que se contradigan fe y razón. Si yo aceptase por fe un hecho que contradice la razón de manera evidente, como sería la ficticia santidad de Pablo VI, caería en el fideísmo absoluto. A partir de ese momento debería renunciar a toda posibilidad de demostración apologética fundada en la razón, por ejemplo la existencia de Dios, porque habré destruido el principio de racionalidad en que se apoya mi fe.
La fe va más allá de la razón y la eleva, pero no la contradice, porque Dios –Verdad por esencia– no es contradictorio. En conciencia, podemos por tanto mantener todas nuestras reservas sobre esas canonizaciones. Por otra parte, llama la atención que se pretenda canonizar a todos los papas posteriores al Concilio y no a los que lo precedieron. Diríase que lo que se proponen es dar retroactivamente carácter infalible a todas sus palabras y actos de gobierno.
LPL: En 1988 monseñor Lefebvre procedió a efectuar las consagraciones episcopales invocando la verdadera obediencia. Más allá de este hecho, ¿qué significa para usted la figura de monseñor Lefebvre, y qué opinión tiene de la continuación actual de su obra a través de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X y las comunidades amigas?
RdM: Conocí personalmente a monseñor Lefebvre a principio de los años setenta, y me dio la impresión de ser un hombre de Dios injustamente perseguido. Lo que más aprecié de él y de muchos de sus hijos y discípulos es un auténtico espíritu romano.
Creo que en la crisis actual es muy importante defender la romanidad de la Iglesia, que es su dimensión jurídica e institucional, así como le legado de las memorias sobrenaturales radicadas en la ciudad de Roma. Hay una Roma eterna superior a la Roma histórica, pero es en la Roma histórica, de la cual es obispo el Sumo Pontífice, donde el Cuerpo Místico de Cristo asume su rostro visible.
El espíritu romano, al que Louis Veuillot llamaba el perfume de Roma, es la capacidad de alcanzar los más altos valores sobrenaturales a través de ese ambiente singular del que Roma está impregnada y que sólo se respira en Roma. El espíritu romano es el sensus Ecclesiae: la percepción de los males que afligen a la Iglesia, la fidelidad a todos los tesoros de la fe y de la Tradición que se contienen en la Ciudad Eterna. Ese espíritu romano se ha perdido hoy en la Ciudad del Vaticano, que por desgracia se ha convertido en un centro de difusión de antirromanismo.
LPL: Si a raíz de esta súplica el papa Francisco le pidiese un consejo –por imaginar que no quede– sobre qué medidas se pueden tomar para enderezar la Iglesia, ¿qué le diría?
RdM: No tengo un consejo para Francisco, pero a un papa recién elegido que quisiera restablecer la doctrina y la moral de la Iglesia le propondría iniciar su pontificado con un acto de solemne arrepentimiento por la responsabilidad que tienen las altas jerarquías eclesiásticas en el proceso de autodemolición de la Iglesia en los últimos cincuenta años.
En el Tercer Secreto de Fátima, el ángel repite por tres veces el llamado a la penitencia. Penitencia significa ante todo espíritu de contrición, que nos hace conscientes de la gravedad de los pecados propios y ajenos y motiva a detestarlos de todo corazón. Sin arrepentimiento no se aleja el castigo. Ésta es la dramática verdad que es preciso entender y meditar a la luz del mensaje de Fátima.
Se exige arrepentimiento por los pecados personales de cada uno de nosotros, pero con más razón por los pecados públicos de las autoridades civiles y religiosas. Un ejemplo de arrepentimiento público fue la instrucción que leyó el nuncio Francesco Chieregato en nombre de Adriano VI en la Dieta de Nuremberg el 3 de enero de 1523. Tras haber refutado la herejía luterana, en la última parte de la instrucción, el Santo Padre habla de la dejación de funciones de las autoridades eclesiásticas ante los novatores.
Ésta es la instrucción expresa que dio al nuncio: «Digo más: confesamos abiertamente que Dios permite que sobrevenga esta persecución a su Iglesia a causa de los pecados de los hombres, y en particular del clero y los prelados (…) No es de extrañar que la dolencia se haya extendido de la cabeza a los miembros, del Papa a los prelados. Todos nosotros, prelados y eclesiásticos, nos hemos desviado del buen camino y después de mucho tiempo no había nadie que hiciera el bien. Todos debemos, pues, honrar a Dios y humillarnos ante Él. Que cada uno medite en por qué cayó y se corrija antes de que lo juzgue Dios en el día de su ira.»
Sólo después de un acto solemne de arrepentimiento acompañado de la obediencia a lo que pidió en Fátima, podrá el Ángel reenfundar su espada llameante como hizo el año 590 desde lo alto del Castel Sant’Angelo tras la procesión de penitencia de San Gregorio Magno por las calles de Roma. Me temo que será igual de difícil evitar el castigo que pende sobre la humanidad a causa de sus pecados.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)