El expediente Montini: algunas aclaraciones históricas, metodológicas y espirituales

Hace algunos días, publicamos en Adelante la Fe, un artículo titulado ¿”San” Paulo VI?: la hora de las tinieblas, donde manifestábamos, de manera documentada y basándonos en el magisterio y doctrina católicas y la historia de la Iglesia contemporánea, no solo la inoportunidad, sino la condición gravemente escandalosa y quizá sacrílega de su canonización. No pretendíamos hacer directamente un balance de su pontificado en términos históricos –aunque indirectamente si lo hicimos–, ni tampoco ahondar en un balance de su figura a nivel personal, atormentada y, por qué no decirlo, triste y entristecedora. Ambos ejercicios son muy necesarios, especialmente a la hora de escribir la historia de la Iglesia en los tiempos de  esta crisis tan grave, pero requerirán de ulteriores reflexiones, cuando, «pasado el golfo del siglo», puedan estudiarse sistemáticamente.

La calculada oscuridad historiográfica promovida por seudohagiografías y sobonerías desinformadoras, disfrazadas de estudios biográficos con respecto a figuras eclesiásticas posconciliares, especialmente palpitante en el caso de Paulo VI, ha dado origen a un sinnúmero de leyendas y mitos históricos, que aún hoy circulan como verdades en algunos ámbitos (por ejemplo, la versión de que su hermano Francesco militó e incluso murió en las Brigadas Internacionales, cosa desmentida no solo, por citar un ejemplo, en un artículo del monje progresista e historiador catalán Hilari Raguer, sino también por el mismo Papa, que en su testamento, nombró ejecutores testamentarios a sus dos hermanos, Ludovico y Francesco, que para 1965 se encontraban vivos y bien. Quizá el mito se haya formado a partir del hecho de que Francesco  recibió una medalla, junto con otros centenares de personas en Italia, en 1947, por su colaboración pacífica en la lucha antifascista, de la mano de los comités democristianos. Otro caso que está todavía cubierto por el velo del misterio y la mistificación, es el la vinculación del entonces funcionario de la secretaría de estado Montini con Alighiero Tondi, el jesuita infiltrado que desertara a la Alemania comunista a inicios de los 50. Sobre este asunto, prometemos ocuparnos en un artículo futuro.

Ahora, en las líneas siguientes, procuraremos aclarar algunas posibles preguntas o perplejidades surgidas por mi artículo anterior.

  1. Todo parece indicar que la canonización se producirá. Siendo que las canonizaciones comprometen la infalibilidad de la Iglesia y del Papa, ¿tendrán sentido quejarse? ¿No se cumplirá aquello de Roma locuta, causa finita?

Existe un  debate sobre si las canonizaciones son o no infalibles. Para resumir una materia tan ardua (pero todavía no definida), diremos que el consenso de los teólogos (incluido santo Tomás de Aquino) tiende a pensar que sí. Una inteligente minoría de teólogos, sin embargo, entre ellos, el R. P. Ols, sostienen que, por basarse radicalmente en testimonios humanos, de por sí falibles, las canonizaciones lo serían también, aunque el hecho de que sean fallidas en acto, sería bastante raro.

Nosotros tendemos a seguir el consenso de los teólogos, salvo mejor parecer. Pero lo inquietante de las aparentes canonizaciones actuales son los cambios radicales en sus procedimientos, especialmente a partir de 1983 en que Juan Pablo II reformó el proceso, prácticamente aniquilando al advocatus diaboli, bajando el número de milagros y acelerando todo el procedimiento) 

Más inquietante aún, es el muy probable cambio de intención de los fautores de estas neocanonizaciones, que parecen no entenderlas como las entendía tradicionalmente la Iglesia. Veamos un ejemplo muy elocuente: el cardenal Angelo Amato, entonces prefecto para la Congregación de los Santos, declaró, el 1 de abril de 2011, a raíz de las críticas respecto a la beatificación de Juan Pablo II, que este pontífice no era beatificado por su papado, ni por su impacto en la historia, sino por la manera en que vivió las virtudes cristianas. Con esto, el Cardenal echaba por la borda toda la noción de deber de estado, la doctrina tradicional de la santidad y de la canonización e, incluso, de manera contraria a la teología y a la filosofía, esbozaba la idea de que “las virtudes cristianas” pueden ser comprendidas al margen de la vida concreta de las personas, que son actores sociales e históricos con una vocación específica. Luego de confesar que una de las  razones fundamentales de esa beatificación era el sensus fidelium, expresado con el muy manido cliché de vox populi, vox Dei, declaraba kafkianamente: «Clearly his cause was put on the fast track, but the process was done carefully and meticulously, following the rules Pope John Paul himself issued in 1983», es decir, «claramente nos estamos apresurando bastante, pero el proceso se ha hecho de manera cuidadosa y meticulosa (¿?), siguiendo las reglas que el papa Juan Pablo II mismo puso en 1983 (¿¿??)». Acá hay dos conclusiones: la primera, que ya en aquellos tiempos prefrancisquistas el principio de no contradicción sufría terribles asedios y la segunda, que el Cardenal acaba de confesar cándidamente que Juan Pablo II se ha autocanonizado.

Pero, ya con el déluge panchiano, el asunto con respecto a la teología de la santidad se empezó a hacer más heterodoxo. No han faltado teólogos que pretenden resemantizar la santidad cristiana y convertirla en algo semejante al tzaddik talmúdico (un “reordenador” cabalístico-revolucionario del mundo), y que pretenden obliterar la noción de virtud heroica, por considerarla tributaria del mundo clásico. Las permanentes declaraciones francisquistas al respecto nos indican que estas reflexiones no están desencaminadas.

  1. ¿Cómo contribuyó el pontificado de Paulo VI al instaurare omnia in Christo, uno de los leitmotiv de la Santa Iglesia en estos tiempos revolucionarios?

Como don Mario Capponetto ha indicado en un artículo recientemente, la acción de la diplomacia papal y de la Santa Sede de Paulo VI fue destructiva contra el Estado Español.  Y no solo contra él. Paulo VI hizo uso de la diplomacia vaticana como una suerte de gran palanca para hacer saltar por los aires iniciativas políticas antiliberales y procristianas. Las múltiples conjuras contra gobiernos como los del católico presidente Diem de Vietnam del Sur, asesinado en 1963 por un golpe digitado por la CIA, o contra el Portugal intercontinental del Estado Nuevo, contaban siempre con el «aviso» y muy probablemente el plácet de las Nunciaturas Apostólicas y de una plétora de «obispos selectos»; mientras el laicado y algunos obispos fieles asistían perplejos a misteriosas autodemoliciones. Por otro lado, algunas experiencias autoritarias de izquierda como las de las Democracias Populares de Europa Oriental o la llamada «Revolución Peruana» de Juan Velasco Alvarado (1968-1975) eran apuntaladas desde los Sacros Palacios, sea por maquiavelismo, en el primer caso, o por afinidad política, en el segundo.

  1. ¿No fue una infamia maligna e irreproducible las insinuaciones contra la moral de Paulo VI realizadas a lo largo de la década de 1970? 

Decía Atenágoras de Atenas, el gran apologista, lo siguiente: «Oh, ¿por qué debo hablar de cosas impropias de ser dichas? Y es cierto. Tratar de estos temas es bastante desagradable. Pero aquí, como puede verse más detalladamente en mi artículo de hace días,  no estamos ante un testimonio singular de una fuente poco confiable (como fueron las comprometedoras entrevistas del novelista homosexual Roger Peyrefitte), sino ante dos testimonios más de antiguos periodistas (del Osservatore Romano y del New York Times) y más gravemente aún de reportajes periodísticos del 2006 en dos medios prestigiosos italianos referidos a un intento de chantaje realizado en 1967 y que llegó a la consideración del presidente italiano Saragat, que hasta ahora no han sido desmentidos lamentablemente por nadie, mucho menos por la Santa Sede, y cuyas fuentes son los papeles póstumos de un general de carabineros, Giorgio Manes. ¿Habrá estudiado suficientemente estos asuntos la Congregación para los Santos? Lo dudamos bastante.  Convendría una aclaración pública con declaraciones de testigos bajo juramento y documentación análoga para sí refutar esas alegaciones y zanjar posiciones ante un asunto público tan delicado y doloroso. Pero, como es de esperarse, no sé dará tal aclaración. Y, a pesar de lo repugnante y doloroso del asunto, es menester comentarlo, especialmente ante la amenaza de diversos lobbys malignos que se podrían valer de la «canonización» para hacer un gran daño a la Iglesia. Por otro lado, la Iglesia jamás ha pretendido esconder nada de los sucesos que la han afligido en su historia, incluso en la persona de sus pontífices y jerarcas. Tenemos a historiadores de prestigio como Bernardino Llorca o a santos como san Pedro Damián no escatimar censuras, denuestos e incluso calificativos bastante duros para pontífices y clérigos delincuentes y escandalosos del Siglo de Hierro, incluso referidos a sus costumbres privadas. La Iglesia no adora al «individuo cósmico-histórico» de los marxistas en la persona de sus jerarcas ni auspicia ninguna impecabilidad humana en sus autoridades terrenas. Eso sí, siempre hay que proceder con prudencia y caridad. ¡Dios nos perdone si actuamos diferente!

  1. Pero, ¿qué tenía en la cabeza Paulo VI? 

Subjetivismo. Subjetivismo puro. Romano Amerio recoge una frase muy significativa del joven Montini, escrita en sus diarios: «Estoy convencido de que un pensamiento mío, un pensamiento de mi alma, vale para mí más que cualquier otra cosa en el mundo» (Iota Unum, Criterio Libros, Madrid, 2003, p. 131; es imprescindible para todo aquel que quiera hacerse una idea fundamentada de lo que fue el pontificado y pensamiento de Paulo VI la lectura del quinto capítulo de este libro rigurosísimo y fascinante). Este sería, creemos, el leitmotiv de su vida. De evidentes lagunas teológicas y filosóficas –recordemos que no estudió en el seminario, sino que fue alumno externo, por su delicada salud– su formación se reducía en gran medida a la cultura literaria más contemporánea que clásica de sabor francés común en la burguesía culta del norte de Italia. Claro está que este batiburrillo de tendencias románticas y existencialistas era altamente superior a la psicología de tabloide y los manidos clichés a veces de autoayuda barata, a veces de barra brava del pontífice porteño actual. De ahí que Montini fuera maritaineano, pero solo de la poesía y del mal pensamiento político del filósofo francés, no de su rigurosa metafísica cayetanista, que sea también delubaciano, pero solo en tanto ese calculadamente vago ennui que el sinuoso y nefasto jesuita manifestaba en sus obras preconciliares respecto a la Iglesia tridentina, pero no en los afanes de ressourcement patrístico, que haya apostado por una reforma litúrgica egolátrica, antropocéntrica y antitradicional, pero sin interesarse por la dimensión teológica y doctrinal que expresaba y que promoviese la destrucción del orden político natural y cristiano, por su corazón sentimental y caóticamente rousseauniano, pero mirase con miedo y sospecha toda sistematización teológica de esa destrucción, desde las teologías políticas liberales hasta la de la liberación. De ahí su peculiar bicefalia, su eterna contradicción, entre las medidas destructivas que tomaba y sus famosas quejas ante sus consecuencias. «¡Nadie me ha comprendido!», escribía. Y era cierto, porque era incomprensible: la Iglesia montiniana solo vivía en su imaginación; cualquier choque de este proyecto con la realidad, con cualquier fundamentación objetiva de sus proyectos, le producía gran dolor, pues no era un choque contra una idea determinada, sino contra sus mismas pasiones en carne viva, contra su yo más íntimo, corporeizados vagamente en una seudoreforma de consecuencias gravísimas. Esta contradicción, de hondos orígenes sicológicos, ha sido terriblemente perniciosa, pues da pie a algunos intentos, a veces bienintencionados a veces deshonestos, de salvar intenciones, lo que genera una mayor confusión.

Ese subjetivismo radical, ese monstruoso engolosinamiento en la contemplación del propio yo, lo hermana con Lutero. Tendencialmente, podríamos decir que Montini fue un Lutero latino, con todas las dimensiones ambiguas y atormentadas del jabalí teutónico, pero con un carácter más melancólico que sanguíneo. Ya en sus primeros problemas juveniles con la justicia eclesiástica, el cardenal vicario de la Urbe, monseñor Marchetti-Selvaggiani, lo había acusado, entre otras cosas, de   «métodos de salas protestantes, ofensivas de la piedad católica».

Al final, ante los restos de su amigo, el democristiano filocomunista Aldo Moro, asesinado en una de las múltiples intrigas secretas de la Italia de los años de plomo, llegó a proferir un grito, significativo de su carácter subjetivista y también del inevitable fracaso absoluto que creía ver en su proyecto revolucionario: «Un sentimiento de pesimismo viene a anular tantas serenas esperanzas y a sacudir nuestra confianza en la bondad del género humano».

Más podría decirse sobre Paulo VI. Sin embargo, en los misteriosos caminos de Dios, es posible que, en los últimos momentos de su vida, haya podido volver a la fe de su infancia y quizá recitar, en contrición, la secuencia de la misa de réquiem que destruyó. Quiera Dios que así haya sido.

César Félix Sánchez
César Félix Sánchez
Católico, apostólico y romano. Licenciado en literatura, diplomado en historia y magíster en filosofía. Profesor de diversas materias filosóficas e históricas en Arequipa, Perú. Ha escrito artículos en diversos medios digitales e impresos

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